Hipócritamente, pero se va

Supe que Divar se iría, lo que es un alivio, al oír a una consejera rival hacerle elogios en una tele. Le doraba la píldora para que tuviese un gesto de dignidad, con seguridad previamente pactado. En este desdichado país todo es apariencia, boato, mentira. Divar se queda para poder lucir en compañía del Rey e irse luego como si lo hiciera dignamente.  Lo de la justicia igual para todos, puede esperar, como siempre. Pacto de miserias, pero algo es algo. Entre otras cosas, puede ser un modelo para otra dimisión que pudiere llegar a ser urgente, aunque ahora todavía parezca inaudita e impensable, como la de Divar hace un par de semanas. Pero en Italia hacen estas cosas mejor.
Cosa de dos

Las almas bellas

Siempre me ha llamado la atención que el número tan alto de almas bellas no sea capaz de ahogar, aunque se pueda emplear una expresión más suave, la abundancia de desastres. No digo que los aumenten, ni que sea mala en sí misma esa abundancia, pero me cansa oír los reproches de los bien pensantes, sobre todo  porque suelen no enterarse de nada. 
Edición en papel

Mis alumnos y Sostres

Uno de mis alumnos se ha dirigido a mí con un e mail  cuyo contenido  reproduzco a continuación, así como mi contestación, naturalmente con su permiso.


e mail de mi alumno:
Buenas tardes,

Soy un alumno suyo, concretamente uno que estuvo discutiendo airadamente pero respetuosamente, con usted sobre el buen o mal hacer de Salvador Sostres, periodista de El Mundo. El pasado día 4, lunes, un joven de 21 años presuntamente asesinó a su pareja, una chica de 19 y mostró el cadáver de ésta a través de la webcam a su padre. Salvador Sostres escribió sobre esta noticia en un artículo de Elmundo.es titulado «un chico normal» en el que realiza comentarios como los siguientes:
«Digo que a este chico les están presentando como un monstruo y no es verdad. No es un monstruo». «Es un chico normal sometido a la presión de una violencia infinita». «Quiero pensar que no tendría su reacción, como también lo quieres pensar tú. Pero ¿podríamos realmente asegurarlo? Cuando todo nuestro mundo se desmorona de repente, cuando se vuelve frágil y tan vertiginosa la línea entre el ser y el no ser, ¿puedes estar seguro de que conservarías tu serenidad, tu aplomo?, ¿puedes estar seguro de que serías en todo momento plenamente consciente de lo que hicieras?». Ante la avalancha de críticas que recibió en twitter, Pedro J. Ramírez retiró el artículo de elmundo.es y se disculpó a traves de su twitter. Sin embargo, ayer los trabajadores de El Mundo escribieron una carta a su director en la que critican las palabras de Sostres y le exigen a su director que prescinda inmediatamente de sus servicios.

La carta firmada por trabajadores de El Mundo es clara y contundente y si el director de este medio hace lo que le exigen, aún seguiré confiando en que nuestro oficio no está tan devaluado como creía y que existe todavía compañerismo entre los profesionales de la comunicación. Sobre el Sr. Sostres, podría decir muchas cosas pero sus palabras le retratan. Algunos utilizan las palabras para provocar porque piensan que es la única manera de ser escuchado (‘Escribir es meterse en líos’, se titula su blog), otros intentan cada día relatar lo más fielmente posible la realidad. Ambos son subjetivos, está claro, pero unos aún conocen el significado de la palabra ‘ética’ mientras que otros la olvidaron hace mucho tiempo. 

Aquel día en que conversamos en clase, usted me decía que la libertad de expresión es sagrada. Punto en el que coincido plenamente. No soy nadie para establecer que se sitúa a un lado o a otro de esa línea, pero determinadas palabras chirrían en mi conciencia y no puedo evitar que la sangre me hierva por momentos, como en esta ocasión.

