Una fiesta en precario

Cualquier observador reconocerá el equívoco que envuelve a las celebraciones del 12 de octubre. Se trata de actos que han quedado reducidos a ritos puramente formales y, paradójicamente, casi clandestinos, porque carecen de la menor emoción popular. Al preguntarnos por el sentido de estas celebraciones no debiéramos limitarnos a constatar alguna especie de decadencia inevitable, porque las causas de la precariedad emocional y popular de esta celebración son perfectamente nítidas, y es obvio que cualquier gobierno español tendría que procurar remediarlas. No es eso lo que viene haciendo el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, y ni siquiera es eso lo que han hecho en las últimas décadas los gobiernos de la democracia.
La raíz última de la desafección política hacia la celebración de esta festividad está, en primer lugar, en la indebida y estúpida identificación que la izquierda ha hecho entre la festividad y el franquismo, cuando se trata, como cualquier persona mínimamente culta debiera saber, de una institución muy anterior; pero, además de esta identificación tan necia, una gran parte de nuestra izquierda, siempre escasa de luces propias, ha jugado irresponsablemente a promover una imagen caricaturesca de nuestro pasado que impedía celebrar con buen ánimo la Fiesta de la raza, como se la llamó desde el principio, la exaltación de una poderosa unidad cultural distinta a la anglosajona, pues no de otro modo ha de entenderse el significado de la palabra raza, aunque esté hoy tan en desuso.
Esa clase de desdichados equívocos y complejos, promovidos por la izquierda y aceptados de forma insensata por buena parte de la derecha, han favorecido también el disparatado proyecto de disgregación nacional y de separación emocional que se ha llevado a cabo en estos años para desespañolizar España.
Afortunadamente, sin embargo, aquí podemos beneficiarnos de la sempiterna tendencia a la separación entre la España oficial y la España real. Mientras la España oficial sigue siendo víctima de pudorosos tiquismiquis acerca de la españolidad, los ciudadanos normales y corrientes salen a la calle al unisono y sin distinciones ni de ideología ni de procedencia geográfica cuando se trata de algo realmente importante para todos nosotros. Pocas veces ha sido más evidente la españolidad de toda España que el día de la protesta contra ETA por el asesinato de Miguel Ángel Blanco, y en otro orden de cosas, que de cualquier modo testimonian un ánimo común y un orgullo nacional intacto, las celebraciones públicas y masivas de los éxitos resonantes de nuestros deportistas ponen de manifiesto que los españoles no estamos hartos de serlo, por más que algunos hayan conseguido vivir admirablemente bien a costa del dinero de todos los españoles, gracias a esa monserga antiespañola.
La monumental crisis económica que padecemos, cuya gravedad ha sido potenciada por la insensatez y el sectarismo de este gobierno, está poniendo de manifiesto un importante conjunto de disparates que, al socaire de la democracia, han logrado disimular durante un tiempo su auténtica condición. Uno de los más notables de todos ellos es la pretensión de mantener un Estado en perpetuo régimen de adelgazamiento y sometido a un proceso continuado de deslegitimación por los intereses de minorías políticas de campanario. Se trata de un gravísimo disparate al que hay que poner inmediato remedio. Ya hemos hecho suficientes ejercicios de masoquismo como para sacar nota, y es hora de que el patriotismo español pueda manifestarse con naturalidad y con orgullo, y de que esas manifestaciones se condensen de manera natural en torno a celebraciones como la de hoy. Es necesario que un nuevo gobierno pueda invitar a los españoles a celebrar esta fiesta sin temor a que un grupo separatista le descabale el presupuesto, sin miedo a que una colla de ignorantes hipócritas y descarados vividores le llamen fascista. Recordando lo que dijo Adolfo Suárez en un magnífico discurso al comienzo de la transición, es hora de hacer normal en los despachos lo que es normal en la calle.
Estamos ahora en el final de un lento proceso de descomposición del zapaterismo, un sistema de gobierno que se ha caracterizado por lograr la mayoría parlamentaria a base de los votos de quienes desearían una España muerta, una España deshecha. Lógicamente, este gobierno no es la institución más adecuada para llamar a la celebración del orgullo nacional, aunque, movido por su astucia política, haya llevado a cabo campañas de imagen con la marca de España que si hubiesen sido desarrolladas por un gobierno distinto habrían sido tildadas de puro fascismo por sus serviciales voceros. Un presidente de gobierno que ha puesto públicamente en duda el carácter nacional de España, para reconocérselo a la quimera promovida por los separatistas catalanes, no es la persona idónea para celebrar lo que nos une y nos emociona.
La mayor preocupación de este gobierno ante la fiesta que hoy se celebra es la disminuir el volumen de los silbidos. A este efecto ha minimizado el espacio destinado al público, lo que no es sino una metáfora de la miniaturización a que ha sometido el papel de nuestras fuerzas armadas, reduciéndolas a bomberos de élite o a una ONG especializada en asuntos extranjeros. Poco cabe esperar de un gobierno como éste, pero hay que recordar que ni el Rey ni el resto de las fuerzas políticas deberían consentir la continua degradación de una Fiesta Nacional que entre todos, y por el bien de todos, habría que recuperar sin prisa, pero sin descanso.

