Caput Hispaniae

Los sucesos de Barcelona tienen un inconfundible aire hispánico, mal que les pese a los muy catalanistas que se imaginan no españoles, y, con ello, dan, a su manera, una potente muestra de la españolía más rancia. Repasemos lo de Barcelona y díganme si no recuerda la España más negra, las escenas terribles de los desastres goyescos. Para empezar un President que no se atreve a entrar al Parlamento como debiera, y cruza la calle en helicóptero, sin que le importe que un diputado de a píe, y ciego por más señas, haga el mismo recorrido acompañado de su perro guía, exponiéndose a que los revolucionarios le arrebaten el can, cosa que no ocurrió de milagro. Siempre ha habido clases en Barcelona, el President por los aires, el ciego a calcetín y perro. La férrea jerarquía de la partitocracia distingue con nitidez entre la seguridad del baranda y la protección a un mero comparsa, a una figura de reparto. Cobardía y ostentación en un mismo acto, no se puede pedir mayor ridículo a una escena pretenciosa que explica por si sola el distanciamiento de la gente.
De los activistas, no digamos nada, forman parte de nuestras más recias tradiciones de ignorantes y atrevidos, de coléricos sin tasa, de arbitristas borrachos y consentidos. ¡Qué espectáculo!
El Chromebook ya está aquí

De la lucecita de El Pardo al «sabelotodo»

Lo siento por mis amigos socialistas, que los tengo, y por todos nosotros, pero lo del sabelotodo Zapatero recuerda cada vez más al camelo de la lucecita de El Pardo que le daba serenidad a Arias Navarro; según él,  mientras Franco respirase, todo estaría a salvo, y eso es exactamente lo que ha dicho Bono, buena pieza, que conoce probablemente mejor que nadie las desdichadas debilidades de los españolitos de a píe.
Da igual que Zapatero anuncie que no se presentará a las próximas generales, lo que, a la hora que escribo, es probable, pero no seguro, lo decisivo es que el destino de un país, y por supuesto el de su partido, dependerá, en buena medida, de una mera decisión personal y eso no parece muy razonable.
Cuando se diseñó la democracia española, se hizo un diseño excesivamente ideológico y jurídico, lo que fue casi inevitable, porque carecíamos de experiencia al respecto y, aunque pudiésemos copiar, como se hizo, no teníamos idea de cómo funcionarían las cosas. Ahora es distinto. Ahora sabemos claramente, por ejemplo, que la partitocracia es una amenaza real y muy peligrosa, y que el caudillismo no nos ha dejado nunca del todo. Desde el más conservador al más izquierdista de nuestros líderes han pulsado a fondo la tecla caudillista por la sencilla razón de que no existe límite legal a sus mandatos, algo que debería existir. Ya que no somos una república, lo que arreglaría algunas cosas, con bastantes menos riesgos que los que presume la propaganda, deberíamos establecer una limitación de dos mandatos tanto para el presidente del Gobierno como para los presidentes de los partidos y los presidentes regionales. Esa simple medida cambiaría las reglas de juego y aumentaría la competencia, suavizaría y facilitaría las alternancias y, aunque diese lugar a algo más de jaleo, creo que sería beneficioso aprender a convivir con ello: la democracia no se debiera confundir con el ordeno y mando y eso es lo que ahora pasa con los hiperliderazgos. 
La verdad sobre Google y Apple