Perdón por la extensión de mi exposición pero al leer la información a la que me he referido, he evocado nuestra conversación y no me he podido resistir a escribirle. Por supuesto, me encantaría saber que opina usted a este respecto. Gracias por ‘leerme’.  Un saludo


Mi respuesta fue la siguiente:
Querido alumno:

Le agradezco mucho que me escriba y que sea valiente al expresar unas opiniones que imagina contrarias a las mías. Ese valor es uno de los bienes de que carece nuestra sociedad civil y que, a mi modo de ver, explica muchos de los problemas con los que tropieza esta democracia nuestra, tan troquelada sobre la paciencia de los Sanchos y que se sigue divirtiendo con las palizas que se propinan a los escasísimos Quijotes que quedan y que, como es obvio, suelen estar un poco mal de la azotea.

Como puede imaginar, sigo pensando lo que pensaba, a pesar de que esta columna de Sostres me pareció especialmente desafortunada, oportunista y mema. Creo, sin embargo, que otras cosas son más peligrosas para la libertad que el mero decir tonterías. Creo que decir tonterías está muy mal, sería deseable que se dijeran y se hicieren el menor número de cosas tontas, pero me parece muy peligrosa la idea de moralidad civil que defienden y practican los que se convierten en inquisidores, por muy respetables que sean sus creencias, que, por lo demás, siempre lo son. Una sociedad democrática se edifica sobre pocos principios, pero uno de ellos es, evidentemente, el derecho a discrepar. Entre el ejercicio de ese derecho, y el supuesto crimen de opinión  debería haber una gran distancia, pero los que se convierten en inquisidores la reducen con una facilidad pasmosa. La unanimidad no es nunca criterio de nada, y puede ser muy peligrosa, especialmente en cuestiones morales, sobre las que no existe una ciencia del bien y del mal; es peligrosa también en cuestiones científicas, como lo acredita cualquier estudio de historia de la ciencia, pero en cuestiones morales es sencillamente temible, mortífera. Fíjese bien en los valores que usted defiende en su carta y el peligro que tienen:

1. «Condena clara y contundente», es el lenguaje de los que se consideran por encima de cualquier duda, un lenguaje clericalpapal, enteramente inapropiado en una panda de periodistas, empleo el tono adrede para molestar, que no han dedicado ni una milésima de su tiempo a pensar en los problemas con los que deciden enfrentarse, ni en general, ni en este caso. Con condenas claras y contundentes se justifica el apedreamiento de adulteras, el asesinato ritual, normalmente de mujeres, y un sinfín de barbaridades. Por favor, un poco de contención, y algo menos de solemnidad. 

2. «Hacer lo que le exigen» (referido al director del medio de comunicación), es decir saltarse, en este caso, las normas de derecho laboral o mercantil, reinstaurar el delito de opinión, o sustituir las decisiones en una empresa por lo que puedan decir los soviets morales de turno. Me parece delirante, qué quiere que le diga.

3. «Compañerismo entre profesionales», la verdad es que es difícil expresar con menos palabras el resumen de la moral mafiosa, que es el nombre que habría que aplicar a este tipo de moral justiciera que usted parece  abrazar con tanto entusiasmo como inconsciencia. 

4. «sus palabras le retratan», es una expresión que refleja bastante bien el intento de someter a juicio la libertad de expresión, convertir las palabras, que deben ser siempre libres, en acciones, que deben respetar las restricciones de las leyes. Luego volveré sobre este asunto bajo otro punto de vista. 

5. Sinceramente, dudo mucho de que  sea verdad que «unos aún conocen el significado de la palabra ‘ética’ mientras que otros la olvidaron hace mucho tiempo»; me temo que ese significado se les escapa a sus colegas, y que la mayoría no podría escribir medio folio sobre el asunto, ni aun copiando de la Wikipedia, pero, bromas aparte, le aseguro que si Ética, a este respecto, significa algo es imparcialidad, no unanimidad pasional. 

