Esperanza Aguirre pasa por un mal momento



La presidenta del PP madrileño es una persona realmente muy singular. Como todo el mundo, tiene virtudes y defectos, pero visto lo que se ve en la política, a mí, al menos, me parece que Esperanza Aguirre es casi completamente ejemplar. De hecho es objeto de amores y odios, pero los odios suelen venir de sus enemigos, que son escogidos pero abundantes, y el amor de esa muchísima gente que en cuanto ella se descuida la apretuja, la besa y la piropea. Como lider popular es casi inmejorable. En cierta ocasión, contemplé atónito como se enfrentaba con un grupo aguerrido de, digamos, sindicalistas, que se habían propuesto comersela cruda. Pero, como además de sindicalistas eran enfermos, y estaban allí con sus familias, Esperanza aguantó a píe firme el varapalo y, después de horas de diálogo en medio de la nada, se los acabó ganando, de modo que la despidieron con vitores y una nube de abrazos, besos y parabienes. Por cierto, en aquella ocasión la presidenta tenía toda la razón y sus adversarios, que dejaron de serlo, toda la mala uva del mundo, pero no pudieron con ella. Yo conozco a más de un político, y no de los malos, que habría despachado aquel tumulto llamando a la Guardia Civil, pero con Esperanza ese no es nunca el caso. Dicen que su lema es “pico y pala” y a fe que lo cumple en jornadas agotadoras.
Ahora Esperanza Aguirre está amenazada por una de esas enfermedades que han amargado y han roto la vida de muchas mujeres. Desde aquí quiero enviarle un testimonio de solidaridad y de cariño, de mi parte y de la de mi familia, y decirle que estoy seguro de que acabará venciendo a ese enemigo cobarde e insidioso: es su costumbre.  