Virtudes militares

[Patrulla Águila, del ejército del aire; imagen tomada de http://airvoila.com/patrulla-aguila-el-orgullo-espanol/]



Convaleciente como estoy, y un poco aburrido, he visto esta mañana el tradicional desfile de las fuerzas armadas con motivo de la Fiesta Nacional del 12 de octubre. La mayoría de los españoles de mi generación hicimos la mili en la época de Franco y no era muy corriente, entonces, que admirásemos las virtudes militares que, además, yo no acertaba a ver por ninguna parte, o casi por ninguna, en los servicios que hube de desempeñar.
Me parece que, aparte de divertirme bastante con muchas de las incoherencias de la milicia de aquella época, nadie se esforzó por enseñarme que las fuerzas armadas pudieran ser algo más que un instrumento del poder político, una forma de sometimiento.
Luego he cambiado mucho en mi forma de pensar en los ejércitos, hasta el punto de que he pensado varias veces que debiera haber intentado ser militar, aunque desde luego me hubieran faltado condiciones para serlo con cierta dignidad. Me parece que el militar cumple un papel social muy similar al del filósofo, aunque el de éste sea más o menos popular y el del militar esté todavía sometido al desprestigio simplista del pacifismo hipócrita que hoy es dominante.
Las fuerzas armadas son la garantía de que pueda existir un orden civil justo, de que pueda haber una patria, de que se pueda vivir en libertad. Naturalmente, cuando no lo son, se convierten en lo peor, en los ejércitos sectarios y criminales que someten a sus conciudadanos, que disimulan su condición criminal con el disfraz de un uniforme.
En esta España disparatada que ahora vivimos en la que tantas cosas andan manga por hombro, en la que casi nada es lo que parece ni lo que debiera ser, creo que es un milagro que hayan subsistido unas fuerzas armadas dignas y decentes como las españolas de hoy. Me gustaría advertir a los españoles de mañana lo mucho que se juegan en que las cosas no empeoren, en que podamos estar cada vez más orgullosos de nuestros militares, de nuestros símbolos, y de poder seguir siendo una sociedad que vive y discute bajo el amparo de la ley.