6. «determinadas palabras chirrían en mi conciencia y no puedo evitar que la sangre me hierva por momentos». Por si le sirve de consuelo, a mi me pasa también muy a menudo, pero he aprendido que la libertad consiste en que habrá siempre gente que haga cosas que no nos gusten, de manera que dedico los chirridos de mi conciencia a tratar de corregir mis propias acciones (entre otras cosas para evitar que deje de chirriar a mi conveniencia), y no a tratar de corregir las de los demás, que es, en su caso, la tarea de los jueces, y de nadie más. Esto no evita la crítica, naturalmente, pero sobrepasa mucho la capacidad de criticar el pedir que le quiten a alguien un empleo, al margen de cualquier otra consideración. En cuanto a lo de que le hierve la sangre, tome baños fríos, que es lo que desde los tiempos de los griegos, que fueron los primeros en meditar un poco en serio sobre el ser de la justicia, se aconseja a los que han de practicarla, y por eso se la pinta con los ojos tapados, aunque entre nosotros se lleve mucho la justicia avizor (por ejemplo, que no valga para Garzón lo que sí vale para todo el mundo).

Una vez que he comentado, con dureza, pero con buena intención, los términos del escrito de quien, al fin y al cabo, es mi alumno, y le deseo que le sirva para algo esta especie de cariñosa lección particular, me voy a fijar ahora en algunas otras cuestiones que son, sin duda, pertinentes al caso. 

1. Yo no habría autorizado, por inconveniente, la publicación del escrito de Sostres o, mejor dicho, le habría invitado a matizar mucho las afirmaciones que hace, con el riesgo, es obvio, de que el artículo se le quedase en nada, pero es que los provocadores también deberían afinar y huir algo más de la sal gorda. De cualquier modo, me parece preocupante que, en el caso de lo que ahora llamamos de una manera bastante absurda y contraria al genio de nuestra lengua, «violencia de género», se pretendan abolir radicalmente las excusas, disculpas, los motivos de compasión con el delincuente. Creo que esto es pura hipocresía, y creo que Sostres acertaba al describirla, pero lo hizo en unos términos confusos y muy desafortunados que se prestan, y mucho, a excitar al coro de plañideras y, lo que es peor, a enturbiar las cosas.

2. Considero que lo que mi maestro Arcadi Espada, con el que discrepo frontalmente en otros mucho asuntos, llama la “moral socialdemócrata” supone hoy en día un riesgo enorme, sobre todo, para la libertad intelectual. A este respecto soy un entusiasta de las palabras de Richard Rorty, un gran filósofo norteamericano fallecido recientemente, con quien también discrepo muy a fondo en un buen número de cuestiones, cuando decía “cuídate de la libertad, que la verdad ya se cuida de sí misma”. Hoy hay riesgo para la libertad porque existe una especia de mayoría moral empeñada en imponer sus convicciones por las buenas o por las malas, eso es lo que significaba, en tiempos que se creían olvidados, la Inquisición.

Por último, quiero hacerle caer en la cuenta de la asimetría moral con que se enjuician esta clase de asuntos, dependiendo de quien sea el protagonista. Para no esforzarme más con los ejemplos, le citaré dos a los que hoy alude Santiago González en su blog de El Mundo, en el que, por supuesto, también discrepa de la columna de Sostres. Me referiré a ellos con mis propias palabras:

El 24 de noviembre de 2008, Almudena Grandes escribió en la última de El País:
«Déjate mandar. Déjate sujetar y despreciar. Y serás perfecta». Parece un contrato sadomasoquista, pero es un consejo de la madre Maravillas. ¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una patrulla de milicianos? En 1974, al morir en su cama, recordaría con placer inefable aquel intenso desprecio, fuente de la suprema perfección.»

El 8 de febrero de 2007, Maruja Torres escribía, también en la última de El País:
«El sinvivir de la albóndiga mediática [Federico Jiménez Losantos] intentando encontrar Goma 2 aunque sea en el conejo de su madre.» En ambos textos, hay menosprecio de sexo, y una cierta justificación de la violencia, aunque sea de izquierdas, además de una vergonzosa falta de respeto a una monja santa, que muchos veneramos como un ejemplo moral muy alto, y a una madre, algo que todo el mundo debiera respetar, aunque sea la de FJL. Por supuesto, será inútil buscar en los Google de turno las propuestas ardorosas de los que “aun conocen el significado de  la palabra ética”. Yo no las echo en falta, porque creo que son innecesarias, como creo que no hay que ir pidiendo por ahí a la gente que confiese su amor a la justicia, o su oposición a las violaciones, pero creo que no exagero si pienso que la diferencia entre la desmesura de las reacciones ante los excesos verbales de Sostres, y la indiferencia ante las delicadas expresiones de la Grandes, no se deba a que merezcan un juicio ético distinto, sino a muy distintas razones. Y, dicho esto, le vuelvo a agradecer su confianza, le pido permiso para publicar su carta (sin su nombre) y mi respuesta en mi blog, porque me parece que plantea una cuestión de interés general, y le invito a que, si lo quiere, sigamos discutiendo allí esta clase de asuntos. Un abrazo,