La España disparatada


Al menos desde el Goya de los sueños de la razón existe una tradición crítica que subraya la condición disparatada de buen número de fenómenos típicos de la vida española. Tengo para mi que la razón es que España, como Italia, y a pesar de todos los pesares, es un viejo país que las ha visto de todos los colores y que está sobradamente curado de espanto como para pretender que nuestros males se arreglen conforme a alguna especie de canon; de este modo, parece que preferimos que las cosas sigan como están, por absurdas que sean, porque, nunca se sabe que ocurriría si tratásemos de conducirlas al redil de lo razonable.  No en vano uno de nuestros héroes literarios es un loco ilustre y risible que siempre acaba peor parado que el prudente Sancho, alguien que jamás se metería dónde no le llamaran  y que, además, cuando lo hace, en la Ínsula Barataria, queda curado para siempre de cualquier ambición, de la menor tentación de inmiscuirse en lo que no le importa. Lo que me parece más sorprendente es que los años de democracia no hayan mejorado apenas este aspecto de nuestra vida colectiva, de manera que seguimos tolerando disparates con tanta resignación y mansedumbre como en los mejores tiempos, como si los costos del disparate lo pagase el Rey o alguien tan exento de responsabilidades como el monarca. Nos limitamos a ser, tras treinta años de democracia formal, disciplinados espectadores de lo que otros decidan y apenas se nos alcanza que tengamos alguna vela en este entierro.
Decía Azaña que, entre españoles, la mejor manera de ocultar cualquier cosa era escribirla en un libro, pero ahora podrían ponerse ejemplos todavía más sabrosos. A propósito del 23F, el Rey, sin ir más lejos, ha declarado públicamente con apenas semanas de intervalo, que él todavía no sabe lo qué pasó, para afirmar luego que ya se sabe todo y que lo que no se sabe se inventa.  Es obvio que Don Juan Carlos no trataba de sentar plaza de historiador, pero no deja de ser estupefaciente que dos afirmaciones como esas puedan hacerse de manera tan seguida, tal vez dependiendo del auditorio. El caso es que los españoles seguimos sin prestarle gran atención a las ideas, a esos asuntos de que se ocupan gentes generalmente ridículas y de aspecto miserable. Nosotros al negocio, que es lo nuestro.
Para que no se crea que hablo a humo de pajas me limitaré a proponer algunos ejemplos recientes, sacados de la prensa de esta semana, cosas que pasan y son absolutamente disparatadas pero a las que nadie parece prestar la menor atención. Según noticia de hoy mismo, los grandes directivos del Ibex se suben un 20% de media el sueldo, lo que es seguro que tendrá unos efectos muy positivos en una sociedad que se encuentra necesitada de noticias optimistas como la que acabo de recordarles, y a la espera de que en breve les ocurra lo propio. Imagino que muchos lectores estarán pensando que a qué me meto en lo que cada cual hace con su dinero, pero me parece que la cosa no es tan simple. El día que vea a Telefónica, a Telecinco, o a Iberdrola competir en un mercado verdaderamente libre, apenas tendré algo que decir, pero mientras sus actividades, sus tarifas, y sus suculentos beneficios, sigan dependiendo de favores y privilegios me parece que esa ostentación está ligeramente de más. Al tiempo, el Gobierno se pone ahorrativo y nos recorta diez kilometritos en la velocidad máxima, algo que a Zapatero le parece nimio, como le parecerá ocioso interesarse por el incremento de las retribuciones a los barandas de nuestras multinacionales.
Hoy también se ha sabido lo que va a pasar con los controladores, esos individuos que según Pepiño y Rubalcaba pusieron en riesgo al país y merecieron la declaración de un estado de alarma, pues bien el laudo les deja con unos 200.000 euros anuales, un salario digno, como se ve, mientras hay cirujanos, ingenieros, profesores o investigadores que apenas llegan a la centésima parte de ese sueldecito, para que no se niegue que estamos en una sociedad en la que, como dice la Constitución, se premia la competencia y el mérito.
Hay partidos que se dedican a proteger a sus corruptos para que no se piense mal del conjunto de los políticos, sindicatos que no reconocen los derechos laborales de sus contratados, subvenciones y premios a películas que nunca verá nadie, dinero a troche y moche para las cosas más absurdas y rescindibles mientras se estruja el bolsillo de los que trabajan por cuenta ajena, que son personas de bien y de natural solidario y que, además, no suelen caer en la cuenta de que esas chirigotas se pagan con sus dineros. Hace poco hemos celebrado un episodio grotesco, el 23F como si se tratase de una gran hazaña, de un motivo de gloria, claro que Bono también quiso ponerse una medalla por lo rápidamente que había salido corriendo de Irak. Esta España del disparate debería desaparecer, pero los que podrían lograrlo prefieren seguir gozando del espectáculo, sin ahorrar gastos.
[Publicado en El Confidencial]