La democracia, treinta años después

Las democracias modernas se caracterizan por la enorme importancia que llega a adquirir la mediación de los distintos sistemas de representación, de manera que el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo es el nombre de un ideal que no puede considerarse sin cierto grado de eufemismo. Precisamente para paliar en cierto modo ese carácter deformador de los sistemas de representación, los teóricos de la política han insistido en la gran importancia que hay que otorgar a la poliarquía si queremos que sigan existiendo formas de gobierno como las de las democracias liberales. Cuando en una democracia hay pugna entre un buen número de instituciones y de personas, podemos estar seguros de que la libertad política está garantizada y que su ejercicio producirá efectos beneficiosos en el sistema. Cuando, por el contrario, con la excusa de la eficacia, con la disculpa de las urgencias, o con el amparo que fuere, se impide la poliarquía, podemos estar ciertos de que esa democracia camina hacia su propia disolución, se hará, tarde o temprano el hara-kiri, tal vez no en forma espectacular pero sí de manera efectiva. La poliarquía es el único recurso al que podemos acudir para asegurar la continuidad de las democracias liberales, de los sistemas que son realmente sensibles a la opinión, y cuyos gobiernos aceptan su destituibilidad por medios enteramente pacíficos. Pues bien, el nivel de poliarquía en España no ha sido nunca alto, pero se encuentra en un proceso acelerado de descenso, próximo a la mera extinción.
Los estados son muy poderosos, y los gobiernos manejan con soltura una enorme cantidad de recursos capaces de manipular de manera certera las opiniones y los sentimientos de la mayoría, lo que da lugar a que la democracia se subvierta, pues no es ya la voluntad de los ciudadanos quien legitima al poder, sino el poder quien construye una voluntad ciudadana a su imagen y semejanza. Ello pone muy en riesgo al poder político de dejarse seducir por los encantos y la eficacia del absolutismo, tanto más cuando se puede pretender que se trata de un absolutismo de la propia voluntad popular, un ejercicio de la soberanía ultima que reside en los ciudadanos.
El correlato más visible de todos estos movimientos en el subsuelo de la política es la tendencia a entronizar al líder político, a convertirlo en algo más que un representante de la voluntad pasajera de una mayoría, a tratarlo como a un Cesar, a una personificación de la divinidad. Lógicamente, la dinámica de los medios de comunicación no hace sino intensificar esa tendencia a la divinización del líder convertido en ícono carismático capaz de resolver, por su mera aparición, toda suerte de contradicciones, de allanar cualquier clase de dificultades. La política entra así en un reino en el que las imágenes sustituyen a los argumentos y los sueños a los proyectos, con un resultado de entontecimiento colectivo.
Me parece que la tendencia de los partidos a simular lo que realmente deberían hacer, a sustituir los congresos por convenciones, a amañar los mítines populares para que parezcan actos de una campaña puramente publicitaria, es una consecuencia de su renuncia a ejercer la política democrática, a enriquecer el debate de ideas, un instrumento más para alcanzar el objetivo de minimizar la conflictividad social que pudieran generar una discusión más abierta de sus proyectos, en el caso de que pudieran hacerse más explícitos. Pero lo más grave ocurre cuando se da un paso más, y no solo sucede que los partidos disimulen sus intenciones, sino que, a base de especializarse en tácticas de simulación, acaban realmente por no tenerlas. La conquista del poder se convierte entonces en el único móvil de sus acciones, el programa no importa en absoluto, hasta el punto de que se consienta que determinados líderes locales o regionales ejecuten programas de hecho contrarios a los principios que se dice defender; en esta situación, lo único que importa a los partidos es lograr el grado más alto posible de desprestigio del adversario, sin importar para nada la zafiedad intelectual y moral con la que se emprenden determinadas campañas de acoso al rival.
Treinta años después de iniciar con ilusión una democracia, los españoles contemplamos con cierto asco el desmoronamiento de nuestras esperanzas. Los partidos lo ocupan todo, el legislativo es un mero apéndice del ejecutivo, y el poder judicial se prostituye acudiendo raudo en auxilio del vencedor, digan lo que digan las leyes. La sociedad civil apenas existe. Es una situación terrible porque afecta también, de manera que sería escandaloso negar, a los medios de comunicación en la medida en que, renunciando a su independencia, se olvidan de dar información y se dedican a edulcorar las noticias que convienen a sus dueños, legales o reales. A quienes creemos en la libertad, nos queda todo un mundo por conquistar, pero será una tarea larga y trabajosa. 
[Publicado en El Confidencial]