Las tradiciones de la democracia

Gracias al buen consejo de un amigo he tenido la oportunidad de ver John Adams una de esas series americanas cuya mera existencia dignifica la TV, y que aquí nadie produce, entregados al comadreo, político o, preferiblemente, de cloaca.
John Adams fue uno de los founding fathers de los Estados Unidos y el segundo presidente de la nación. No había gozado de un reconocimiento tan unánime como el de Washington, Franklin o Jefferson, su amigo y su mayor rival. Ahora, un libro de David McCullough ha resaltado la importancia del legado de Adams. Además de la lección de historia que supone, los españoles podríamos aprender muchas cosas repasando las peripecias de Adams y el cariz de sus enfrentamientos con Jefferson, el gran líder radical al que Adams logró contener y moderar.
Adams y Jefferson eran, por encima de todo, dos defensores de la independencia de la nueva nación y dos demócratas convencidos, pero discreparon profundamente sobre el ritmo que había de imprimirse al Gobierno de los Estados Unidos: Adams era un federalista al que se acusaba de monárquico y anglófilo, y Jefferson un republicano muy cercano a las ideas radicales de los revolucionarios franceses. Aunque haya que tener en cuenta que términos como republicano o federalista han cambiado profundamente de significado en estos doscientos largos años, lo esencial es que tanto Adams como Jefferson estuvieron siempre dispuestos a poner sordina a sus ideas y objetivos para anteponer los intereses de su patria. Se sabían padres de una criatura que podía malograrse y, aunque jamás renunciaron a sus ideas, supieron no olvidar que la libertad del pueblo y la unidad de la nación eran los bienes superiores a los que nunca se podría renunciar en aras de otro fin político, o de su éxito electoral. Adams resistió bravamente las presiones para entrar en guerra, para caer en las garras de la disputa franco-británica, y Jefferson mantuvo esa política cuando consiguió ser el tercer presidente de los Estados Unidos evitando la reelección de Adams.
Nuestra democracia es también joven todavía y no puede presumir de antecedentes demasiado gloriosos, porque, desde muchos puntos de vista, ha supuesto una cierta refundación de la nación, un comienzo que, como siempre ocurre, tiene que armonizar lo nuevo y lo viejo, porque España, mucho más vieja que los Estados Unidos, no es ningún invento reciente. No creo que los líderes políticos actuales hayan sabido estar siempre a la altura de la responsabilidad que esta situación les confiere.
Nuestro presidente muestra una tendencia al mesianismo que es completamente irresponsable, y su intento de reinvención de España a la luz de su exclusivo catecismo está, inevitablemente abocado al fracaso, aunque desgraciadamente, a un fracaso algo más grave y calamitoso que el mero desastre de una política equivocada. Entregado a un absurdo revisionismo del pasado, tarea que, en cualquier caso, no le corresponde y le supera, se muestra, además, extraordinariamente débil y condescendiente con quienes no hay otro remedio que considerar como enemigos de la nación española, con los terroristas, con los separatistas, o con quienes pretenden arrebatarnos parte de nuestros viejos territorios históricos, estén en la orilla que estén. No creo que sea exagerado decir que Zapatero nunca se ha propuesto ser el presidente de todos los españoles, el líder de una nación que tiene, como todas, que defenderse, y ello aunque profese una sana ambición a promover una paz justa y duradera en el mundo, propósito irreprochable donde los haya.
Por su parte, el líder de la oposición parece moverse la mayoría de las veces por resortes de escaso alcance, como si fuera un mero funcionario, como si la política fuese un engorroso negocio del que hubiere de abstenerse. Muchos detestamos la política nacional de Zapatero, pero, más allá de los tópicos para alimentar a los incondicionales, desconocemos en buena medida el alcance de los proyectos de Rajoy. Si uno obra con disimulo a la búsqueda de una deconstrucción que no se atreve a hacer enteramente explícita, el otro parece pensar que a los electores no nos interesa que se hable a fondo de los problemas políticos, y que basta con prometernos que acabará la crisis y subirá el empleo.
No se debiera pretender liderar un país tan complejo como el nuestro a base de ocultar a los electores lo que se piensa, temiendo que las ideas enajenen los votos. Adams y Jefferson enseñaron a los norteamericanos que la política consiste en un enfrentamiento a cara de perro, especialmente con los enemigos de la nación, que siempre existen. En nuestra democracia parece extenderse una tradición de disimulo que testimonia un desprecio despótico a los electores enteramente incompatible con la democracia. Tenemos mucho que aprender de los Adams y los Jefferson, si realmente pensamos que la democracia es algo más que un expediente para evitar que nos señalen con el dedo.
[Publicado en El Confidencial]