La fiscalía y el embudo

La Fiscalía de Baleares, que ha propiciado tantas oportunidades para poner de manifiesto los supuestos escándalos y corrupciones de políticos del PP, que ha perseguido con tanto espectáculo y eficacia aparente sus cacareadas fechorías, está en manos de un personaje que no está más allá de toda sospecha, sino que todo indica que, al amparo de su posición, ha podido traspasar, hasta la fecha con total impunidad, las fronteras de la licitud y la legalidad con diversas actuaciones extremadamente discutibles, en unos casos curiosamente similares a las que han dado píe a la persecución de otros, en otros distintas pero no menos inadecuadas, y presumiblemente delictivas.
Según ha desvelado La Gaceta, no solo falseó los datos referidos a sus propiedades inmobiliarias, con la intención de pagar menos impuestos, una conducta que, si nunca es defendible, resulta gravemente escandalosa en el encargado de vigilar el cumplimiento de la ley, sino que ha hecho uso de los recursos de comunicación de que dispone como autoridad pública, para llevar a cabo actividades mercantiles que el estatuto fiscal, con perfecto sentido, considera ilícitas para sus miembros, tanto si las llevan a cabo por sí mismos o por interposición de terceras personas. No queremos negarle al señor Horrach su derecho a hacer pingües negocios en sitios de tan acrisolada legalidad y seguridad jurídica como Panamá; efectivamente, el señor Horrach tiene derecho a ser un águila comprando y vendiendo propiedades en condiciones ventajosas para su patrimonio, pero no tiene derecho alguno a hacerlo al tiempo que ejerce como fiscal anti-corrupción en Baleares, y mientras persigue con hipocresía digna de mejor causa a quienes no hacen cosas muy distintas a las que él ha hecho.
Se trata de un caso de burla de la ley absolutamente impropio en una persona especialmente obligada a la ejemplaridad y al cumplimiento escrupuloso de las leyes y de cuantas disposiciones se hayan establecido para garantizar el correcto cumplimiento de sus funciones y su absoluta imparcialidad hacia todos los ciudadanos.
Es interesante preguntarse qué piensan hacer sus superiores ante la gravedad de los hechos sacados a la luz. El Fiscal general del Estado debería tomar inmediatas cartas en el asunto para tratar de restablecer la confianza de los ciudadanos en las acciones de la fiscalía, aunque nos tememos que se pueda refugiar, como ha hecho en los numerosos casos que han afectado al señor Bono, en la curiosa disculpa de que la prosperidad personal y las riquezas no son indicio suficiente para suponer una investigación de los fiscales, curiosa no porque sea incorrecta, que no lo es, sino porque, tanto en el caso de Bono, como el del fiscal Horrach constituye una salida en falso, ya que no se sospecha de ellos por su patrimonio, sino por la inverosimilitud de lograrlo por medios lícitos, en el caso del todavía presidente del Congreso, y por las irregularidades cometidas por el fiscal balear para ahorrarse unos miles de euros, o para gestionar desde la comodidad de su cargo público diversos negocios ultramarinos en Panamá o Argentina. Las andanzas del fiscal anticorrupción constituyen actividades cuya incompatibilidad está pre­vista en la Ley 50/1981 que regula el estatuto del ministerio fiscal, y suponen una falta muy grave que puede llevar a la definitiva separación del servicio.
Por muchísimo menos que esto hay jueces y fiscales que han sido perseguidos, castigados y expulsados; si fuésemos optimistas esperaríamos que se haga justicia con este personaje, pero nos tememos que sus servicios a la causa acaben por cubrir con un manto de hipocresía sus escandalosas flaquezas.
[Editorial de La Gaceta]