El problema de Rajoy

Son tantos y tan graves los riesgos que nos acechan que puede parecer frívolo fijarse en el supuesto problema de una única persona, aunque sea tan singular como es el líder del PP. Pero la dificultad de que merece la pena hablar no le afecta solo a su persona, porque, para bien o para mal, Rajoy encarna las esperanzas de muchos millones de españoles, que quieren pensar que su llegada al poder significará el final de una larga y absurda pesadilla. En este sentido, el problema de Rajoy consiste en que, al tiempo que suscita esas esperanzas, su perfil político específico no acaba de ser visto con nitidez por una gran mayoría de españoles, o eso dicen las encuestas. Que Rajoy aparezca sistemáticamente por debajo de las expectativas que suscita su partido no es tampoco un fenómeno nuevo: le pasó también a José María Aznar, aunque luego termino convertido, al menos para algunos, en una especie de superlíder. Esto se dice no a cuento de que el inconveniente no sea relevante, porque lo es, un escollo que hay que sortear al menos con tanta habilidad como supo hacerlo Aznar tras el largo e inacabable felipato.
Nadie duda de que Rajoy esté al frente del PP; las dudas se refieren a sí Rajoy va a ser capaz de dirigir a buen puerto ese inmenso capital político que tiene a sus espaldas, porque el paso de una situación de expectativa, por grande que sea, a una victoria política incontestable está lejos de ser automático, sea cuando fuere la fecha, y esté, o no, por medio Rubalcaba.
Lo que Rajoy necesita es que se perciba con claridad que el PP comienza desde ahora mismo a ejecutar una nueva melodía que sea el programa de Rajoy. Y en política, como en la música, las partituras son importantes, pero el ejecutante no lo es menos. Frente a un partido numeroso y con cierta tendencia al caos, aunque no sea más que por su tamaño, Rajoy tiene que conseguir, cuanto antes, que el partido empiece a sonar de manera cada vez más afinada y que la melodía que interpreta sea pegadiza.
Naturalmente, nadie espera que Rajoy descubra nuevas músicas, pero sí que le imprima a la acción política de su partido, que a veces parece diseñada por un estratega beodo, una unidad y armonía, que se concentre en mensajes simples y sencillos, que no dejen al adversario la posibilidad de argüir con eficacia lo que, en cualquier caso, van a gritar por las cuatro esquinas.
Me parece que el primer movimiento de su sinfonía tiene que estar dedicado, por fuerza, a Europa. En estos momentos, Europa significa para los españoles, seriedad, austeridad y salida de la crisis. Si en el pasado hemos podido ser alumnos brillantes de la escuela, debemos desembarazarnos a toda prisa de la condición que hemos adquirido con Zapatero como alumnos que no se toman en serio el curso, que hacen pellas, tratan de copiar en los exámenes, y falsifican notas. Esto quiere decir, contra los infinitos arbitristas que predican reformas radicales, que no se trata sino de volver a hacer las cosas bien, de dejar de disparatar.
El segundo movimiento de la sinfonía rajoyana tendrá que estar impregnado de una llamada a la responsabilidad de todos y cada uno de los españoles. No se trata de prometer, sino de persuadir a todo el mundo de que hace falta que cada uno de nosotros empiece a ser más exigente consigo mismo, y empiece a esperar menos de los demás, para conseguir que esta economía que ahora está embarrancada pueda empezar a ponerse de nuevo en marcha. Naturalmente que todo ello exigirá algunas reformas, pero de nada sirven las reformas cuando el público no comparte el plan general, un programa en el que ni siquiera los controladores puedan trabajar menos y cobrar más.
El tercer movimiento tiene que girar en torno a una propuesta de reducción del gasto, porque cuando el sector público ahoga a las economías privadas no se puede llegar a ninguna parte. Es escandaloso que mientras ha aumentado el paro y no hay financiación para los emprendedores, se hayan incorporado a las, hasta ahora, seguras nóminas públicas a cientos de miles de personas para realizar trabajos inconcretos o inexistentes. Aquí hará falta que Rajoy sepa persuadir a sus adversarios de que se necesita moderación del sector público, que en la Europa liderada por la economía alemana, no caben los derroches. Habrá que pensar en ciertas leyes de armonización y contención del gasto, para que quienes gastan sin ingresar, dejen de hacerlo, y estoy mirando más al oeste y al sur que hacia el nordeste, aunque también allí se hayan cocido habas.
Como se ha puesto de manifiesto con el follón de los controladores, los españoles no soportan el privilegio, de modo que esta clase de propuestas podrá tener un apoyo popular suficiente. Hay que suponer que lo que quede del PSOE estará mejor dispuesto a recuperar el buen sentido, pero hasta que eso sea lo normal, Rajoy dispondrá de casi dos años para hacer lo que hay que hacer sin que nadie pueda tratar de pararle en las calles.
[Publicado en El Confidencial]

¿Seguro que nos parecemos a Grecia, don Mariano?