A una semana de la fiesta española

A una semana de la hazaña española parecen haberse desvanecido los ecos de esa admirable victoria, de una extraordinaria prueba de unión y de eficacia de los sentimientos y las energías comunes a todos los españoles. Los políticos se han encargado de volvernos al estado de anomalía, al enfrentamiento y la división que solo a ellos interesa. Yo sé de sobra que fútbol es fútbol, y que hay un riesgo enorme de meterse en un charco si se trata de sacar conclusiones políticas apresuradas, pero tampoco se puede ignorar que, como decía Lenín, la política empieza inevitablemente cuando aparecen las multitudes, y apenas es posible recordar algún suceso más multitudinario que el que vivieron el domingo nuestras calles y plazas.
Los españoles no teníamos, en realidad, ningún problema con el fútbol: muchos de nuestros equipos han ganado torneos de primerísimo nivel y están a la cabeza mundial en casi todos los aspectos de este deporte. La cosa parecía distinta, sin embargo, cuando jugaba el equipo de España, y un tono de mediocre desfallecimiento, de lamento vergonzante es casi lo único que se nos venía a la cabeza al recordar las pifias y fracasos de nuestra selección en contraste con los éxitos de nuestros rutilantes clubs. La gracia del fútbol de nuestros equipos se convertía en la desgracia nacional de la selección, a veces con los mismos protagonistas, con idénticos ídolos, y un dolor sordo y lacerante se apoderaba de los que eran, a la vez, aficionados y patriotas, porque algo raro parecía pasar con España. Ese panorama comenzó a cambiar hace dos años con el cetro europeo y la evidencia de que Luis había conseguido dotar al equipo nacional de una identidad y ambición inéditas, porque la calidad era evidente en todos y cada uno de sus miembros. El cambio del vitriólico Luis al sosegado Del Bosque pudo parecer que amenazaba al nervio de un equipo en el que el técnico salmantino había introducido algunas ligeras variantes, y el mundo del fútbol, que es pasto de polémicas inagotables, se entregó con pasión a discutir sobre abstrusas doctrinas estratégicas.
El triunfo del pasado domingo se llevó esas metafísicas al limbo, donde debieran permanecer, y nos entregó la maravillosa sorpresa de un equipo que ha sabido sobreponerse a todas las triquiñuelas del fútbol, que ha sabido imponer su indiscutible calidad, su sabia manera de defender y su portentoso domino del balón, para mandar a casa a unos holandeses crecidos, muy buenos y dispuestos a emplear toda clase de recursos, futbolísticos y de cualquier otro tipo.
Su sacrificio ha permitido que, como de repente, muchos hayan recordado su condición de españoles asociada con algo de que sentirse orgullosos, con una victoria más allá de cualquier duda, nítida, limpia, honrada. España ha estallado en gente que lloraba y se abrazaba, que se ponía su bandera con orgullo, es decir que había ocurrido algo realmente extraordinario, una manifestación sensible de la unidad y el brío de una nación que ni es discutible ni está muerta o descompuesta. El maravilloso juego de los nuestros ha hecho que brote con naturalidad, y hasta en los parajes más hostiles, un españolismo limpio, sin vergüenzas, que no excluye a nadie y que cuenta con todos, una realidad que tratan de reprimir, muy en vano, políticos de campanario, personajes mediocres, almas mezquinas y necias incapaces de gozar del placer de compartir, de amar la diversidad, mastuerzos empeñados en uniformar a un paisanaje que se resiste al paso de la oca, pero que vibra con el talento, con los equipos que saben maridar el genio individual y los intereses comunes de todos ellos.
En medio de las celebraciones, de los infinitos abrazos y lágrimas de estos genios del balón, dos de ellos, un catalán de la Pobla de Segur, y un charnego de Tarrasa, se abrazaron y corrieron por el campo con una senyera, con la bandera catalana. Pronto escuche comentarios reticentes en algún medio, pero a mí me pareció un ejemplo hermoso de amor a lo propio, de homenaje a esa Cataluña que ha aportado a un importantísimo número de jugadores al equipo de todos: ¿es que acaso Cataluña no es España? Me pareció admirable que hayan hecho ese gesto con libertad y alegría, reivindicando su doble condición de catalanes y de españoles. No hay nadie que sea sólo español. España es un piélago de diversidad, como suelen serlo, por otra parte, países de extensión similar. El equipo nacional tiene, como no puede ser de otro modo, jugadores asturianos, madrileños, catalanes, navarros, canarios, andaluces… ¿A quién puede extrañarle?
Unos artistas del balón han venido a liberarnos, al tiempo, de nuestros complejos nacional-futbolísticos y nacional-políticos. Tanto el domingo como el lunes se pudo asomar a la calle una España sin complejos, sin rencor, sin masoquismo histórico, una España que no quiere disminuir sino crecer, una España de todos. Se trata de una espectáculo que la mezquindad política habitual no puede consentir, que pugnará por reducir a una ilusión, a una mentira. Las emociones en vena requieren una digestión lenta y sus efectos son más visibles a largo que a corto plazo: evidentemente no van a cesar con esto los absurdos enfrentamientos que promueven los políticos, puesto que de ellos se lucran y muchos quedarían en nada sin ellos, pero, como dijo Iniesta al acabar el partido, todavía no se sabe bien la que han armado.

