La irresponsabilidad política

Las últimas encuestas del CIS revelan una gran insatisfacción de los ciudadanos con los políticos, con la clase política, una expresión reveladora que está empezando a ser predominante; es obvio que esas quejas tienen fundamento, y que lo único que cabría pedir a quienes las emiten, es que fuesen más consecuentes con los valores que dicen apreciar, porque lo que nadie puede negar es que los políticos españoles reflejan bastante bien nuestros defectos, aunque no tanto las virtudes de quienes las tengan.

Con frecuencia se alude a las distorsiones del sistema electoral, pero quienes hacen esto hablan para no decir nada, porque no padecemos un sistema perverso, todos tienen ventajas e inconvenientes, sino unos hábitos detestables; no estamos pues ante un problema que reclame reformas legales, sino ante una cuestión de carácter moral, ante la necesidad de que la sociedad civil y los electores se hagan más exigentes, lo que debiera empezar, por cierto, con el ejemplo.

Lo peor que se puede decir de los políticos españoles es que actúan con una enorme irresponsabilidad, sin que esa conducta política reciba, habitualmente, la sanción que merece. Este es justamente el problema, que los políticos dicen y hacen auténticas memeces sin que sus electores se lo tomen en cuenta. Los electores priman la identificación y eluden el juicio crítico, de manera que la política española ha entrado en una especie de mar de la tranquilidad bipartidista en que lo único que parece pasar es que, de vez en cuando, más lentamente para la derecha que para la izquierda, se produce una alternancia… y vale ya.

Pensemos en los problemas que padecemos y en la habilidad con que los políticos hurtan el bulto. Ante lo de Vic, por ejemplo, todos se aplican a entonar diversas palinodias para mostrar cuan justos, benéficos y humanitarios son, pero eluden responder sobre la forma en que se pudieran resolver las obvias incongruencias de la política migratoria, las contradicciones entre leyes, o sobre cómo van a poner fin a las prácticas hipócritas de las diversas administraciones para quitarse el problema de encima.

Hace poco, por poner un segundo ejemplo, el ministro de Fomento reveló los ingresos absolutamente inapropiados y escandalosos de los controladores aéreos, unos sueldos que él, y sus antecesores, han venido pagando puntualmente a una minoría bien organizada contra nuestros bolsillos. ¿Ha dimitido el presidente de Aena? ¿Se ha pedido cuentas a sus antecesores? No, lo que se discute es la intención de Blanco al revelar el caso, hasta que nos olvidemos del asunto y el propio Blanco, o su sucesor, les suba otra vez el sueldo, contra cualquier lógica.

Parece como si, tanto en uno como en otro caso, lo que importase a los españoles es la declamación, las declaraciones de limpieza de sangre, como si los problemas sirviesen, únicamente, para hacer retórica. Así están un buen número de cosas en esta España abobada que presta atención a los gorgoritos de un presidente absolutamente vacuo, y de un líder de la oposición que parece confiar, casi únicamente, en que se cumplan las previsiones sucesorias.

Los problemas a los que se ha aplicado ese tratamiento absolutamente hipócrita son pavorosos e inmunes al parloteo. Desde hace muchísimos años, concretamente desde el informe Abril, que es nada menos que de 1991, sabemos, por ejemplo, que el funcionamiento de nuestra sanidad es insostenible, y sabemos también, dos décadas después, que la cosa sigue yendo a peor, pero nadie se atreve a decir nada con un mínimo de realismo porque saltarían sobre él los ayatolas de lo que no se puede discutir en la democracia española, un consenso vicioso y absurdo en el que unos dicen lo que no hacen, y otros suelen hacer lo contrario de lo que dicen.

La enseñanza está por los suelos, nuestras universidades producen vergüenza ajena, la investigación se penaliza. Nada serio se hace por evitarlo, pero hay que ver cómo se gasta saliva hablando de la libertad en educación, de que la investigación es el futuro, o de que nuestro capital humano es lo más importante.

La razón por la que los políticos no nos gustan es porque les premiamos por repetir las tonterías de taberna que la mayoría de la gente excogita entre humos, cañas y tapitas, mientras el país se nos hunde, ajeno a las grandilocuencias barrocas, absurdas y necias con las que pretendemos que tendría arreglo.

El principal creador de este bodrio retórico, que sustenta este consenso necio, es la socialdemocracia española, por llamarla de algún modo, pero la responsabilidad mayor del clamoroso desdén por los problemas que de verdad padecemos, quizá resida en esa derecha permanentemente a la defensiva, que cultiva una actitud de heredero despojado, que no se atreve a decir lo que piensa, frecuentemente porque acaso no piense nada. Hace falta romper este hechizo si queremos evitar la vuelta a un rincón oscuro y triste de la historia.