Cuando escribir es siempre reeescribir


A propósito del 23 F se han escrito estos días muchas cosas, la mayoría, como es natural, bastante oportunistas y prescindibles. Una de las que se salva de la quema, con mucho, es el comentario de El Escorpión, el blog de Alejandro Gándara, lleno de inteligencia y buen olfato. Se plantea Gándara dos cosas, una muy general, si las conmemoraciones son formas de reescritura, y otra más particular y enormemente pertinente, la razón de que se conmemore tanto un hecho desdichado.
Respecto a la primera cuestión, lo que hay que decir es que la historia es siempre reescritura y que es solo una mala imagen la que nos ha hecho leer reescritura como sinónimo de deformación. No hay tal. El pasado no es tan objetivo e indeformable como parece a primera vista, entre otras poderosas razones porque siempre está cambiando, el pasado de ayer no será nunca el pasado de mañana, porque el transcurso del hoy lo altera de manera permanente. Esto no milita contra el obligado empeño de una cierta objetividad a la hora de narrar a historia, pero el pasado no se libra del efecto insobornable del tiempo que también lo cambia, pero en fin esto no es lo que más importa respecto a la fecha conmemorada.
La verdadera cuestión es cómo se ha convertido el recuerdo de un tramo bochornoso de nuestra historia reciente en un motivo de alborozo. Gándara apunta que, aunque se pretenda conmemorar la victoria de la democracia, lo que en realidad se celebra es el éxito de esta situación que nos gusta tan poco a tantos. Yo creo que lo que Alejandro Gándara pone de manifiesto es muy importante, y además se descubre mediante el sesgo freudiano que él, muy acertadamente, denuncia. Lo que se celebra es el monopolio, y eso apenas tiene que ver con la democracia, ni ayer, ni, muchísimo menos, hoy.

¡Que difícil es todo!


El libro sobre Adolfo Suárez que les recomendé ayer mismo, y del que he devorado ya casi la mitad de las páginas, al ritmo de lectura que impone su interés, al menos para quienes fuimos testigos, y algo así como actores de reparto en esa época, me está haciendo pensar insistentemente en la que ahora vivimos, y no necesariamente por contraste. Cuando Juan Francisco Fuentes narra las dificultades que se hubieron de superar para encajar a Suárez en las listas del Centro Democrático, que él siempre prefirió llamar Unión, como se acabó conociendo,  recoge una luminosa, y pesimista, me parece, reflexión de Suárez cuando discrepaba con los que luego conoceríamos como barones porque no creía para nada en los partidos, porque creía que todo lo que había que hacer podía ser hecho, y únicamente podía hacerse así, por un escogido grupo de dirigentes. Ahí encontramos el retrato al desnudo de lo que hoy son los partidos: uno que manda, unos pocos amigos y, el resto, escenografía, gutapercha. Lo único que ha cambiado efectivamente desde el diagnóstico suarista es el hecho de que ahora hay más partidos, por ejemplo, el de Camps, sin ir más lejos, pero todo sigue igual. No quisiera ser derrotista, pero esto tiene realmente poco que ver con cualquier cosa parecida a la democracia, ¡qué se le va a hacer!
Los partidos no son, por supuesto, los únicos responsables de que esto suceda, porque, como muy bien observó ya Montesquieu, “es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él”, de manera que son los ciudadanos que se dejan mangonear los que hacen que las democracias sean ineficientes.
No creo que quepa discutir que algo de esto es lo que nos está pasando, y que no es fácil arreglarlo. Algunos, exageran sin duda, sueñan con que haya por aquí quienes se levanten al modo norteafricano frente a la partitocracia. La solución, muy por el contrario, está en la participación, en entrar en política, en influir y crear opinión, algo que, aunque parezca difícil, y lo es, está, sin embargo a nuestro alcance.
Hace meses he tenido una experiencia que me pareció prometedora y me temo acabe siendo muy frustrante: entré en contacto con un grupo muy selecto de ejecutivos, empresarios, profesionales brillantes muy críticos con la situación que se reunían con frecuencia para despotricar . Cuando les dije que no bastaba con criticar, que había que hacer algo, muchos de ellos se pusieron manos a la obra, pero, al poco, el peso del día y el calor como dice el Evangelio, les llevó a quitar la mano del arado con la disculpa muy legítima y muy razonable de que ninguno de ellos tenía el tiempo que se necesita para hacer algo como eso. Yo estoy tratando de encontrar para ese grupo meritísimo un mínimo de acción compatible con su compromisos, pero si nadie pudiese hacer otra cosa que ocuparse de lo suyo, ya me dirán cómo vamos a lograr que los políticos no se excedan y, además de hacer lo suyo, nos arrebaten lo nuestro.