Más que fútbol: anatomía de un entusiasmo

Una cosa que parece indiscutible es que las hazañas de la selección española han tenido a muchísimos españoles en vilo. El fútbol tiene esa rara habilidad de concitar multitudes sin que hagan ascos los exquisitos, aunque siempre haya un margen para el desentendimiento de los muy raros. Por su fuerza descomunal, el fútbol logra que la mayoría de la gente goce de lo lindo cuando se imagina con el 7 de Villa, el 9 de Torres, el 6 de Iniesta, el 3 de Piqué, o con los guantes de Casillas.
En Sudáfrica, el equipo español no solo ha logrado un éxito inédito en lo deportivo, sino que ha reavivado un fenómeno que ya vivimos hace dos años cuando ganaron el campeonato de Europa. Hay que reconocer que es raro ver a los españoles unánimes en algo, y si me apuran, es más raro aún que esa unanimidad se forje en torno al fútbol. El fútbol es indiscernible de la polémica, del odio teológico, de manera que ver a un madridista, por ejemplo un servidor, aplaudiendo con rabia el gol de Puyol a Alemania tiene algo de extraordinario, sobre todo si el madridista recuerda, como es mi caso, que ese gol es un calco milimétrico de uno de los de la media docena, y no digo más.
Resulta que el fútbol nos ha venido a recordar lo que tenemos de común, que somos españoles. Sucede que la gente, sobre todo los jóvenes, más ajenos a tantas absurdas enfermedades que algunos se empeñan en cultivar, gritan con fuerza su condición y se abrazan emocionados. Ocurre que las banderas aparecen como setas en las ventanas, en los coches, casi como si estuviésemos en Estados Unidos o en Méjico. Se trata de un fenómeno que está lleno de interés, sin duda. Muchos lo interpretan como un españolismo coyuntural, como lluvia de verano, pero seguramente es más exacto decir que el fútbol permite que se asome sin vergüenza un sentimiento hoscamente reprimido, un amor atávico y condenado a prisión por una nube de políticos mezquinos y mentecatos.
España es infinitamente amable, pero está sometida a una propaganda, primitiva y necia pero eficaz. Que si España no existe, que si España es el franquismo, que si España es la Inquisición, que si España exterminó a los indios, que si España es Castilla, que si España es lo peor, que si España es una vergüenza, que si España es un invento… qué sé yo. Hay legiones de burócratas, no son otra cosa, que viven de sacar brillo a uno de los mitos más masoquistas y estúpidos que quepa imaginar, a un mantra que, sin embargo, lo decía el corrosivo Azaña, ha cundido, porque, para nuestra desgracia, en España se propagan con enorme eficacia las tonterías más solemnes.
En estas estábamos cuando unos chavales bien viajados, habilísimos profesionales, se ponen a hacer un fútbol que encandila incluso a los que no entienden del asunto, que son más de los que parece, un fútbol que entra por los ojos, que hace gritar de entusiasmo, que enamora. Y resulta que ese equipo es España, mira por dónde. Y aunque algunos aviesos tuercebotas hayan intentado rebajar el entusiasmo con la paletada esa de la roja, la gente sale a la calle, habla sin tapujos de lo que siente, se olvida de las consignas políticas de vía estrecha y se emociona con nuestro equipo, con nuestro himno, con la bandera, con España. Los jefecillos de las tribus separatistas, los que se ganan algo más que el jornal a base de humillarnos a todos, se ven en un apuro. Tratan de excogitar soluciones ingeniosas, dicen que ellos van con Honduras o que tienen una prima brasileña, pero se les acabaron las excusas. Donde pueden se niegan a instalar pantallas para que la gente se extasíe viendo a los nuestros hacer maravillas, pero se tienen que esconder hasta que la marejada amaine. La cosa va para largo, sin embargo, porque en estos asuntos, como decía Don Quijote, más obran los ejemplos que las buenas razones, y, no va a ser fácil olvidar que juntos podemos hacer cosas que ni nos atrevíamos a imaginar.
Lo que va a quedar en el corazón de millones de españoles les hará sentir un infinito hartazgo de las triquiñuelas de quienes quieren vivir a nuestra costa, a base de avergonzarnos, a base de enfrentarnos a lo más ruin de nuestra historia, a lo que tenemos derecho a olvidar para afrontar batallas reales y que realmente merezcan la pena. Son ya muchos los españoles que han demostrado por el mundo adelante que no tienen ninguna razón para ceder ante los mejores en ninguna profesión, en ningún negocio, en ninguna aventura. Ahora ha sido el fútbol, una de las pasiones que más nos solivianta, lo que nos ha mostrado lo que valemos, y habrá que poner en su sitio a los que viven de dividirnos, porque los españoles juntos somos más, somos mejores, somos distintos. Como quería Machado, a España la defiende el pueblo frente a la traición vergonzosa de muchos de sus políticos, y el éxito de nuestros futbolistas, de Albacete, de Tolosa, de Asturias o de La Pobla de Segur es un signo que ilumina nuestro futuro.
[Publicado en La Gaceta]

