El revés de la trama

Como en la novela de Graham Greene, las cosas no son siempre lo que parecen, lo que es especialmente cierto si las apariencias son equívocas. La huelga general anunciada para el 29 de septiembre plantea numerosas dudas sobre su sentido y sobre sus posibles efectos. El clima político en el que se inserta favorece extraordinariamente el equívoco. A diferencia de la huelga que paralizó literalmente el país en pleno auge del felipismo, y que fue gozosamente contemplada por buena parte del arco político, esta huelga de mañana no goza de las simpatías de casi nadie. Los propios convocantes han manifestado en ocasiones que llamaban a la huelga porque no tenían otro remedio, es decir que, a su manera, han pedido disculpas anticipadas por la acción, tal vez para cubrirse las espaldas si la huelga resultare un chasco.

Un hecho sobre el que apenas se repara es que uno de los objetivos de la huelga es combatir una decisión ya aprobada por el Parlamento, lo que no debería ser razonable. Es obvio que tanto el PSOE como los sindicatos están tratando de recuperar la energía y el tiempo perdido durante la larga crisis que han tratado de disimular y minusvalorar, pero lo hacen en un sentido contrario, como si estuviesen jugando al policía malo y el policía bueno en un interrogatorio. Gobierno y sindicalistas coinciden en sentirse sometidos a un estado de necesidad, de manera que afirman hacer algo que no quisieran estar haciendo. El Gobierno impulsa unas reformas que desearía no promover, y los sindicatos convocan una huelga contra un gobierno amigo al que comprenden.

Esta confesión conjunta de impotencia es muy importante, mucho más de lo que parece. Lo que traduce es que la izquierda, tanto en su versión política como en su versión sindical, ha perdido por completo su capacidad de formular políticas positivas, aunque tal vez no sea todavía completamente consciente de su esterilidad, de su impotencia.

Zapatero se enfrentó en 2004 a esa limitación trasladando el eje de su política desde la economía hasta lo institucional y lo moral, e hizo luego como si la crisis no existiese, confiando a ciegas en la capacidad de los mercados para sacarnos de un crisis que necesitaba negar por haberse apuntado, sin mérito alguno, los réditos de su primera legislatura, la herencia de Aznar. Cometió así un doble disparate: confiar en algo que, en su fondo, no entiende y posiblemente detesta y, al tiempo, seguir gastando como solo pueden hacerlo los Estados Unidos, con su flota controlando los mares y el comercio y con las empresas más productivas del mundo. Cuando, en el pasado mayo, Zapatero supo por boca de Obama que a él no le estaban permitidas tales políticas, que tenía que dejar de ser dispendioso y comportarse como un europeo presupuestariamente disciplinado, ZP cayó en la cuenta de que lo de la globalización iba en serio, y de cuál habría de ser su papel para seguir vivo. Su posibilismo hizo el resto y se convirtió, como ayer decía Tocho en El Confidencial, en “el paladín del liberalismo con su política de derechas”.

Ante este panorama, ¿qué podían hacer los Sindicatos? Para empezar, tiene dos ventajas estratégicas sobre el gobierno: puesto que usufructúan un duopolio de facto que amenaza con ser eterno, ellos no tiene que ganar elecciones, de manera que no están condenados al posibilismo, y, además, no pueden asumir la dosis de realidad que se ha atizado ZP porque, entonces, serían millones los que empezaran a preguntarse, cosa que ya está pasando, “¿qué hace un chico como tú en un sitio como este?”. La solución solo podía ser, por tanto, la huída hacia adelante, la repetición de los perezosos tópicos de la izquierda más rancia y hacer como que iban a hacer una huelga contra el gobierno amigo, para que nadie se diese cuenta de que llevan años vendiendo una mercancía inadecuada y peligrosa para la salud, a unos precios insostenibles, y con unos beneficios escandalosos.