Martillo de herejes

Una de las cosas que muestra, sin que apenas pueda dudarse, el carácter de una sociedad, el auténtico valor de sus gentes, es la gran atención que dedican a los temas realmente importantes. A veces se critica a los españoles por la enorme atención que prestan a temas frívolos como los de la telebasura, pero creo que se trata de una apreciación injusta. Ha bastado que un político de provincias haya puesto en cuestión con sus palabras uno de los grandes valores de nuestra civilización para que el país entero haya entrado en un estado de casi efervescencia. Ha sido glorioso comprobar cómo de atentos están los españoles a los temas esenciales, a las grandes cuestiones de nuestra época, y siendo ello así, no es de extrañar cómo nos van las cosas. ¡Hispania fecunda, luz de Trento, martillo de herejes!

La hipocresía

Escribo bajo la impresión que me produce el contacto con algún que otro hipócrita, uno de esos tipos de los que puede decirse aquello de “ni una mala palabra, ni una buena acción”, una expresión que, por cierto, oí por primera vez referida a Zapatero, y de boca de un correligionario suyo. Se trata de personas indudablemente hábiles, lisonjeras, prontas a exhibir sus mejores prendas. Supongo que el auténtico hipócrita tendrá que serlo, sobre todo, consigo mismo, alguien que huirá como de la peste del examen de conciencia, de la más ligera oportunidad de que cuestionarse su estrategia. Entre españoles, que pese a lo peligrosas que sean este tipo de generalizaciones, solemos ser escasamente proclives al debate, a la racionalización, a organizar las cosas con buen sentido, el hipócrita se maneja muy bien, porque no necesita dar explicaciones de ningún tipo. Como, entre nosotros, las teorías están de más, porque suele bastar con repetir lo que nos parece, el hipócrita puede lucir con solemnidad y empaque la bondad de sus motivos, su altruismo, su inmensa bondad. En un mercado en el que las razones cotizan muy a la baja, el hipócrita puede lucir con esplendor inusitado. Su figura produce, sin embargo, hastío, porque carece completamente de interés. Puede que haya un cielo para los hipócritas, pero me temo que será ese cielo aburrido de los chistes.
Yo sé de sobra que la vida social exige un cierto grado de ficción, de hipocresía, pero eso debiera quedarse en las buenas maneras, en poco más. El auténtico hipócrita no se conforma, y llega a creerse que los demás no le conocen cuál es, que el disimulo educado equivale a la admiración por la excelencia de sus motivos e ideales, por la ejemplaridad de su conducta. Puede que eso suceda con los muy memos, pero para el común de los mortales, el hipócrita, además de aburrido es realmente repulsivo.

La ley, el temor y la mentira

Hace días, un profesor amigo, con larga experiencia de la vida inglesa, me hizo notar que era corriente que, cuando los ingleses vienen a España, se indignen por el altísimo grado de incumplimiento de las normas europeas, que nos son comunes, y que es tan frecuente entre nosotros. Según él, ese factor, era uno de los que explicaba el antieuropeísmo inglés: no quieren pertenecer a un club que les impone unas leyes que se incumplen, y no solo en España. Sea de ello lo que fuere, el caso es que acabamos coincidiendo en que la actitud general de incumplimiento de cualquier clase de normas, siempre que se pueda, es una consecuencia del alto grado de mentira e hipocresía que es corriente en la vida pública española.

Aquí, todos sabemos que las cosas no son lo que parecen, sino que son, muy frecuentemente, lo contrario. Nadie cree en la objetividad de las pruebas para el acceso a la función pública, por ejemplo, ni en la independencia de la Justicia, ni en la objetividad de la prensa, ni en la sinceridad de los políticos. La política, en particular, ha llegado a ser un terreno en el que la mentira y el engaño alcanzan extremos de virtuosismo tan asombrosos como inútiles. Nadie se creerá, por ejemplo, que una súbita y universal tendencia a servir a Benidorm más que a su partido, haya hecho que todos los doce concejales del PSOE decidan abandonar la legendaria honestidad de su partido para hacerse con la alcaldía con el auxilio de un mercenario. Todos sabemos que eso es una estratagema, pero como es una maniobra prohibida por el imperativo categórico de la hipocresía, toca mentir y se miente con una enorme limpieza, con la conciencia clara de que lo único importante, las apariencias, se ha salvado.