La inmolación

En términos políticos lo que se le pide a Zapatero significa su inmolación, algo más que la confirmación de que ya es cadáver. La verdadera pregunta es si Zapatero será capaz de un último sacrificio por su país y por su partido, de gobernar poniendo en práctica las duras medidas que no hay más remedio que adoptar. Ni siquiera Zapatero, que supongo seguirá siendo optimista, será capaz de imaginar que pueda sobrevivir políticamente a un trance tan desairado, tan rotundamente contrario a cuanto ha querido significar, a lo que se ha obstinado en prometer, a lo que se imaginaba capaz de ofrecer. No hay forma de saber cómo se adaptará a esta prueba de fuego que solo puede terminar con el presidente churruscado, haga lo que haga; si se deja, porque se deja, y si tratase de evitarlo porque añadiría el escarnio y el ridículo sumo a una derrota tan severa. Es posible que sea capaz de una cierta grandeza, un poco a la manera de quienes saben que su vida va a acabar en fecha fija y temprana. El caso contrario, supondría el reconocimiento de que estamos ante un Houdini de la política, un caso extremadamente improbable. Es mucho lo que hay que esperar de quienes le rodean, que sepan llevar el duelo con dignidad, que acierten a evitar dolores inútiles, lances de opereta. Pronto se verá.

De la genialidad al bodrio

Hace unos días discutía con unos amigos, izquierdistas ellos, sobre lo que estimaban mi falta de patriotismo (así están las cosas) por no ensalzar adecuadamente la última película de Almodóvar, o la cosa feminista y ternurista de Amenabar a costa de Hipatia. Me defendí como pude, porque aunque escribí un libro sobre el asunto, hace años (en el 2002), me parece que estos amigos eran menos patriotas entonces que ahora.

Les dije que una cosa era ser patriota, y otra fanático, y que me temía que cayésemos en el error de suponer que el que hace una obra estimable, incluso genial, vaya a estar siempre a la misma altura. Viene esto a cuento porque ayer asistí con gran incomodidad a lo que me pareció un bodrio mediano de uno de los directores de cine a los que más admiro. Me refiero a Shutter Island, de Martin Scorsese. Mi admiración por Scorsese es lo suficientemente grande como para haber soportado esta aburrida y pretenciosa película con la sospecha de si no seré yo un tonto de baba incapaz de comprender las sublimidades del genio. Si me hubiese aburrido menos de lo que me aburrí, volvería a verla para decidir con más fundamento, pero dado que empiezo a pensar que me quedan menos días de los que quisiera, me abstendré y seguiré pensando que al maestro le ha salido un borrón. Tampoco sería el primero, por cierto, porque me parece que la genialidad de Uno de los nuestros, de Casino o de La edad de la inocencia, no aparece para nada en la película sobre Howard Hughes o en Gangsters de Nueva York. En esto de las artes, y en especial en cine, no hay nadie que sea siempre perfecto, ni siquiera John Ford, Billy Wilder o Clint Eastwood.

Quizá sea imposible hacer nada realmente bueno sobre la locura; los antecedentes de naufragio con estas temáticas son muy ilustres, aunque siempre han tenido buena acogida popular, como seguramente pasará con esta historia engañosa y sin nervio. Scorsese ya se perdió con las escenas oníricas de su Aviador, otra vez con Di Caprio por medio, pero tampoco me gustaron la famosa Alguien voló sobre el nido del cuco, ni siquiera Shock Corridor, que ha sido de lo más honesto que se ha hecho sobre el asunto, a mi modesto entender, y con la que la película de Scorsese tiene varias deudas, y algún homenaje obvio. Tal quien mejor se haya defendido sobre la locura sea Kubrick, con La naranja mecánica y con El resplandor, pero, insisto, a Scorsese no le ha salido muy allá, aunque, no quepa dudar de que, en general, haga un cine espléndido.

La «devotio iberica»

La especial fidelidad a sus jefes de algunos soldados iberos llamó la atención de los cronistas romanos; se trataba de un sistema similar a la clientela romana, un pacto de mutua protección entre un poderoso y quienes le defendían, y se lucraban de sus favores.

Eso que producía admiración se ha convertido en un vicio muy hispano en la política, y es una de las trabas más serias que se puedan poner al desarrollo de una democracia, de los valores morales que debiera promover. El devoto de su líder está íntimamente corrompido porque no atiende a razones, ni tiene otro interés que el mantenimiento de su status y el de su jefe. Estrictamente hablando, no representa a nadie, aunque haya sido elegido por los ciudadanos. Solo se defiende a sí mismo y a sus intereses, a través de la prostitución de su lealtad al partido, y a sus ideas, en una lealtad ciega a lo que su jefe decida en cada caso. Para estos tales no existe otro bien que el propio y eso sirve para justificar cualquier mentira, cualquier inmoralidad, cualquier traición y, desde luego, el completo olvido de los intereses de la patria.

