Categoría: patriotismo
Virtudes militares
[Patrulla Águila, del ejército del aire; imagen tomada de http://airvoila.com/patrulla-aguila-el-orgullo-espanol/]
Las tradiciones de la democracia
John Adams fue uno de los founding fathers de los Estados Unidos y el segundo presidente de la nación. No había gozado de un reconocimiento tan unánime como el de Washington, Franklin o Jefferson, su amigo y su mayor rival. Ahora, un libro de David McCullough ha resaltado la importancia del legado de Adams. Además de la lección de historia que supone, los españoles podríamos aprender muchas cosas repasando las peripecias de Adams y el cariz de sus enfrentamientos con Jefferson, el gran líder radical al que Adams logró contener y moderar.
Adams y Jefferson eran, por encima de todo, dos defensores de la independencia de la nueva nación y dos demócratas convencidos, pero discreparon profundamente sobre el ritmo que había de imprimirse al Gobierno de los Estados Unidos: Adams era un federalista al que se acusaba de monárquico y anglófilo, y Jefferson un republicano muy cercano a las ideas radicales de los revolucionarios franceses. Aunque haya que tener en cuenta que términos como republicano o federalista han cambiado profundamente de significado en estos doscientos largos años, lo esencial es que tanto Adams como Jefferson estuvieron siempre dispuestos a poner sordina a sus ideas y objetivos para anteponer los intereses de su patria. Se sabían padres de una criatura que podía malograrse y, aunque jamás renunciaron a sus ideas, supieron no olvidar que la libertad del pueblo y la unidad de la nación eran los bienes superiores a los que nunca se podría renunciar en aras de otro fin político, o de su éxito electoral. Adams resistió bravamente las presiones para entrar en guerra, para caer en las garras de la disputa franco-británica, y Jefferson mantuvo esa política cuando consiguió ser el tercer presidente de los Estados Unidos evitando la reelección de Adams.
Nuestra democracia es también joven todavía y no puede presumir de antecedentes demasiado gloriosos, porque, desde muchos puntos de vista, ha supuesto una cierta refundación de la nación, un comienzo que, como siempre ocurre, tiene que armonizar lo nuevo y lo viejo, porque España, mucho más vieja que los Estados Unidos, no es ningún invento reciente. No creo que los líderes políticos actuales hayan sabido estar siempre a la altura de la responsabilidad que esta situación les confiere.
Nuestro presidente muestra una tendencia al mesianismo que es completamente irresponsable, y su intento de reinvención de España a la luz de su exclusivo catecismo está, inevitablemente abocado al fracaso, aunque desgraciadamente, a un fracaso algo más grave y calamitoso que el mero desastre de una política equivocada. Entregado a un absurdo revisionismo del pasado, tarea que, en cualquier caso, no le corresponde y le supera, se muestra, además, extraordinariamente débil y condescendiente con quienes no hay otro remedio que considerar como enemigos de la nación española, con los terroristas, con los separatistas, o con quienes pretenden arrebatarnos parte de nuestros viejos territorios históricos, estén en la orilla que estén. No creo que sea exagerado decir que Zapatero nunca se ha propuesto ser el presidente de todos los españoles, el líder de una nación que tiene, como todas, que defenderse, y ello aunque profese una sana ambición a promover una paz justa y duradera en el mundo, propósito irreprochable donde los haya.
Por su parte, el líder de la oposición parece moverse la mayoría de las veces por resortes de escaso alcance, como si fuera un mero funcionario, como si la política fuese un engorroso negocio del que hubiere de abstenerse. Muchos detestamos la política nacional de Zapatero, pero, más allá de los tópicos para alimentar a los incondicionales, desconocemos en buena medida el alcance de los proyectos de Rajoy. Si uno obra con disimulo a la búsqueda de una deconstrucción que no se atreve a hacer enteramente explícita, el otro parece pensar que a los electores no nos interesa que se hable a fondo de los problemas políticos, y que basta con prometernos que acabará la crisis y subirá el empleo.
No se debiera pretender liderar un país tan complejo como el nuestro a base de ocultar a los electores lo que se piensa, temiendo que las ideas enajenen los votos. Adams y Jefferson enseñaron a los norteamericanos que la política consiste en un enfrentamiento a cara de perro, especialmente con los enemigos de la nación, que siempre existen. En nuestra democracia parece extenderse una tradición de disimulo que testimonia un desprecio despótico a los electores enteramente incompatible con la democracia. Tenemos mucho que aprender de los Adams y los Jefferson, si realmente pensamos que la democracia es algo más que un expediente para evitar que nos señalen con el dedo.