La neura contra los e-book

Listas de tránsfugas y corruptos

La vuelta a las listas socialistas para la alcaldía de Benidorm de los que abandonaron aparentemente el PSOE para hacerse con la alcaldía, muestra con toda evidencia el nulo aprecio de ese partido por la ética, la idoneidad y la coherencia. Los socialistas van a los suyo, al interés de su organización y de quienes de ella viven. La sordidez de la política es cada vez mayor, y hace falta una ingenuidad rayana en el delirio para seguir creyendo que se pueda esperar de los partidos algo que se justifique porque convenga a todos, si no les favorece a ellos. El despilfarro del Senado en traducciones inútiles es otra muestra del alejamiento de los políticos del buen sentido, del descaro con el que imponen lo que en cada caso les conviene aunque resulte ridículo, obsceno y perjudicial. En el caso de Benidorm, fueron unánimes los dirigentes socialistas en decir de todas las maneras posibles que sería impensable que pudiera suceder lo que ahora acaba de ocurrir, pero era tan evidente que la maniobra para desalojar al PP de la alcaldía había sido orquestada por el clan de Pajín, su madre, su padre y las personas a su servicio, que lo único que asombraba de tales declaraciones era su inagotable cinismo.
El transfuguismo es, en realidad, un vicio del sistema, una consecuencia de que los partidos no cumplan con su función, de que sus dirigentes no representen a sus votantes sino que, por una serie de mecanismos inverosímiles, se hayan convertido en pequeños dictadores que imponen sus conveniencias a los electores. Nada de esto tendrá arreglo hasta que cese el ciego fanatismo de millones de electores que siguen votando a sus representantes aunque sean delincuentes reconocidos, con la presumible excusa de que, puestos a robar, prefieren que sean los suyos quienes lo hagan.
El transfuguismo es una de las muchas caras de la corrupción, la prueba de que muchos políticos no piensan en otra cosa que en llenarse los bolsillos cuanto antes. La increíble tolerancia de una Justicia politizada, lenta y miope, hace que se sientan seguros de que nada vaya a ocurrirles, porque, además, gozarán de la protección de sus máximos dirigentes que, con tal de negar que la corrupción les afecta, serían capaces de cualquier cosa, de mantener en sus candidaturas, por ejemplo, según datos que publicó ayer Gaceta, a decenas de candidatos procesados. Los cuadros más altos del PSOE pregonan que no admiten a corruptos, pero en Ronda, en Denia, en Ibiza, en Torrox, en Estepona, en Melilla, en Elche, en Cartaya, en Jerez de la Frontera, en Ávila, en Plasencia, en San Fernando de Henares, en Llanes, por citar solo los casos de que da noticia el periódico, hay personas en sus listas que han mercido las pesquisas de los jueces, pese a la levedad con la que la justicia consideran esta clase de conductas contra el interés público. Lo mismo se podría decir de algunos casos del PP, porque, aunque su número sea considerablemente menor, el partido también prefiere casi siempre defender su honorabilidad con el frágil tamiz de la justicia que promover a personas cuya decencia conste de manera inequívoca.
Se trata de cosas que deberían cambiar porque están manchando de manera irresponsable a la democracia, pero para ello haría falta que los partidos abandonasen la moral de mafia, y se decidiesen a trabajar de verdad por el bien común, por la decencia, la ejemplaridad y el mérito, un escenario en el que no sobrevivirían esas mediocridades que se han adueñado de tantos aparatos de poder.