El estado de necesidad de esta izquierda española resulta, en realidad, de una combinación de dos componentes que abundan en la piel de toro: el señoritil desconocimiento de cómo marcha el mundo, y la convicción de que todo es posible en Granada. Esta conducta, más propia del pijerío que de cualquier izquierda solvente, debería tener los días contados, pero desgraciadamente goza de un fondo de previsión que, hasta la fecha, se ha mostrado inagotable, la disposición de millones de electores para seguir creyendo en los Reyes Magos, el absurdo maniqueísmo político que la izquierda cultiva y la derecha consiente, con su escasez de ideas y con sus torpísimos gestos, y la inextinguible simpleza intelectual que despachan, a hora y a deshora, la mayoría de los medios, practicando una nueva forma de panem et circenses que ha facilitado enormemente el trabajo de un gobierno fashion y unos sindicatos completamente ajenos a la realidad económica, esa que produce el paro que ninguno de ellos sabe cómo parar.

[Publicado en El Confidencial el 280910]

Palos de ciego

El gobierno de ZP produce una impresión penosa. Vive en un continuo desdecirse hoy de lo que dijo ayer, o de lo que ha dicho hoy mismo alguno de sus miembros. ¿Cómo explicar una conducta tan alejada del buen sentido? ¿Cómo entender que no traten de producir una impresión tan penosa? Tiene que haber gato encerrado. Me parece que una de las claves podría estar en que los gobiernos de izquierda están en su salsa, únicamente, en medio de la prosperidad general, cuando pueden repartir sin límite y sin miedo. En cambio, cuando llegan a entender que ya no quedan provisiones para sus políticas, entran en un estado de profunda contradicción. Su ideología está reñida con cualquier análisis lógico, y no se resignan a seguir cumpliendo lo que entienden como su gran misión histórica y moral.

Los balbuceos en que se traduce su política, por llamarla de algún modo, traducen un desconcierto profundo que les sirve para enviar a sus electores una señal inequívoca sobre la profunda crisis que están pasando, sobre cómo se resisten a dañar sus intereses, sus credos y esperanzas. Está claro que prefieren que todos perdamos más, con tal de no dar la sensación de que sólo los suyos vayan a salir perdiendo. Se ven atrapados en un conflicto entre sus convicciones e intereses, por un lado, y la ortodoxia racional por otro. Por eso demoran cualquier solución a la espera de un milagro, porque en el fondo prefieren el “cuanto peor mejor”: antes muertos que de “derechas”. Bueno, eso es lo que hacen cuando no pueden engañar, porque si les cabe la mentira no vacilan.

No me acusen de desestimar la mera impericia, la estupidez, porque yo también tengo mi fondo. Resulta que creo que ambas cosas se reducen a una, que no es posible ser de izquierdas, de aquella manera, sin ser un poco lelo, y que no es posible ser irresoluto e irresponsable sin tener una ideología de resguardo tan torpe como la que padecemos. Son dos caras de la misma moneda, y nos llevarán al sacrifico por su causa, porque somos mansos, y hemos aprendido a obedecer y a soportar a los que dicen representar a muchos.

Lost in translation

Tomo el título de la estupenda película de Sofía Coppola que pintaba a dos neoyorquinos perdidos en Tokyo, en medio de toda clase de neones y reclamos, profundamente desconcertados, y a pocos pasos de hacer una locura. Así está nuestro gobierno, casi completamente incapaz de hacerse una idea medianamente correcta de lo que está pasando, de lo que puede pasar, de lo que ocurrirá seguramente si no se acierta a evitarlo.

Los políticos son esclavos del día a día, un lapso en el que apenas parece que ocurra nada, mientras la sociedad española está desorientada, temerosa, al borde del pánico. Cada vez es más compartido el diagnóstico de que nos encontramos ante una de las crisis más profundas de la historia reciente, al tiempo que nuestros líderes actúan como si nos hallásemos ante una rutina ya conocida. Nuestra crisis es, a la vez, institucional, territorial, política, económica y social, y es grave en cualquiera de sus aspectos, pero los políticos parecen empeñados en que la realidad no les amargue su dolce far niente.