Ser líder de la oposición parece un oficio duro, y Mariano Rajoy está dando pruebas de aguante, aunque no tanto de acierto. Siempre he pensado que Rajoy podría ser un buen presidente de gobierno, de manera que me encalabrino cuando creo que lo que hace prorroga el mandato del presente.
No entiendo que Rajoy se empeñe, como hizo ayer, en insistir en lo mucho que nos parecemos a Grecia; no es que no sea verdad, que desgraciadamente lo es, sino que no creo que Rajoy, ni nadie de los que desean su triunfo, gane nada diciendo lo que ha dicho, por cierto que sea. El papel de un líder de la oposición no es tanto decir verdades, ni siquiera las del barquero, como ganar la voluntad de los ciudadanos e inspirar confianza. ¿Es que cree Rajoy que los españoles no saben ya que ZP es una pesadilla? Lo que a Rajoy tiene que preocuparle es que los ciudadanos le vean a él como una esperanza, no como un agorero, aunque sus vaticinios puedan ser más ciertos que la muerte y los impuestos, como decía Benjamin Franklin.
¿Es que no tiene gente que le haga esos papeles de chico malo? ¿No tiene nadie que le sugiera decir cosas que movilicen al público y no cabreen al personal? Yo me apuntaría, porque no me parece difícil mejorar el rendimiento de su gabinete, si es que lo tiene.
Digo lo de Grecia, para no hablar de cómo se ha llevado lo de Correa y compañía, caso en el que se ha seguido la estrategia de decir lo contrario de lo que se hace y hacer lo contrario de lo que se dice. ¿No hemos quedado en que el PP no tiene nada que ver? ¿A qué vienen entonces esas defensas de gentes que no lo merecen? Y claro, el público, que para estas cosas no es tonto, se fija en lo que hacen, más que en lo que dicen.
Me parece que Rajoy podría ser mejor que su entorno, del que juzgo por sus frutos, pero me temo que con estos auxiliares se pueda quedar para vestir santos. El colmo sería que alguno de ellos quisiera heredarle. No estaría mal, de cualquier modo, que echase un vistazo de lo que apunta por Inglaterra: los electores se están cansando de los unos y los otros, de manera que hay que aplicarse.

Los partidos y la democracia

Si en lugar de ser un partido político, Unión Mallorquina fuese cualquier otro tipo de entidad, nadie dudaría, hoy por hoy, de la conveniencia de disolverla, dado el volumen de los delitos y escándalos de corrupción en que se ha visto envuelta. Pero es un partido, y eso tiene, entre nosotros, la etiqueta de intocable. Apreciamos la democracia por sus ideales, pero padecemos sus defectos. El abismo entre unos y otros se debe a los partidos, unas organizaciones opacas, y ajenas a cualquier clase de control.

Las carencias de los partidos no tienen arreglo legal, se trata de algo más grave y más profundo, de una serie de lacras de la cultura política dominante, que se nutre de una tradición autoritaria.

Más allá de las definiciones constitucionales, los partidos españoles son organizaciones dedicadas al reparto de poder e influencias que parecen funcionar, únicamente, cuando todos los miembros de un cierto nivel consolidan sus posiciones e intereses procurando que nada se mueva sin su control. En su vida interna no hay nada específico de las democracias. Son formaciones que priman la mansedumbre, la disciplina, el dogmatismo, la fidelidad, la rutina… podríamos seguir hasta cansarnos, de modo que llegan a subvertir, casi por completo, su función legítima. Los partidos están anulando las instituciones.

La democracia española, como si se sintiese maldecida por la voluntad de Franco, quiso evitar a todo trance lo que se llamó la “sopa de letras”, la infinidad incontrolable de organizaciones, y la ingobernabilidad… y apostó por el orden y la estabilidad. Al hacerlo no tuvo presente que existen otra clase de defectos, no menos graves, frente a los que nuestro sistema parece impotente.

Los partidos se sienten por encima del bien y del mal y, en consecuencia, han acrecentado su poder más allá de cualquier lógica. Las instituciones son un mero escenario en el que se representa el argumento que han decidido las respectivas cúpulas partidarias, de manera que, salvo para dar cargos, están de sobra. No habrá en ellas, por tanto, control del Gobierno sino, si acaso, confrontación entre dos líderes, cuando existan.

El poder judicial, las universidades, las cajas de ahorro, los medios de comunicación, y un sinfín de cosas más, están controladas por los partidos, sin que su presencia tenga el menor fundamento legal. Lo que ocurre es que los partidos se han convertido en complejísimas empresas de fingimiento, en organizaciones dedicadas a la simulación y a la mentira.