Entre todos hemos consagrado el principio, totalmente absurdo, de que más vale aparentar que ser, justo lo contrario de lo que manda el lema, esse quam videri[i], de Gerard Manley Hopkins, claro que era poeta, inglés y jesuita, no un caradura al uso.

¿Por qué somos mentirosos? Porque es la mejor manera de obedecer sin que se nos llame cobardes. ¿Por qué somos hipócritas? Porque tenemos miedo a pensar de modo diferente a los demás. ¿Por qué nos saltamos las leyes? Porque sabemos que ni siquiera el legislador cree en ellas. Todo esto puede funcionar más o menos bien, pero la realidad, tarde o temprano, se acaba tomando su venganza. Quizás acabe sucediendo que el batacazo que nos espera tras la orgía de falsa prosperidad nos haga caer en la cuenta de que el respeto a la verdad, además de superior desde el punto de vista moral, es, a la larga, la más inteligente y provechosa de las normas.


[i] Ser, más que parecer, (lema heráldico de su familia).

El país hipócrita

Una de las claves de la situación española es el excelente nivel de aceptación que tiene la hipocresía. Aquí ya no se considera como el homenaje que el vicio le rinde a la virtud, sino como la virtud misma. Preferimos olvidarnos de la realidad para venerar sus máscaras.

Los ejemplos son infinitos. El presidente declara ante millones de españoles que él puede equivocarse pero no puede mentir (¡nada menos que no poder mentir!) y se supone que millones de españoles se deleitan con la sublimidad presidencial. Afirma que las armas vendidas a Israel no son para matar palestinos, y muchos dejan escapar una lágrima furtiva de la emoción que les embarga por tan previsora limitación al vil comercio de las armas.

Estos días algunos periódicos andan a la greña con supuestas revelaciones sobre las actividades de algunos políticos y la información da a entender que algunos pudieran haberse interesado en ayudar al éxito de los negocios de sus amigos. ¡Crimen horrible!, ¡eso aquí no lo hace nadie! Tan no lo hace nadie, que el lobby está expresamente prohibido y ya se sabe que aquí todos cumplimos las leyes a rajatabla.

Los españoles se han acostumbrado a seguir a la letra los mínimos mandatos de toda una industria de la buena conciencia (una afortunada expresión de Paul Theroux para definir el papel de las ONG en África, con sus Toyotas de un blanco inmaculado y su ropa de moda) destinada no a que las cosas vayan bien, sino a que lo parezca, no a promover buenas conductas sino a blanquear y consolidar las famas. Por eso nuestros soldados no están en guerra sino en misiones de paz y si un helicóptero es derribado es cosa del viento.

Los mayores escándalos nacionales se reservan apara los grandes delitos: vehículos a 200 por hora o prebostes que se fuman un puro en el despacho haciéndole una higa a la legislación vigente. Uno de los casos recientemente atribuidos al ex presidente del Real Madrid es que una empresa sacaba a la venta (con facturas que se mostraban a los telespectadores como prueba de la ilicitud del caso) entradas que “no se podían vender” y se quedaba con el 10% de comisión. ¡Qué escándalo, por Dios! ¡Aquí que nadie paga por nada, ni se cobra nunca una  success fee!

A cambio de esa especie de rijosidad hipócrita, miramos para otro lado cuando los asuntos son de verdad gordos o cuando los protagonizan ese raro plantel de personajes que tienen bula, esos seres excepcionales, Zapatero es el modelo, que nadie jamás podría ni siquiera imaginar que pudieran hacer algo que no sea perfecto.

Necesitamos un empape de realidad y dejarnos de escándalos farisaicos,  de estrecheces mojigatas, aunque la mojigatería tenga ahora que ver no con las faldas y las blusas sino con los nuevos mandamientos de la hipocresía imperante. 
[Publicado en Gaceta de los negocios]