A una semana de la fiesta española
Más que fútbol: anatomía de un entusiasmo
La inmolación
De la genialidad al bodrio
Hace unos días discutía con unos amigos, izquierdistas ellos, sobre lo que estimaban mi falta de patriotismo (así están las cosas) por no ensalzar adecuadamente la última película de Almodóvar, o la cosa feminista y ternurista de Amenabar a costa de Hipatia. Me defendí como pude, porque aunque escribí un libro sobre el asunto, hace años (en el 2002), me parece que estos amigos eran menos patriotas entonces que ahora.
Les dije que una cosa era ser patriota, y otra fanático, y que me temía que cayésemos en el error de suponer que el que hace una obra estimable, incluso genial, vaya a estar siempre a la misma altura. Viene esto a cuento porque ayer asistí con gran incomodidad a lo que me pareció un bodrio mediano de uno de los directores de cine a los que más admiro. Me refiero a Shutter Island, de Martin Scorsese. Mi admiración por Scorsese es lo suficientemente grande como para haber soportado esta aburrida y pretenciosa película con la sospecha de si no seré yo un tonto de baba incapaz de comprender las sublimidades del genio. Si me hubiese aburrido menos de lo que me aburrí, volvería a verla para decidir con más fundamento, pero dado que empiezo a pensar que me quedan menos días de los que quisiera, me abstendré y seguiré pensando que al maestro le ha salido un borrón. Tampoco sería el primero, por cierto, porque me parece que la genialidad de Uno de los nuestros, de Casino o de La edad de la inocencia, no aparece para nada en la película sobre Howard Hughes o en Gangsters de Nueva York. En esto de las artes, y en especial en cine, no hay nadie que sea siempre perfecto, ni siquiera John Ford, Billy Wilder o Clint Eastwood.
Quizá sea imposible hacer nada realmente bueno sobre la locura; los antecedentes de naufragio con estas temáticas son muy ilustres, aunque siempre han tenido buena acogida popular, como seguramente pasará con esta historia engañosa y sin nervio. Scorsese ya se perdió con las escenas oníricas de su Aviador, otra vez con Di Caprio por medio, pero tampoco me gustaron la famosa Alguien voló sobre el nido del cuco, ni siquiera Shock Corridor, que ha sido de lo más honesto que se ha hecho sobre el asunto, a mi modesto entender, y con la que la película de Scorsese tiene varias deudas, y algún homenaje obvio. Tal quien mejor se haya defendido sobre la locura sea Kubrick, con La naranja mecánica y con El resplandor, pero, insisto, a Scorsese no le ha salido muy allá, aunque, no quepa dudar de que, en general, haga un cine espléndido.
La «devotio iberica»
La especial fidelidad a sus jefes de algunos soldados iberos llamó la atención de los cronistas romanos; se trataba de un sistema similar a la clientela romana, un pacto de mutua protección entre un poderoso y quienes le defendían, y se lucraban de sus favores.
Eso que producía admiración se ha convertido en un vicio muy hispano en la política, y es una de las trabas más serias que se puedan poner al desarrollo de una democracia, de los valores morales que debiera promover. El devoto de su líder está íntimamente corrompido porque no atiende a razones, ni tiene otro interés que el mantenimiento de su status y el de su jefe. Estrictamente hablando, no representa a nadie, aunque haya sido elegido por los ciudadanos. Solo se defiende a sí mismo y a sus intereses, a través de la prostitución de su lealtad al partido, y a sus ideas, en una lealtad ciega a lo que su jefe decida en cada caso. Para estos tales no existe otro bien que el propio y eso sirve para justificar cualquier mentira, cualquier inmoralidad, cualquier traición y, desde luego, el completo olvido de los intereses de la patria.
No hay expresión más significativa de ese fenómeno que el llamado patriotismo de partido, el hábito de anteponer los intereses, electorales y de cualquier otro tipo, a toda consideración del género que fuere. Quienes así se comportan corrompen desde la raíz los fundamentos de la democracia, secuestran la soberanía popular y traicionan a la libertad, a la democracia, a sus electores y al conjunto de la sociedad.