En lugar de servir a una sociedad democrática, los partidos se han apropiado de ella y, en consecuencia, la democracia no funciona ni siquiera medianamente bien. ¿Es normal, por ejemplo, que con la situación económica que padecemos, el Parlamento sea una balsa de aceite en la que los diputados proceden a adjudicarse privilegios sin el menor pudor? ¿Es normal que tengamos un gobierno tan insustancial y pusilánime? ¿Es admisible que la oposición no tenga otra preocupación que su ritual de aspavientos a la espera de las previsiones sucesorias?

Como subrayó Robert Dahl, la democracia consiste en poliarquía, y nuestros partidos son monárquicos, algunos, incluso, monarquías hereditarias en las que el líder saliente invista al entrante con su gracia para que nadie se inmute, y todo siga como es debido.

No hay nada en el ordenamiento jurídico que impida que los partidos sean lo que debieran ser, pero ni la participación ni las opiniones ajenas les suelen interesar nada a los que en ellos mandan; les basta con sus sondeadores, y con el ritual y la carnaza con electores cuya fidelidad perruna se fomenta con un maniqueísmo vomitivo.

No hablamos de teorías, es la realidad inmediata y dolorosa. Que ZP no tenga alternativa creciente en el seno de su partido puede llegar a ser un auténtico drama nacional, visto lo que está haciendo en el gobierno, y nuestra aceleración hacia el despeñadero. Que el PP siga siendo un partido sin sustancia ni atributos, oportunista y ausente ante la profundidad y el alcance de la crisis es, además de intolerable, realmente insólito. En Génova se afanan en urdir disculpas para posponer el Congreso del partido, porque temen que, dado el atronador descontento, ahora no se podría celebrar con papeletas en la boca, una decisión tan aberrante como justificar que un gobierno aplazase las elecciones previstas por temor a perderlas. Mal, pues, en el Gobierno sometido a una especie de autócrata, y en la oposición controlada por un quietista.

¿Tiene arreglo todo esto? Sí, pero sin arbitrismos, imponiendo en los partidos la cultura competitiva y libre sin la que las democracias se convierten en una caricatura, en partitocracias autoritarias. Necesitamos más patriotismo, fomentar una ética política que sancione el abuso de poder y enseñe a preferir el interés común por encima de lo propio, algo que no abunda en los partidos y, menos aún, en los nacionalistas.

[Publicado en El Confidencial]

El enigma Zapatero



Un sabio y viejo amigo, que no creo que haya votado nunca lo mismo que yo, me manda testimonio de un antiguo Diccionario marítimo español en que se puede leer una definición de “zapatero” («dícese del que maniobra, o ha maniobrado mal o no entiende la maniobra») que le cuadra admirablemente al falso leonés que nos gobierna.

No quiero exagerar, porque mi amigo es uno de esos raros liberales de izquierdas, o eso creo, pero me parece que no me hubiera mandado esta definición hace un par de años, aunque a mi me habría parecido igualmente casual y precisa.

Sobre ZP circulan varias versiones extrañamente incompatibles. Para aclararnos, las reduciré a tres. Está la versión siniestra que lo considera como una especie de demonio decidido a causar el mal de los españoles; existe también una versión, digamos, benigno-cínica que lo imagina como un tipo iluso y con gran capacidad de camuflaje. El mejor retrato de esta segunda versión es el que le ha hecho en El líder patológico, un escritor de blogs enormemente mordaz, Benjamíngrullo, que he tenido el placer de conocer gracias a otro genio, a Santiago González.

La tercera versión sobre ZP, lo considera, simple y llanamente, como un incompetente, es decir, tal y como dice el Diccionario, como un tipo que no entiende lo que se supone que está haciendo.

Yo abogaría por una visión sintética, sin olvidar las contradicciones en que forzosamente se habría de incurrir. Cualquiera de esas versiones tiene un factor común realmente notable: hay que hace lo que sea para librarnos del personaje. Los que debieran tener más interés son los que todavía le sostienen. Por eso el envío de mi amigo me parece esperanzador.

