De la nada al caos y a la espera del orden

Estos días se han cumplido los primeros veinte años de existencia de Internet. Tim Berners-Lee, uno de los personajes decisivos de esta historia, ha asegurado que lo mejor está por llegar. Yo creo que está en lo cierto y que, cosa que nadie negaría, la red ha hecho ya mucho por nosotros.

Sin embargo, habría que reconocer que, en cierto modo, hemos pasado de la nada al caos, un caos que puede considerarse creativo, sin duda alguna, y en el que existen abundantes y maravillosas islas de orden, pero un caos, al fin y al cabo. La rapidez de la implantación de la red no permitía otra salida que este caos relativo, que, insisto, pese a todo, se puede bendecir con las dos manos.

Creo que una de las grandes cuestiones del futuro está precisamente en determinar qué tipo de orden es el que hay que procurar, si es que damos por sentado, como parece lógico, que deberíamos progresar en el orden. Todo lo que se ha llamado Web 2.0 puede verse como un intento de introducir orden desde el punto de vista de los usuarios, un orden que se adecúa a sus preferencias y a sus decisiones. No está mal, pero no es suficiente. Los usuarios siempre han trazado los caminos en cualquier esfera de la realidad y es bueno suponer que la sabiduría de los muchos suele tener un gran sentido práctico. Nuestro sistema de comunicaciones físicas, la red de carreteras, vías férreas, líneas marítimas, redes fijas, etc., por ejemplo, se ha hecho a partir de decisiones de usuarios y pioneros, pero ha conocido una continua mejora debido al saber experto de los geógrafos, los ingenieros o los economistas. No vamos de la Bética a Ampurias por la vía romana, aunque nos cruzamos con ella en más de una ocasión.

Creo que algo parecido a esto es lo que está por llegar. Si uno trata ahora de encontrar un apartotel en Benidorm, por poner un ejemplo cotidiano, se tropieza con un caos monumental, un caos de tal calibre que hace añorar la vieja Guía de Hoteles de Turismo. Es agobiante, otro ejemplo, el número de invitaciones que se reciben para formar parte de una red o para responder a un mensaje de un supuesto amigo; cosas como estas tienen que arreglarse, aunque no sea fácil decir cómo.

La red tiende a ser más útil en la medida en que nos interesamos por contenidos más especializados y de menor demanda, pero, aún así, está todavía muy por debajo de sus posibilidades. Hay que abandonar, por ejemplo, los hábitos ligados a las viejas formas de archivar y documentar (los metadatos y otras limitaciones ligadas a las propiedades de los objetos físicos y a la tecnología de la imprenta) para encontrar formas de localización, clasificación y etiquetado mucho más dinámicas: ¡queda tanto por hacer!

Hay que encontrar un equilibrio entre la libertad y el orden, sin inventar tareas de control innecesarias, algo que puede sonar a la cuadratura del círculo. Llevará tiempo, pero se hará, y, entonces, quienes lo quieran, podrán ser más sabios y dichosos que nunca.

[publicado en adiosgutenberg]

Arthur Clarke, tecnología y optimismo

Sir Arthur Charles Clarke (1917-2008) perteneció a esa rara estirpe de escritores capaces de aunar una fuerte capacidad de fabulación con una importante vocación teórica.  Desde su juventud fue un lector apasionado de los pulp de ciencia ficción que le llegaban de Estados Unidos y frecuentó la lectura de autores como Julio Verne y su compatriota H. G. Wells con cuya obra guarda cierto paralelismo. Ambos han sido profetas tecnológicos de cierta solvencia. Si Wells anticipó las posibilidades de una red mundial de información basada en microfichas compartidas, también se afirma que un relato clarkiano de 1964,  Dial F for Frankenstein, le sirvió a Tim Berners-Lee de inspiración para poner en marcha la World Wide Web in 1989.

Aunque Clarke ha sido, sobre todo, un gran narrador, su fama más específica le llegó, tal vez, por su notable capacidad de predicción, es decir por su calidad como divulgador científico y por su atrevimiento para sugerir cambios en el futuro, alguno de los cuales se ha hecho realidad en forma más o menos similar a lo que él imaginó.  Me parece que lo mejor del espíritu de Clarke está en su apuesta decidida por la invención y su optimismo sobre los beneficios sociales de los diferentes inventos. Como Dyson, Clarke creía que la afición y el entusiasmo son los motores más eficaces del desarrollo tecnológico, de la invención y, también como Dyson, era partidario de que los investigadores pudieran embarcarse en pequeños planes susceptibles de fracaso porque solo esa libertad les podría garantizar, aunque no siempre, desde luego, el éxito. Clarke defendió los efectos positivos del despliegue universal de las tecnologías de la información denunciando el catastrofismo de quienes se oponen a su desarrollo con razones inspiradas en la desconfianza y el temor a la confusión. Tampoco simpatizaba con los malos augurios de los que pretendían parar el progreso tecnológico con el argumento del calentamiento global. 

Clarke era consciente de que vivimos en una época en la que a un experto que afirma cualquier cosa siempre se le puede oponer otro igualmente experto para afirmar la contraria, pero no tenía ningún miedo a los efectos de esa dificultad sobreañadida, porque la parecía que la polución informativa siempre sería preferible a la ausencia o a las restricciones y manipulaciones políticas de la información. Sabía que, aunque la tecnología pudiera confundirse con la magia,  su fundamento está en el conocimiento, no en la superchería y, frente a las críticas de tantos intelectuales exquisitos, siempre defendió los valores que, por ejemplo, se han podido generalizar gracias a la televisión, un invento que, en su opinión, ha hecho más que nadie por la unidad del mundo.  Clarke distinguía con toda nitidez la información, el conocimiento y la sabiduría y sabía que la información es el primer paso, pero siempre hace falta ir más allá. Creo que eso es lo que ha querido decirnos con el epitafio que encargó y que expresa su ideal de humanidad: “He never grew up; but he never stopped growing”.