El disparate como sistema

Los inicios de la democracia en España supusieron un gigantesco intento de normalización que fue seguido con cierto interés en todo el mundo. No solo se trataba de hacer que fuese normal en la política lo que era normal en la calle, según la fórmula que empleó en su momento Adolfo Suárez, sino de hacer que en España dejase de existir un régimen extravagante y comenzásemos a tener un sistema político suficientemente semejante al de las democracias. El objetivo se logró con éxito, y con sacrificio, hasta el punto de que España pasó a convertirse en un país admirado, incluso imitado, y comenzó a suceder que la marca España pudo surcar los mares de la economía internacional con alguna soltura.
Todo eso parece haber terminado de manera más o menos abrupta, y nos encontramos ahora con que el Gobierno tiene que aplicar políticas enteramente contrarias a sus objetivos políticos y a sus programas, con que el país está, en cierta manera, intervenido, porque resulta que nuestro peso económico es ya demasiado elevado como para que se nos pueda dejar caer sin que ocurra una catástrofe que conmueva hasta a los chinos. En cierto modo, hemos tenido suerte, pero no se puede evitar el sonrojo que produce haber llegado hasta esta situación. Es posible que una gran mayoría de ciudadanos no hayan percibido con toda nitidez lo que aquí ha ocurrido, pero es seguro que nuestros técnicos y hombres de empresa, los españoles que han aprendido a luchar en un mercado mundial, están perfectamente al cabo de la calle de esta merma general en la consideración que se nos tiene.
¿Sabremos sacar la lección correspondiente? La política española no ha conseguido una democratización plena, se ha quedado, en muchos aspectos, a medio camino, en una especie de engendro partitocrático, en un sistema en el que las responsabilidades políticas por los errores cometidos no se exigen jamás, basta con volver a ganar y aquí no ha pasado nada, y en el que las responsabilidades judiciales son completamente impensables. Nuestros líderes están más allá del bien y del mal, están a resguardo de cualquier implicación. Todo esto sucede porque los electores desean seguir creyendo a pies juntillas en que los políticos hacen lo que dicen, en lugar de admitir la evidencia de que son extraordinariamente hábiles para ocultarnos lo que hacen. Hay personajes que han obtenido un patrimonio del que no pueden dar cuenta razonable, pero el aparato del estado les protege de lo que supuestamente puede reducirse a meras insinuaciones malévolas mucho más allá de lo que resulta permisible. La Fiscalía ha dado unos ejemplos de parcialidad realmente sobrecogedores, y su pericia para no mirar a donde no conviene es realmente legendaria.
Deberíamos caer en la cuenta de que el altísimo nivel de la indecencia personal que resulta tolerable entre nosotros es consecuencia directa de la irresponsabilidad política, del hecho de que no exijamos cuentas directas a los líderes, de que el electorado acoja de manera indiferente los aciertos y las fechorías porque se limita a juzgar del asunto por razones de índole ideológica, en función de si el afectado es de los nuestros o de los contrarios; y no solo el electorado, sino la mayoría de la prensa que se mueve también con gran soltura e irresponsabilidad en este régimen satelital.
Esta es la causa última de que en España no se castigue el disparate, la administración ineficiente, ni, por supuesto, la corrupción; basta que se disfrace ideológicamente para que todo el mundo tolere o incluso aplauda las mayores tropelías. De repente, por ejemplo, el gobierno descubre que las Cajas son un problema y está dispuesto a proponer una solución distinta cada cuatro semanas sin que pase gran cosa. El problema bastante similar que existió con parte de la banca estadounidense se arregló en apenas seis meses y hay bancos que ya están devolviendo sus préstamos al fisco y dando de nuevo beneficios. Aquí llevamos tres años mareando la perdiz y, por si fuera poco, damos al respetable personal de las Cajas y a sus clientes unos cuantos meses, a ver si se produce un pánico o no pasa nada, que será, imagino, lo que el gobierno espera. Pongo este ejemplo porque es el más reciente, pero se podrían espigar decenas de ellos y, por supuesto, de todos los colores. Mi disparate preferido es el de la alta velocidad, un sistema que cubre capitales tan importantes como Cuenca o Guadalajara, cuando hay ciudades modestas como Berlín o New York que todavía no disponen de él, y que apenas da para pagar los gastos de explotación: ¿será por dinero? Es posible que gracias a Merkel se acaben estas alegrías, pero lo interesante sería que el electorado aprendiese a no premiar el disparate. El día que empecemos a poner en cuarentena las palabras infladas y los despistes intencionados de quienes no quieren que nos enteremos de lo que hacen, habremos empezado a construir realmente una democracia que pueda volver a ser respetable.