Sin haber llegado al ecuador de la legislatura, las preocupaciones de los ciudadanos parecen extrañamente ajenas a la fórmula política elegida en 2008. Lo que pasó entonces, lo estamos empezando a pagar ahora, y se extiende una honda preocupación por lo abultado de la factura. Con una crisis ya claramente iniciada, el objetivo de Zapatero en 2008 consistió en convencer a los lectores de que, en lugar de dirigirnos al desastre, avanzábamos de manera decidida hacia ‘El Dorado’. Según aquel delirante relato, Italia ya había sido superada por nuestra creatividad, y Francia nos miraba por el retrovisor, asustada e incrédula. Zapatero, como los padrinos rumbosos, regalaba cheques. Su estrategia triunfó y consiguió convencer a muchos de que, ¡por fin! podríamos empezar a ser ricos y de izquierdas.

Quienes le creyeron, siguieron impávidos celebrando sus guateques y gastando lo que no tenían, pero la música se fue haciendo cada vez más tenue y equívoca. Entonces Zapatero recurrió a medicinas más radicales, y llamó antipatriotas a los que sugerían que la fiesta se estaba terminando, pero el patriotismo de los españoles, cansino a la postre, no fue suficiente, y Zapatero empezó a ingeniar nuevas maniobras de distracción, a la espera de la conjunción planetaria con Obama, o a la de cualquier otro milagro, mientras seguía tirando de las reservas. Ahora, la cartera se ha agotado y comienza a pedir préstamos hasta al servicio de cocina de La Moncloa, que es amplio y tiene capacidad de ahorro.

Lo peor que le puede pasar a una democracia es que las elecciones no sirvan para resolver los problemas planteados. Eso es exactamente lo que nos ha pasado a los españoles, y la discreta dimisión de Manuel Pizarro ha venido a recordarlo de forma dolorosa. En lugar de enfrentarnos prudentemente con una crisis que ya se adivinaba virulenta y con múltiples brazos, pusimos a prueba el método del disimulo a ver si la crisis pasaba de largo, pero no lo hizo. Zapatero nos conoce bien, sabe que abundan los que, ante la situación actual, afirmarán que es ridículo que la derecha les acuse de dilapidar sus ahorros cuando la crisis es culpa de sus socios capitalistas y americanos y que, además, y bien visto, la herencia no era para tanto, de manera que, quod erat demonstrandum, Zapatero y su izquierda no serán responsables de nada de lo que nos pase.

Pese a ese cómodo colchón protector en la opinión de la peculiar izquierda hispana, de esos genios que creen que la prosperidad es algo natural y la crisis fruto de una conspiración de los ricos, Zapatero comienza a estar inquieto. ¿Qué le pasa a Zapatero? ¿No cree ya en sus recetas tradicionales, en el optimismo, en la confianza?, ¿Ya no piensa que los augures y los expertos se equivocan y los poetas leoneses aciertan? Alguien con mucho poder, algún amigo de Bruselas, si le queda alguno, ha debido de llamarle al orden, algún asesor de extrema confianza ha debido de decirle que las críticas y las alarmas de la prensa internacional no son del todo absurdas, y al pobre casi le da un aire.

Que le hayan dicho que los euros hay que cuidarlos, y, que si no se hace, tendrá que atenerse a las consecuencias, que no serán ni pocas ni agradables, le ha impresionado fuertemente. Se ha visto obligado a aguzar su capacidad de improvisación. Lo primero que se le ha ocurrido, que los candidatos a la jubilación se esperen un par de años, es una buena muestra de por dónde piensa moverse, de lo que nos espera. Zapatero, el arbitrista con dinero, parece pensar que su arbitrismo funcionará también con la bolsa vacía, y ahí pueden empezar a crecerle los enanos, a aparecer estadistas en el PSOE, a descubrirse que la unanimidad sin prórroga a la vista se puede venir abajo. Los nuestros pueden empezar a ser muy suyos, porque si de algo están ciertos sus conmilitones es que, por encima de todo, habrá que salvar los muebles.

[Publicado en El Confidencial]