La chuleta de Montilla

Una cámara de TV ha sorprendido al presidente de la Generalidad de Cataluña mientras copiaba atentamente de una mínima tarjeta para estampar su firma en un libro de dedicatorias. Si la gente supiese observar, ese detalle tendría un enorme valor. Nadie observa nada, sin embargo, porque se ha extendido la idea de que lo anormal es lo corriente, y que de nada hay que extrañarse; hemos sido tan abiertos en admitir lo que haga falta, que hemos llegado a prohibir las contradicciones, y, por ello, a ser incapaces de detectar la hipocresía o la mentira, por ejemplo. Santiago González, en su espléndido blog, llamaba la atención, hoy mismo, sobre el hecho de que un menor (o una menor, a saber) pueda cambiar de sexo, pero no se pueda revelar nada sobre su identidad, precisamente por ser menor.

La contradicción que afecta a Montilla es de enorme importancia. Un personaje que está dispuesto a enmendar la plana al Tribunal Constitucional sobre un asunto, como mínimo, intrincado y gravísimo, no es capaz de escribir una dedicatoria sin copiar de una chuleta. Ortega habló en su momento de la separación entre la España real y la España oficial, pero ahora estamos en una esquizofrenia más terrible, la que nos lleva a admitir que un individuo absolutamente incompetente desde el punto de vista intelectual y cultural pueda ser un líder nacional.

La democracia parece habernos servido para entronizar la vulgaridad y la mansedumbre, pero no para mucho más. Tardaremos en salir de este estado de inconsciencia, y ello nos costará grandes disgustos, porque nos afectan problemas para los que no existen chuletas en ninguna parte.

Un sinfín de despropósitos

Es imposible superar la impresión de que parte del PP, con Rajoy a la cabeza, ha enloquecido. Es difícil cometer tantos y tan abultados errores en tan poco tiempo y con tan escaso motivo; no hay quien pueda empeorar la delirante desconexión entre Valencia y Madrid, unidad que se suponía pactada con la insólita reunión secreta de Alarcón. Es inimaginable lo que podría haber pasado sin un plan conjunto, visto lo ocurrido después de horas de reflexión.

El nivel de confusión ante la situación de Ricardo Costa es propio de comedia de enredo, de culebrón, es un escarnio de la democracia. Los implicados no parecen comprender en absoluto qué es lo que los electores esperan de ellos: patriotismo, honradez, capacidad de sacrificio, o liderago; ante tamaño despiste, se dedican a ofrecer al público dosis masivas de lo contrario: incoherencia, egoísmo, triquiñuelas y toda clase de memas excusas para acabar comportándose como una legión de pollos sin cabeza.

Es bien sabido que la coherencia no es uno de los valores mejor representados en la conducta de los políticos, pero el caso de Valencia supera con creces lo tolerable. No se ha sabido si hay o no secretario general, si ha dimitido o ha sido cesado, si hay algo que investigar o ya se ha investigado, si se trata de encubrir a alguien, en fin, no hay manera de saber qué demonios tienen en la cabeza la dirección nacional, el señor Camps o el señor Costa. Lo que sí sabemos es que nos pretenden tomar por tontos, pues se dedican a decir cosas absolutamente contrarias y pretenden que pensemos que están en perfecta armonía, que se han tomado medidas, al tiempo que no se ha hecho nada, que se iba a destituir a un secretario general y resulta que se le felicita.

Diré lo que piensa muchísima gente, aunque no se atreva a decirlo por miedo a perjudicar a su partido, por miedo a contribuir a que nuestra España pueda seguir por más tiempos en las mismas manos. Lo grave de verdad es que personas que debieran poner por encima de todo su deber con los españoles están dedicadas a tareas de alcantarilla. El caso Gürtel es una bomba de relojería que alguien ha sabido colocar bajo los débiles cimientos de este PP a la espera de que nadie supiera cómo reaccionar adecuadamente. De momento, han acertado de pleno, aunque no sea seguro que consigan su objetivo, destruir la alternativa al PSOE.

