El insólito prestigio de una palabra

Me refiero a regeneración una palabra que, a la hora de hablar de los problemas políticos,  se repite como si  fuera un auténtico bálsamo de Fierabrás. A ella se refieren unas clarividentes declaraciones de José Varela Ortega en El Imparcial: “Quizá podríamos empezar evitando el término “regeneración”, una idea que arranca de 1898, positiva pero desmedida, que evoca ecos catastróficos y despierta expectativas poco razonables”. En efecto, quienes defienden la regeneración se dejan llevar por una analogía biológica mal fundada, muy típica del voluntarismo y del radicalismo hispano, poco propenso a hablar de los problemas como modo de buscar soluciones adecuadas y modestas. Los regeneracionistas pretenden que no hay nada salvable en el orden político vigente, aluden también a una brumosa crisis de valores, sin darse cuenta de que uno de nuestros males ha venido siempre el radicalismo mal administrado, el arbitrismo que, para mayor INRI, se suele aliar con esa mentalidad propia de la cruzada, de la idea de guerra santa con la que nos contaminamos de tanto pelear y convivir con los sarracenos.
Son muchas las cosas que no van bien en la política española, pero, como no me canso de repetir, todas ellas derivan, en último término, de defectos típicos de nuestra cultura política. No servirá de nada la apelación a una supuesta regeneración que nadie sabe de dónde podría venir, dado que el resto de las instituciones españolas, la universidad, la prensa, la justicia, etc. etc. no son precisamente ejemplares. No se trata pues de regenerar nada, sino de sean muchos los que empiecen a actuar con coherencia y valor, de  una manera libre y educada, defendiendo sus posiciones y tratando de entender sin demonizar las ideas de sus adversarios. Ya sé que todo esto puede parecer más utópico que la regeneración, pero, al menos, tendríamos la ventaja de no engañarnos con palabras simples que ocultan una gigantesca dosis de malentendidos.


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