La realidad y el deseo

El hermoso título de Luis Cernuda puede servirnos para analizar el momento extraordinariamente equívoco que está viviendo la política española. La cobardía de los líderes políticos y la irresponsabilidad cósmica del presidente están evitando que se afronte con la debida profundidad la inaplazable reflexión sobre nuestro futuro común. Antes, según se nos cuenta, esperábamos que la Virgen del Pilar arreglase el panorama, ahora ZP tiene los ojos puestos en Obama, pero, en cualquier caso, no salimos de milagreros. La verdad es que no nos faltan motivos para serlo porque no deja de ser un milagro cotidiano que algunas cosas sigan funcionando medianamente bien visto el nivel de los responsables.

Tendríamos que ponernos a discutir seriamente sobre el futuro económico de España, sobre qué queremos ofrecer al mundo, a un mercado cada vez más abierto, más cambiante  y más competitivo, dándonos cuenta de que se nos han acabado ya las ayudas que venían de nuestro bajo nivel de desarrollo y de costes salariales, que el modelo de crecimiento del ladrillo ha colapsado y que nuestro nivel de dependencia energético y tecnológico es altísimo, además de que otras formas de ingreso, como el turismo, están seriamente en entredicho. No lo hacemos y las consecuencias de no hacerlo a tiempo serán peores, brutales, dramáticas.

Tendríamos que ponernos a discutir seriamente nuestro sistema político. Tal como vamos, nos acercamos de manera alarmante a un régimen de partido único, con un bipartidismo más aparente que real, porque la oposición se quedaría en una situación subordinada, como cuando Fraga, para que nos entendamos, sin ninguna posibilidad seria de cambiar el Gobierno ni, menos aún, de introducir nuevos aires de libertad y de cambio en un sistema oligárquico y coronado. Los que gozan de sus beneficios no están dispuestos a ponerlo en entredicho y nos llenan cada día la cabeza de grandes palabras, de enormes mentiras para seguir tirando, para tratar de escapar de forma milagrosa al desastre de una democracia desvitalizada.

Tendríamos que ponernos a discutir seriamente la viabilidad del sistema autonómico sometido a una revolución estatutaria permanente inducida por la loca carrera de todos contra todos que se desata inevitablemente entre el “yo más” y el “para mi lo mismo”. No vamos a poder soportar el coste de unas administraciones que crecen sin control y sin sentido. No lo hacemos porque preferimos pensar que no hay límite a la locura identitaria que nos arrebata, al agudísimo síndrome de paletismo, miopía e ignorancia con el que se encuentran a su pleno gusto y se reconfortan cada vez más españoles.

Tendríamos que caer en la cuenta de que no hay manera de sostener el gasto sanitario y de frenar la dilapidación de recursos en educación con los resultados que están a la vista de todos. Tenemos más de setenta universidades perfectamente insignificantes;  Madrid tiene catorce y Cataluña doce, pero la calidad brilla por su ausencia.

Tendríamos que pensar en que lo de la Justicia no admite ya más remiendos y que nuestra partitocracia es, a todas luces, excesiva y un sinfín de cosas más. Pero no lo hacemos y, sobre todo, no lo hacen quienes más obligación tienen de hacerlo, los partidos políticos dedicados a la pesca del voto, unos con más eficacia otros con mayor desgana, olvidándose por completo de su misión constitucional y desatendiendo sus obligaciones patrióticas más elementales: decir a los españoles lo que de verdad está pasando y qué creen que se puede y se debe hacer para arreglarlo.

La política española está hundida en la inanidad, víctima de un absoluto irresponsable y de unos adversarios incapaces de hacer ver a los votantes los riesgos en que incurre y las barbaridades que perpetra. Zapatero se inventa fondos de solidaridad o de diversidad o de lo que fuere con cargo a un déficit que va a acabar siendo colosal, pero es porque los ciudadanos siguen creyendo en la gratuidad del maná presupuestario, porque nadie les ha explicado que tendremos que pagar esas deudas a un costo altísimo y durante muchísimos años, aunque eso no le importe nada al temerario presidente.

No conozco ningún caso, pero es posible que haya españoles tranquilos y esperanzados porque Zapatero tiene un faro, un horizonte, una esperanza. Hace solo unas horas, ha deslumbrado al mundo con unos análisis de lo de Obama que deberían ser de obligada lectura en las escuelas. Fíjense como remata con su brillante dialéctica de lo concreto: “La victoria de Obama ha traído fuerzas nuevas al bando (sic) de la política. Aún a sabiendas de la frágil textura de las ilusiones humanas, sólo se puede hacer política con ilusión. El mismo representa el triunfo de la ilusión. Su victoria es una parte importante de la victoria. Y si la política ha producido cambio, ahora le toca al cambio producir política. No es fácil, nunca lo es, pero se puede”. Todavía habrá algunos, cenizos, antipatriotas y antiguos, que digan que ZP improvisa.  

[publicado en El Confidencial]