Cómo se define a un tirano

Santo Tomás, que no era ningún rojo, distingue al tirano del rey legítimo diciendo que el rey se esfuerza por gobernar por el bien del pueblo, mientras que el tirano se preocupa únicamente de sus intereses. Conforme con esta definición puede decirse que ahora padecemos la tiranía de unas fuerzas políticas que se preocupan de lo que les interesa, mucho más que de lo que beneficiaría a todos. Lo notable de esta situación es que la tiranía que padecemos es cínica, miente de manera desvergonzada tratando de justificar acciones plenamente vituperables, de acuerdo con la definición de cinismo del DRAE. Es dramático que se haya puesto en la calle a terroristas y asesinos gracias a la aceptación de un pacto con los primeros y que eso se pretenda defender argumentando razones respetables que nada tienen que ver con la solución del caso. Hay que preguntarse si el cinismo de estos tiranos con apariencia de personas decentes será alguna vez puesto en evidencia por los votos, espero que así sea. 
La era post PC

De nuevo sobre el Tea Party y España

Los profesores Rafael Rubio Y Pedro Schwartz han hecho, días atrás, en La Gaceta, un análisis muy cuidadoso sobre la posibilidad de que llegare a existir en España un movimiento ciudadano como el Tea Party. Poco hay que añadir a las razones que han aducido, aunque, en mi opinión, si convendría argumentar que, en cualquier caso, sería lo conveniente, cosa que estoy cierto suponen ambos analistas.
La verdadera cuestión es si es posible que en España se puedan imponer procesos sociales que se inicien desde abajo. Nuestra tradición indica todo lo contrario. En la historia española es casi completamente imposible encontrar un caso de cambio que no haya sido, de uno u otro modo, una revolución desde arriba. Esto es precisamente el cambio que podría haber traído consigo la democracia, pero el hecho es que, en buena medida, ese proceso de maduración ha sido efectivamente cortocircuitado por las instituciones que deberían nutrirse de él.
La democracia española llegó a instalarse, ciertamente con el aplauso del público, pero a iniciativa, sobre todo, de las minorías políticas, de la generosidad de los herederos del franquismo, por una parte, y del interés de los partidos de la oposición, un colectivo que, hablando en serio, apenas pasaría del millar de personas. El reducido número de quienes tomaron parte activa en este proceso explica, por cierto, la importancia que adquirieron los intereses nacionalistas, un asunto que, en verdad, preocupaba muy poco a la inmensa mayoría de los españoles. No pretendo, ni mucho menos, deslegitimar un proceso que tiene tantos aspectos admirables, pero creo que es un error muy grave no mirar de frente a los hechos.
Una vez legitimados por la casi totalidad de los ciudadanos, los políticos no han sentido ninguna necesidad de ampliar el campo de juego y se resisten bravamente a ceder parte de sus poderes, a ser meros representantes, y tratan de comportarse como soberanos absolutos. No cabe duda de que, por feo que resulte el aspecto teórico de esta conducta, ha gozado durante décadas de un consenso social muy fuerte.
Si los políticos hubiesen hecho sólo política, es probable que ese círculo de hierro que les evita el sometimiento efectivo a la voluntad popular se hubiese podido perpetuar de manera indefinida, porque una cierta amalgama de tecnocracia y buenas maneras hubiese podido permitir que el público se dedicase a vivir exclusivamente lo que se llama la libertad de los modernos, a hacer de su capa un sayo en su vida privada, la que más les interesa, sin duda.
Ahora bien, a día de hoy se ha roto el hechizo y ya abundan quienes se quejan de la tiranía de los partidos, de su falta de democracia interna, de su egoísmo político y de sus extralimitaciones. No es el Tea Party, pero es el caldo de cultivo imprescindible para que las cosas puedan comenzar a cambiar. La ecuación se ha roto, de alguna manera, por un error de cálculo que hay que atribuir, sobre todo, a la izquierda zapateril.
Veamos el asunto un poco más de cerca. El respeto a la autonomía del poder político, su derecho a vivir en un Olimpo más o menos lejano, atento únicamente a los lentos y previsibles movimientos de las encuestas electorales, implicaba necesariamente que el poder político cumpliese dos mandatos esenciales que el zapaterismo ha transgredido de modo deliberado y muy grave: en primer lugar, desde el punto de vista del orden práctico, pero no de la importancia, que se realizase una gestión mínimamente ortodoxa de la economía común, y, en segundo lugar, que es en realidad el primero por su trascendencia de fondo, que el poder político no se metiese en aquellos asuntos que el público considera de su exclusiva incumbencia: en temas de moral, de educación o de ordenamiento civil.
Es obvio que Zapatero ha hecho, y plenamente a conciencia, exactamente lo contrario: ha pretendido convertir su mayoría política en una cátedra de moral, imponiendo sus visiones a golpe de ley positiva, lo que ha irritado profundamente a una buena parte de españoles y molestado a todos, menos a la minoría visionaria que confunde la política democrática con la imposición de sus manías, y ha sido, además el responsable de una ruina económica atosigante.
Se dirá que es sólo la derecha quien puede protestar de que haya sucedido esto. No me parece cierto, primero porque creo que existe una izquierda más razonable disconforme con esa contaminación de su agenda política, Y, sobre todo, porque son muchos los ciudadanos independientes que temen que se haya abierto una vía que nadie sabe a lo que pudiera llevar.
Entre nosotros está cambiando el clima social con el que se asiste a la política y, se parezca o no al Tea Party, que se puede discutir, esta situación es completamente nueva. Otra cosa es que la izquierda, y sobre todo la derecha se equivoquen acerca de la naturaleza del cambio y empeoren las cosas, o que la sociedad civil se agote en su protesta, pero no creo. Algo nuevo se mueve bajo el Sol de la vieja España, y es bueno que así sea.
[Publicado en La Gaceta 15 de noviembre de 2010]