Es evidente que el líder del PP no ha sabido reaccionar con decisión y energía, y que acabará teniendo que hacer, con enorme coste, lo que debería haber hecho de inmediato con un desgate mucho menor. La limpieza tendrá que empezar por sus inmediaciones, no hace falta que vaya muy lejos, y, si no acierta a empezar por el lugar adecuado, no conseguirá nada, ni siquiera llegar vivo al próximo congreso del partido.

¿Es inteligente una defensa tan cerrada del señor Camps?

Una de las escasas sorpresas de estos últimos días de campaña ha sido la cerrada defensa que los máximos dirigentes del PP han hecho de la honorabilidad del presidente valenciano, supuestamente en entredicho a causa de una acusación de haber recibido  regalos inusuales a cambio de favores políticos en Valencia. Doy por supuesto que las acusaciones no tendrán fundamento y que, consecuentemente, el señor Camps verá reconocida su inocencia en el proceso en el que se ha visto inmerso.  Creo que la presunción de inocencia, y la artificiosidad y mala intención de todo el proceso educador, dan muestras suficientes de que la cosa no pasará a mayores desde el punto de vista penal. Ahora bien, ¿justifica esto que el señor Rajoy haya manifestado su solidaridad incondicional y eterna al afectado, o que el señor Mayor haya afirmado que se trata del español más honorable? Me parece que es evidente que no, y que las razones para ello son muy poderosas.

En primer lugar, los dirigentes del PP pueden estar dando la impresión de que presionan a la justicia, siempre tan atenta a las delicadas especies de la política, lo que dice muy poco a favor de los ideales que dicen defender al respecto.

En segundo lugar, sus defensas prolongan en la opinión pública, aún sin quererlo, un juicio inicuo y en el que la sentencia depende muy poco de los esfuerzos verbales  de los líderes del PP.

En tercer lugar, esa clase de defensa no hace sino jugar al ritmo que ha querido hacerlo el rival, lo que no es muy recomendable, ni siquiera en política.

Además, al defender de manera tan apasionada y exagerada a uno de sus miembros, el PP puede corroborar la impresión de que lo único que importa realmente a los partidos son los intereses inmediatos de sus dirigentes, impresión que se confirma fuertemente cuando se comprueba la intensidad de los lazos familiares que guardan entre sí muchos cargos, lo que está contra cualquier probabilidad e imparcialidad.

Por último, ese tipo de defensa solo sirve para excitar el celo y el entusiasmo de los muy ebrios, y deja completamente indiferente, en el mejor de los casos,  al público al que se debería conquistar. Cualquiera puede comprender que el incidente procesal que afecta al señor Camps, es un tema minúsculo en relación con los miles de asuntos que se deberían ventilar en una campaña respetable. Al darle una importancia desmedida, se acentúa la impresión de que los partidos se han convertido en unos auténticos reinos de taifas en los que los señores locales imponen su agenda de manera terminante a los líderes nacionales: otro motivo más para haber olvidado ese tema en un momento tan característico. Pese a numerosos aciertos de este tipo, el PP, seguramente, ganará. Quede para la imaginación qué podría ser de otra manera. 


[Publicado en Gaceta de los negocios]

La corrupción y la política

Basta con mirar lo que sucedido con las primeras designaciones de Obama para comprender que el propósito de enriquecerse al margen de la ley, suele saltarse sistemas mucho más exigentes que el nuestro. No deberíamos consolarnos, sino tratar de evitar que la política española se desarrolle en unas condiciones que permiten un altísimo grado de ineficiencia y de corrupción. Veamos: 

1.      Los políticos gozan de un nivel de opacidad realmente sorprendente. Es una tarea de titanes comprobar cómo se ha gestionado efectivamente el gasto público: el Parlamento no lo hace más que en una medida mínima. Los sistemas de control de las cuentas públicas no tienen tampoco energía ni medios suficientes. Es difícil que cualquier delito al respecto pueda ser descubierto y probado.   