La democracia, treinta años después

Las democracias modernas se caracterizan por la enorme importancia que llega a adquirir la mediación de los distintos sistemas de representación, de manera que el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo es el nombre de un ideal que no puede considerarse sin cierto grado de eufemismo. Precisamente para paliar en cierto modo ese carácter deformador de los sistemas de representación, los teóricos de la política han insistido en la gran importancia que hay que otorgar a la poliarquía si queremos que sigan existiendo formas de gobierno como las de las democracias liberales. Cuando en una democracia hay pugna entre un buen número de instituciones y de personas, podemos estar seguros de que la libertad política está garantizada y que su ejercicio producirá efectos beneficiosos en el sistema. Cuando, por el contrario, con la excusa de la eficacia, con la disculpa de las urgencias, o con el amparo que fuere, se impide la poliarquía, podemos estar ciertos de que esa democracia camina hacia su propia disolución, se hará, tarde o temprano el hara-kiri, tal vez no en forma espectacular pero sí de manera efectiva. La poliarquía es el único recurso al que podemos acudir para asegurar la continuidad de las democracias liberales, de los sistemas que son realmente sensibles a la opinión, y cuyos gobiernos aceptan su destituibilidad por medios enteramente pacíficos. Pues bien, el nivel de poliarquía en España no ha sido nunca alto, pero se encuentra en un proceso acelerado de descenso, próximo a la mera extinción.
Los estados son muy poderosos, y los gobiernos manejan con soltura una enorme cantidad de recursos capaces de manipular de manera certera las opiniones y los sentimientos de la mayoría, lo que da lugar a que la democracia se subvierta, pues no es ya la voluntad de los ciudadanos quien legitima al poder, sino el poder quien construye una voluntad ciudadana a su imagen y semejanza. Ello pone muy en riesgo al poder político de dejarse seducir por los encantos y la eficacia del absolutismo, tanto más cuando se puede pretender que se trata de un absolutismo de la propia voluntad popular, un ejercicio de la soberanía ultima que reside en los ciudadanos.
El correlato más visible de todos estos movimientos en el subsuelo de la política es la tendencia a entronizar al líder político, a convertirlo en algo más que un representante de la voluntad pasajera de una mayoría, a tratarlo como a un Cesar, a una personificación de la divinidad. Lógicamente, la dinámica de los medios de comunicación no hace sino intensificar esa tendencia a la divinización del líder convertido en ícono carismático capaz de resolver, por su mera aparición, toda suerte de contradicciones, de allanar cualquier clase de dificultades. La política entra así en un reino en el que las imágenes sustituyen a los argumentos y los sueños a los proyectos, con un resultado de entontecimiento colectivo.
Me parece que la tendencia de los partidos a simular lo que realmente deberían hacer, a sustituir los congresos por convenciones, a amañar los mítines populares para que parezcan actos de una campaña puramente publicitaria, es una consecuencia de su renuncia a ejercer la política democrática, a enriquecer el debate de ideas, un instrumento más para alcanzar el objetivo de minimizar la conflictividad social que pudieran generar una discusión más abierta de sus proyectos, en el caso de que pudieran hacerse más explícitos. Pero lo más grave ocurre cuando se da un paso más, y no solo sucede que los partidos disimulen sus intenciones, sino que, a base de especializarse en tácticas de simulación, acaban realmente por no tenerlas. La conquista del poder se convierte entonces en el único móvil de sus acciones, el programa no importa en absoluto, hasta el punto de que se consienta que determinados líderes locales o regionales ejecuten programas de hecho contrarios a los principios que se dice defender; en esta situación, lo único que importa a los partidos es lograr el grado más alto posible de desprestigio del adversario, sin importar para nada la zafiedad intelectual y moral con la que se emprenden determinadas campañas de acoso al rival.
Treinta años después de iniciar con ilusión una democracia, los españoles contemplamos con cierto asco el desmoronamiento de nuestras esperanzas. Los partidos lo ocupan todo, el legislativo es un mero apéndice del ejecutivo, y el poder judicial se prostituye acudiendo raudo en auxilio del vencedor, digan lo que digan las leyes. La sociedad civil apenas existe. Es una situación terrible porque afecta también, de manera que sería escandaloso negar, a los medios de comunicación en la medida en que, renunciando a su independencia, se olvidan de dar información y se dedican a edulcorar las noticias que convienen a sus dueños, legales o reales. A quienes creemos en la libertad, nos queda todo un mundo por conquistar, pero será una tarea larga y trabajosa. 
[Publicado en El Confidencial]