Mariano Rajoy ha recordado a los diputados del PSOE que sus obligaciones con los españoles están por encima de la lealtad al presidente que han elegido. Me temo que se tratará de un recordatorio inútil, además de que desconozco la autoridad moral de Rajoy para pedir algo como eso, cuando él ha fomentado entre los suyos exactamente lo contrario, por ejemplo cuando controló desde arriba y en su exclusivo beneficio el bochornoso Congreso de Valencia.
Los españoles tenemos un problema con la devotio iberica, con la forma en que la entienden los partidos políticos y nuestra democracia será estéril mientras no se pueda romper ese pacto contra natura y contra la democracia misma. Con el cuento de la disciplina de voto la política española se ha instalado en un inmovilismo estéril y muy peligroso cuando, como ahora, es imperativo que las cosas cambien.
La anomalía española
Una de las cargas más pesadas que ha debido soportar durante tiempo la autoconciencia de los españoles ha sido, precisamente, la de considerarnos un caso especial, y desgraciado, en la historia de las modernas naciones europeas. Un acierto de la transición, y del notable trabajo de los historiadores en ese período, fue que aprendiésemos a considerarnos como parte de un espacio de normalidad, a reconocer que las vacilaciones y errores de nuestra historia social y política también habían sido comunes en nuestro entorno. Vinieron después unos años de prosperidad en los que España pareció empezar una andadura ejemplar, pero fueron años breves tras los que se volvió al despeñadero de la memoria histórica e, inmediatamente, al fracaso económico.
Tal vez no sean rigurosamente indisolubles los empeños por desollar la conciencia del pasado y los errores de política económica, pero ahora forman un bloque berroqueño que supone que nuestro destino consista en soportar una conciencia inmaculada, y una pobreza secular. El caso es que, sea o no cierto el análisis precedente, hemos venido a dar en una situación en que, junto al ahondamiento de una división civil, política y territorial que bien podríamos haber abandonado para siempre, padecemos una crisis económica que se resiste inmisericorde a los exorcismos de un gobierno biempensante, sometido a un ataque agudo de verborrea e improvisación, y que trata los fenómenos económicos como si fueran maldiciones de un enemigo cruel y malévolo, envidioso de nuestra inocencia y rectitud moral.
De nuevo, pues, volvemos a añorar una cierta normalidad política que parece estarnos vedada. Querríamos ser como Alemania o Francia, países en que el gobierno (y la oposición) tienen claro que hay algo que está por encima de sus respectivas ensoñaciones ideológicas, a saber, el interés de la nación. Estas gentes de allende el Pirineo son capaces de olvidarse de sus diferencias cuando se insinúa un enemigo común, mientras que nosotros permanecemos fieles a nuestras esencias mientras el paro, la destrucción, la descomposición social y el hambre avanzan.
Ante una situación como ésta, caben básicamente dos actitudes. La primera de ellas, típicamente española, es la de hacer una objeción a la totalidad: condenar el sistema, lamentar nuestro sino, y echarse a llorar. No seré yo quien niegue que el sistema tenga defectos, los tiene, y no son pequeños; pero, para tratar de arreglarlos, hay que partir de la realidad, no de las ensoñaciones, de donde estamos, no de donde nos gustaría estar.
Hay otra actitud que me parece más inteligente. Hay que preguntarse, en primer lugar, quién es el primer responsable de lo que pasa, averiguar, como escribió Vargas Llosa, “cuándo comenzó a joderse el Perú”. No hay que saberlo por espíritu de venganza, sino por sentido común, porque allí dónde se tomó el mal camino hay que empezar a desandarlo, y si el que cogió el estandarte e indicó el rumbo no rectifica, ya sabemos lo que hay que hacer con él. Traduciendo todo esto a la peripecia política, lo que quiere decir es que hay que exigir de Zapatero una rectificación en toda regla, lo que debería traducirse, necesariamente, en una de estas opciones: la dimisión del jefe de gobierno, la convocatoria de elecciones, o la formación de un gobierno nuevo mediante el pacto político de los partidos o la moción de censura constructiva.