2.    La forma de financiación de los ayuntamientos es un auténtico vivero de arbitrariedades, cohechos, fraudes y conspiraciones contra el interés público, siempre bajo el manto retórico de una doctrina interventora.  Ni aunque fuesen honrados a carta cabal el cien por cien de los políticos, lo que superaría cualquier previsión sensata, se conseguiría evitar que la posibilidad de cambiar de modo enteramente arbitrario el valor del suelo, dejase de ser un enfangadero en el que se han pringado miles de personas. ¿Cuántas condenas ha habido?  Cuando se conoce el tren de vida de algunos ex responsables de urbanismo es imposible no pensar en el latrocinio practicado, a veces con la cínica disculpa de estar ayudando al partido de sus amores. Si se piensa en el origen municipal de muchas grandes fortunas del ámbito de la construcción se experimenta idéntico asco. 

3.    La Justicia es notoriamente vaga a este respecto. En cualquier país políticamente decente, la acusación hecha por Pascual Maragall a Artur Mas, en pleno debate parlamentario, acusándole de corruptelas sistemáticas en los procedimientos de adjudicación de contratos públicos habría supuesto una auténtica movilización de los poderes judiciales. Aquí no se pasó del “tú más” porque es una evidencia que las supuestas corrupciones solo se persiguen cuando se cumplen dos condiciones, en primer lugar, que deriven de una pelea interna entre los beneficiarios y, por último, sólo cuando el adversario político le convenga airearlo, lo que es como decir que la mayor parte de las veces se prefiere echar tierra sobre los asuntos para que no se escandalice el vecindario.  La Justicia no suele investigar esta clase de asuntos porque hay un espeso manto de intereses con terminales en todas las fuerzas políticas. La nula separación de poderes no ayuda nada. 

4.    La ausencia de una prensa no partidista completa la clausura del sistema. La mayoría de los periodistas investigan poco y mal, se limitan a trasmitir lo que se les entrega y se tragan cualquier historia estúpida con tal de que favorezca los intereses de sus amigos políticos. Muchos medios juegan a lo que juegan, sin ética y sin independencia, olvidando que deberían servir únicamente al público. Así les va. La prensa ataca y defiende, pero raramente muestra o demuestra nada. Las informaciones que se nos ofrecen como grandes exclusivas no pasan, en tantas ocasiones, de ser torpes montajes que avergonzarían a cualquiera con un poco de exigencia crítica, pero así son las cosas. 

5.     Por último, la moral pública no condena la mentira y, con frecuencia, venera de forma idiota al que muestra éxito y poca vergüenza. Una de las pocas noticias que vi en la televisión americana sobre España se refería, para pasmo del redactor y de los espectadores, al hecho de que a un personaje que había atracado meses antes un furgón bancario, y que, por supuesto, estaba tranquilamente en la calle, la televisión pública le había ofrecido la oportunidad de actuar en un programa musical para aprovechar su fama. 

¿Tiene todo esto remedio? Difícil, pero lo tiene. Sería necesario, para empezar, que cobrásemos conciencia de la necesidad de robustecer los controles, tal vez introduciendo la sana costumbre de las audiencias para el nombramiento de ciertos cargos, y dando una publicidad mucho más fuerte, a toda la información disponible sobre el destino del dinero público.  Lo decisivo será, sin embargo, que el electorado pueda comprobar que los partidos se toman en serio estas cosas, que no se limitan a tapar sus vergüenzas. 

El PP, en particular, está ahora mismo en candelero y corre el peligro de equivocarse gravísimamente si permite que se tenga la idea de que está más preocupado por su decencia corporativa que por aclarar absolutamente a fondo las vergüenzas de los que han traicionado a sus electores olvidándose de la ley y de los intereses  y el bien común de los ciudadanos a los que representan. No es precisa mucha imaginación para poner en marcha un programa serio capaz de introducir mayores controles y decencia en las cosas públicas, pero hace falta un liderazgo fuerte y más allá de cualquier sospecha para atreverse a ponerlo en marcha.  

[Publicado en El confidencial]