Los males de la patria

Vivimos tiempos en los que nos es inevitable pensar de manera doliente en el destino de nuestro país, en los males de la patria. Tras una larga etapa de progreso político y económico, tal vez más aparente que real, pero que, al fin y al cabo, ha supuesto un buen número de mejoras, una crisis económica, larga, profunda y pésimamente abordada por el gobierno de Zapatero, nos está haciendo cuestionar gran parte de los argumentos optimistas y orgullosos de hace menos de una década, del «España va bien», para resumirlo en un slogan.

Es lógico que, ante el brusco y desagradable despertar de un sueño que estaba siendo suavemente placentero, un buen número de españoles sienta la tentación de echar la culpa de todo a los políticos, cuya irresponsabilidad, por otra parte, sería necio negar. Pero ese recurso expiatorio nos hace olvidar algo decisivo, en lo que nunca se insistirá bastante, a saber, los males de nuestro sistema son un reflejo de nuestros vicios comunes, de lacras que lastran no solo la vida política sino todos los aspectos de nuestra convivencia y que, mientras no sean combatidos de manera eficaz por el conjunto de los españoles seguirán multiplicando nuestras dificultades, favoreciendo nuestra mala suerte. Somos un país viejo, hipócrita, envidioso, escasamente dispuesto a cambiar, en el que ha predominado una cultura barroca bastante incompatible con el cambio social; un país con el con una fortísima tendencia al disparate, a crearlos y a mantenerlos, porque, a base de viejos y escépticos, somos capaces de tolerarlos, y aún de corregirlos y aumentarlos. Esas características morales de la sociedad española se reflejan y amplifican con errores políticos, algunos de ellos muy persistentes y graves: la partitocracia, el cantonalismo, el nepotismo, la corrupción no son invenciones de los políticos sino la consecuencia en esa esfera de nuestros hábitos escasamente razonables.
La política democrática debiera haber podido ser una palanca de cambio social pero lo ha sido en una medida mucho más pequeña de lo posible por las resistencias sociales a la libertad, a la competitividad, al juego limpio, a los hábitos más sanos y abiertos que permiten las libertades.
Uno de los problemas que más nos afligen en la actualidad es el de la elefantiasis del sistema autonómico, el insoportable crecimiento de las burocracias, el peso creciente de los diversos poderes públicos. Parece haber una conciencia creciente de la necesidad de someter a revisión lo que hemos hecho en estos años al confundir una muy conveniente y razonable descentralización con la generalización de una fórmula cuasi federal que, necesaria en algunas regiones como Cataluña y el País Vasco, no ha servido para otra cosa que para promover las ambiciones alicortas e insolidarias, cantonalistas, de las clases políticas locales, esa clase de necedades a las que acaba de incorporarse el inefable Cascos descubriendo a redopelo que Asturias le necesita. Es un tema muy complejo que no pretendo despachar con cuatro verdades elementales, y sobre el que, además, no tengo más que verdades negativas sin que sepa a ciencia cierta cuál debiera ser la solución, aunque sí crea que debe salir de un debate civilizado, hondo y sincero sobre las deformidades disfuncionales absurdas e insoportables a las que hemos dado lugar. Recomiendo que se lea, sobre el particular, el extraordinario artículo de Enric Juliana que cuenta algunos de los hechos decisivos que condicionaron el nacimiento de nuestro estado de las autonomías y que deberían ser tenidos en cuenta a la hora de tomarse en serio una reforma a fondo del mismo, algo que habrá que hacer, y hacer bien, sin duda alguna.

Prisioneros

Quienes hayan estudiado algo de lógica habrán oído hablar del dilema del prisionero, una situación que se produce cuando cualquiera que haya cometido una fechoría con ayuda de un cómplice se plantee de qué manera puede obtener el mejor trato de la justicia. Si cualquiera de ellos confiesa y su cómplice no, obtendrá la libertad y el cómplice será condenado; si ambos dicen la verdad, se les condenará a ambos, pero, si ambos lo negasen, obtendrían la libertad de manera casi inmediata. Cada uno de los dos sospechosos ha de escoger, por tanto, entre maximizar los beneficios conjuntos guardando silencio, o asumir el riesgo de obtener una larga condena por la traición del cómplice que solo busque su propia libertad.