Muchos pensarán que nada de esto va a hacerse y que en eso consiste precisamente el defecto del sistema, en que no deja salidas frente a situaciones de excepción. Pero se equivocan: sí que hay salidas, lo que ocurre es que el interés miope del gobierno y de su presidente, trata de resistir como pueda a ver si, de manera milagrosa, las cosas se arreglan o se lleva las culpas cualquiera que pase por allí. La principal responsabilidad está en las filas del PSOE que son las que pueden impulsar a Zapatero a hacer aquello que no quiere hacer. Es posible que no lo consigan, pero deberán tener muy claro que el precio que pagarán será muy alto, un país que no les perdonará por mucho tiempo, ni su ceguera, ni su egoísmo.
Quienes traten de negar que la situación sea de excepción deberían tener por suficientes una serie objetiva de datos: el crecimiento imparable del desempleo, la parálisis económica, el déficit y el crecimiento de la deuda, la inquietud de nuestros socios europeos por nuestro caso, la actitud del Rey, tal vez inequívoca, pero chapuceramente ejecutada, la desesperanza de los ciudadanos y su rechazo de las razones y querellas de los políticos, etc.
Nuestra anomalía consiste, únicamente, en haber elegido políticos mediocres, en habernos dejado seducir por malas razones, en haber creído en que podríamos seguir atando los perros con longaniza. Ya sabemos que no es así. No incurramos en arbitrismos, en milagrerías. Hay que exigir a los políticos que cumplan con su deber hacia España, hacia nosotros. Sabemos cómo hacerlo, porque no podrán engañar a todos para siempre.
[Publicado en El Confidencial]
Antonio Fontán, nobleza obliga
Al saber del fallecimiento de Fontán, me asaltan unos versos de Rubén Darío a propósito de Machado, otro Antonio sevillano: “Fuera pastor de mil leones /y de corderos a la vez”. La personalidad de Fontán era, en efecto, muy poliédrica, aunque estaba presidida por un fondo de seriedad y de lealtad que no le abandonó nunca en sus empresas. Fontán fue, en primer lugar un intelectual riguroso, autor de un número muy alto de trabajos históricos y filológicos, llenos de interés por su erudición, su curiosidad y su talento. El último de sus libros, Príncipes y humanistas, está repleto de intención, de sabiduría: un tema arcano se convierte en una reflexión sobre la vida llena de interés, de sugerencias, de actualidad incluso.
Ser un latinista competente es argumento suficiente para una vida plena, pero Fontán supo ser más, sin dejar de ser de los mejores en lo suyo. Aunque a él no le gustase oírlo, Fontán era un español bastante raro, un tipo tan alejado de la improvisación y la chapuza como uno pueda imaginar. Además de un erudito de primer nivel, fue un extraordinario periodista que encabezó varias iniciativas históricas. Fue el alma del diario Madrid, un intento insólito de forzar la libertad política en el seno de un régimen que se resistía a perder los controles. Es pasmoso que un académico haya podido ser, un hombre de acción tan eficaz y constante. Su tarea periodística le abocó a la política de una manera natural, pero como un ejercicio de patriotismo, de lealtad al pasado y al futuro de una España a la que amaba hondamente, y para la que siempre procuró lo mejor. Los españoles, fieles a nuestra ceguera, no hemos sabido reconocer sus méritos de una manera adecuada, aunque el marquesado de Guadalcanal, de modo tardío, ha atenuado un poco esa injusticia.
Como político era ambicioso y tranquilo, astuto e ingenuo. La política fue algo que había que hacer, pero con lo que era mejor no perder la cabeza, un riesgo al que siempre están expuestas testas menos sólidas que la suya. Supo retirarse a segundo plano cuando entendió que había cumplido su misión, y concentrarse en esas tareas que no se pueden abandonar. Son muchos los que han aprendido a su vera, los que le han acompañado en sus ambiciones e ilusiones y ha sabido dejar en ellos una semilla de nobleza, de desinterés, de pasión por lo que vale la pena. Era muy notable ver la atención que dedicaba a cualquiera que tuviera algo que decirle, siendo como era uno de los españoles con mejor criterio e información del último medio siglo.
Fontán ha sido todo lo que fue desde un fondo que puede parecer contradictorio: un genuino liberal, una mente abierta, tolerante, capaz de valorar cuanto de bueno hay en este mundo y, a la vez, un hombre profundamente cristiano, dedicado discretamente a hacer el bien y a vivir su fe y su esperanza. Creo que puede decirse de él, sin irreverencia, lo que el evangelio de San Marcos dice del Maestro: Omnia bene fecit, todo lo hizo bien.
[Publicado en La Gaceta]