No hay expresión más significativa de ese fenómeno que el llamado patriotismo de partido, el hábito de anteponer los intereses, electorales y de cualquier otro tipo, a toda consideración del género que fuere. Quienes así se comportan corrompen desde la raíz los fundamentos de la democracia, secuestran la soberanía popular y traicionan a la libertad, a la democracia, a sus electores y al conjunto de la sociedad.

Mariano Rajoy ha recordado a los diputados del PSOE que sus obligaciones con los españoles están por encima de la lealtad al presidente que han elegido. Me temo que se tratará de un recordatorio inútil, además de que desconozco la autoridad moral de Rajoy para pedir algo como eso, cuando él ha fomentado entre los suyos exactamente lo contrario, por ejemplo cuando controló desde arriba y en su exclusivo beneficio el bochornoso Congreso de Valencia.

Los españoles tenemos un problema con la devotio iberica, con la forma en que la entienden los partidos políticos y nuestra democracia será estéril mientras no se pueda romper ese pacto contra natura y contra la democracia misma. Con el cuento de la disciplina de voto la política española se ha instalado en un inmovilismo estéril y muy peligroso cuando, como ahora, es imperativo que las cosas cambien.

La anomalía española

Una de las cargas más pesadas que ha debido soportar durante tiempo la autoconciencia de los españoles ha sido, precisamente, la de considerarnos un caso especial, y desgraciado, en la historia de las modernas naciones europeas. Un acierto de la transición, y del notable trabajo de los historiadores en ese período, fue que aprendiésemos a considerarnos como parte de un espacio de normalidad, a reconocer que las vacilaciones y errores de nuestra historia social y política también habían sido comunes en nuestro entorno. Vinieron después unos años de prosperidad en los que España pareció empezar una andadura ejemplar, pero fueron años breves tras los que se volvió al despeñadero de la memoria histórica e, inmediatamente, al fracaso económico.

Tal vez no sean rigurosamente indisolubles los empeños por desollar la conciencia del pasado y los errores de política económica, pero ahora forman un bloque berroqueño que supone que nuestro destino consista en soportar una conciencia inmaculada, y una pobreza secular. El caso es que, sea o no cierto el análisis precedente, hemos venido a dar en una situación en que, junto al ahondamiento de una división civil, política y territorial que bien podríamos haber abandonado para siempre, padecemos una crisis económica que se resiste inmisericorde a los exorcismos de un gobierno biempensante, sometido a un ataque agudo de verborrea e improvisación, y que trata los fenómenos económicos como si fueran maldiciones de un enemigo cruel y malévolo, envidioso de nuestra inocencia y rectitud moral.

De nuevo, pues, volvemos a añorar una cierta normalidad política que parece estarnos vedada. Querríamos ser como Alemania o Francia, países en que el gobierno (y la oposición) tienen claro que hay algo que está por encima de sus respectivas ensoñaciones ideológicas, a saber, el interés de la nación. Estas gentes de allende el Pirineo son capaces de olvidarse de sus diferencias cuando se insinúa un enemigo común, mientras que nosotros permanecemos fieles a nuestras esencias mientras el paro, la destrucción, la descomposición social y el hambre avanzan.

Ante una situación como ésta, caben básicamente dos actitudes. La primera de ellas, típicamente española, es la de hacer una objeción a la totalidad: condenar el sistema, lamentar nuestro sino, y echarse a llorar. No seré yo quien niegue que el sistema tenga defectos, los tiene, y no son pequeños; pero, para tratar de arreglarlos, hay que partir de la realidad, no de las ensoñaciones, de donde estamos, no de donde nos gustaría estar.

Hay otra actitud que me parece más inteligente. Hay que preguntarse, en primer lugar, quién es el primer responsable de lo que pasa, averiguar, como escribió Vargas Llosa, “cuándo comenzó a joderse el Perú”. No hay que saberlo por espíritu de venganza, sino por sentido común, porque allí dónde se tomó el mal camino hay que empezar a desandarlo, y si el que cogió el estandarte e indicó el rumbo no rectifica, ya sabemos lo que hay que hacer con él. Traduciendo todo esto a la peripecia política, lo que quiere decir es que hay que exigir de Zapatero una rectificación en toda regla, lo que debería traducirse, necesariamente, en una de estas opciones: la dimisión del jefe de gobierno, la convocatoria de elecciones, o la formación de un gobierno nuevo mediante el pacto político de los partidos o la moción de censura constructiva.