Se trata de una situación que estudia la teoría de juegos y que da lugar a muy sutiles complicaciones, pero lo que de ella nos interesa es que, como sucede en la política, el destino conjunto de dos protagonistas con intereses contrapuestos está sometido a reglas que, en la medida que incorporan el cálculo sobre lo que hará el adversario, distan de ser enteramente simples. Si aplicamos el modelo a los dos grandes partidos españoles, está claro que ninguno de ellos se fía del otro, y eso les lleva a rechazar la fórmula de pacto de estado que la mayoría de sus votantes consideraría hoy día como la menos mala. Su enemistad radical, fuera ya del modelo formal del prisionero, tiene otros muchos inconvenientes que hacen que la política española se enfangue en una situación de confusión, desesperanza y recelo que no ayuda en nada a que los ciudadanos puedan vislumbrar salida a la crisis. Aunque casi todo el mundo tenga una idea precisa acerca de cómo se reparten las responsabilidades respectivas en este crimen conjunto, lo que es decisivo es que estamos prisioneros de una situación que admite muy pocas fórmulas de desbloqueo.

El PSOE está prisionero de su líder, de su proyecto personal: es la consecuencia de haber ensalzado hasta la nausea, como si se tratase de un genio de la política, a un personaje que ha sido fruto de la casualidad y que no ha resistido ni cinco minutos a la prueba de las dificultades. En esta situación, los socialistas no se atreven a rectificar porque temen que, a corto plazo, los resultados agudicen la devastación que ven en el horizonte, y están ensayando fórmulas más o menos mágicas y coyunturales: hacer como que Zapatero ya no está, amagar con Rubalcaba, como si un Fouché pudiese ganar alguna vez una competición con reglas, por mínimas que sean, o tratar de pasar el mal trago de las municipales y autonómicas y luego ya veremos.

El PP no es menos prisionero. Atado por sus contradicciones, no se atreve a formular con claridad políticas alternativas, y trata de presentarse como una solución más social que la de su adversario. Esta es una constante de la historia del PP, al menos de la de los últimos años, la ridícula pretensión de no ser menos que el PSOE que lleva a cometer verdaderos disparates en sus propuestas, en sus comentarios, en sus reacciones. Que los dirigentes del PP no sean capaces de caer en la cuenta de que esta conducta no hace sino abonar el caladero de votos de sus adversarios es realmente de aurora boreal.

El PP es prisionero también de una tradición escasamente democrática y, por supuesto, nulamente liberal. Dice que sus puertas están abiertas de par en par, pero es para no hacer nada, para que los ingenuos que se arriesguen a entrar puedan comprobar con gran asombro que han pasado a integrar el conjunto de habitantes de la casa deshabitada. El PP tendría que convocar en los próximos meses un Congreso ordinario para cumplir los Estatutos, pero no lo hará, porque lo de la democracia les suena a música celestial a buen número de sus dirigentes, especialmente si se les ocurre pensar que tal vez puedan estar a punto de alcanzar el paraíso de las poltronas.

Si no convoca el Congreso que debiera convocar es porque muchos dirigentes del PP temen que su puesto pueda peligrar si realmente el partido se tomase el trabajo de pensar seriamente en su papel y en dar ejemplo de democracia, de renovación, de rigor, de audacia. Como frente a esas virtudes, la infinita cohorte de los oportunistas y cucañeros se echan a temblar, lo más que puede suceder es que los gerifaltes improvisen alguna especie de Convención para que los beneficiados se harten de aplaudir.

Alguien podría pensar que los defectos de los partidos dependen de su ideología respectiva y no es así, del todo. Su falta de democracia interna es reflejo de la del vecino; su cesarismo es competitivo; su rigidez es respectiva. Lo que choca más es que el PP, que es el partido que debía velar por las libertades y ser más consciente de su pluralismo interno, se deje llevar por un caudillismo inexplicable y absurdo. En resumen, los españoles somos prisioneros de unas cúpulas políticas escasamente admirables, y que se resisten a cambiar con la excusa de proteger nuestros intereses.

[Publicado en El Confidencial]