Muchos pensarán que nada de esto va a hacerse y que en eso consiste precisamente el defecto del sistema, en que no deja salidas frente a situaciones de excepción. Pero se equivocan: sí que hay salidas, lo que ocurre es que el interés miope del gobierno y de su presidente, trata de resistir como pueda a ver si, de manera milagrosa, las cosas se arreglan o se lleva las culpas cualquiera que pase por allí. La principal responsabilidad está en las filas del PSOE que son las que pueden impulsar a Zapatero a hacer aquello que no quiere hacer. Es posible que no lo consigan, pero deberán tener muy claro que el precio que pagarán será muy alto, un país que no les perdonará por mucho tiempo, ni su ceguera, ni su egoísmo.

Quienes traten de negar que la situación sea de excepción deberían tener por suficientes una serie objetiva de datos: el crecimiento imparable del desempleo, la parálisis económica, el déficit y el crecimiento de la deuda, la inquietud de nuestros socios europeos por nuestro caso, la actitud del Rey, tal vez inequívoca, pero chapuceramente ejecutada, la desesperanza de los ciudadanos y su rechazo de las razones y querellas de los políticos, etc.

Nuestra anomalía consiste, únicamente, en haber elegido políticos mediocres, en habernos dejado seducir por malas razones, en haber creído en que podríamos seguir atando los perros con longaniza. Ya sabemos que no es así. No incurramos en arbitrismos, en milagrerías. Hay que exigir a los políticos que cumplan con su deber hacia España, hacia nosotros. Sabemos cómo hacerlo, porque no podrán engañar a todos para siempre.

[Publicado en El Confidencial]

Antonio Fontán, nobleza obliga

Al saber del fallecimiento de Fontán, me asaltan unos versos de Rubén Darío a propósito de Machado, otro Antonio sevillano: “Fuera pastor de mil leones /y de corderos a la vez”. La personalidad de Fontán era, en efecto, muy poliédrica, aunque estaba presidida por un fondo de seriedad y de lealtad que no le abandonó nunca en sus empresas. Fontán fue, en primer lugar un intelectual riguroso, autor de un número muy alto de trabajos históricos y filológicos, llenos de interés por su erudición, su curiosidad y su talento. El último de sus libros, Príncipes y humanistas, está repleto de intención, de sabiduría: un tema arcano se convierte en una reflexión sobre la vida llena de interés, de sugerencias, de actualidad incluso.

Ser un latinista competente es argumento suficiente para una vida plena, pero Fontán supo ser más, sin dejar de ser de los mejores en lo suyo. Aunque a él no le gustase oírlo, Fontán era un español bastante raro, un tipo tan alejado de la improvisación y la chapuza como uno pueda imaginar. Además de un erudito de primer nivel, fue un extraordinario periodista que encabezó varias iniciativas históricas. Fue el alma del diario Madrid, un intento insólito de forzar la libertad política en el seno de un régimen que se resistía a perder los controles. Es pasmoso que un académico haya podido ser, un hombre de acción tan eficaz y constante. Su tarea periodística le abocó a la política de una manera natural, pero como un ejercicio de patriotismo, de lealtad al pasado y al futuro de una España a la que amaba hondamente, y para la que siempre procuró lo mejor. Los españoles, fieles a nuestra ceguera, no hemos sabido reconocer sus méritos de una manera adecuada, aunque el marquesado de Guadalcanal, de modo tardío, ha atenuado un poco esa injusticia.

Como político era ambicioso y tranquilo, astuto e ingenuo. La política fue algo que había que hacer, pero con lo que era mejor no perder la cabeza, un riesgo al que siempre están expuestas testas menos sólidas que la suya. Supo retirarse a segundo plano cuando entendió que había cumplido su misión, y concentrarse en esas tareas que no se pueden abandonar. Son muchos los que han aprendido a su vera, los que le han acompañado en sus ambiciones e ilusiones y ha sabido dejar en ellos una semilla de nobleza, de desinterés, de pasión por lo que vale la pena. Era muy notable ver la atención que dedicaba a cualquiera que tuviera algo que decirle, siendo como era uno de los españoles con mejor criterio e información del último medio siglo.

Fontán ha sido todo lo que fue desde un fondo que puede parecer contradictorio: un genuino liberal, una mente abierta, tolerante, capaz de valorar cuanto de bueno hay en este mundo y, a la vez, un hombre profundamente cristiano, dedicado discretamente a hacer el bien y a vivir su fe y su esperanza. Creo que puede decirse de él, sin irreverencia, lo que el evangelio de San Marcos dice del Maestro: Omnia bene fecit, todo lo hizo bien.

[Publicado en La Gaceta]