Tonterías electrónicas

Lo malo de haber asistido a numerosas conferencias es que uno se acostumbra a la trivialidad, que es casi lo único que puede ocurrir cuando se juntan auditorios diversos  ante un reclamo equívoco.  Días atrás, soportaba educadamente un simposio, digamos, comercial, con la esperanza de salir del sopor en la anunciada intervención de  un representante de Google. Y así fue, en efecto, pero para pasar de la trivialidad al disparate. El ponente, Luis Collado, iba a hablar de los libros electrónicos, pero lo que hizo fue, más bien, hablar contra los dispositivos  diseñados para la lectura de libros con tinta electrónica.  Su intervención consistió en una exhaustiva recolección de tópicos sobre el tema con la guinda añadida de que el señor Collado consiguió, incluso, sostener al tiempo tópicos incompatibles, lo que no deja de ser sorprendente en un orador tecnológico. Al llegar a casa estuve a punto de desenchufarme de Chrome, gmail y de esa infinitud de excelentes servicios que me presta la empresa del señor Collado, pero me contuve, aunque todavía no me he curado del asombro que me produjo oírle hablar de “inconvenientes de la abundancia”, “pirateo”, “lectura dispersa”, “deslealtad con el autor”, “microlectura”, “riesgo de escasa perdurabilidad del soporte”, “consumo de energía”, etc. Hube de frotarme los ojos para comprobar que no estaba oyendo, por ejemplo, al presidente del gremio de libreros.     

Frente a ello hay que decir con toda claridad que los dispositivos lectores de e-book, como mi Papyre son excelentes; que no conozco a nadie que los haya probado y los deseche; que se convierten en un soporte adictivo de lectura, especialmente si uno se pone a leer a autores de larga andadura, como Dostoievski, Herodoto o Pérez Galdós; que no cansan la vista en absoluto, porque la e-ink no titila en la pantalla; que su consumo de energía es mínimo (hay que recargar la batería menos de una vez al mes, aún usándolo todos los días durante horas); que hay infinidad de textos digitales que se pueden leer gratuitamente sin atentar contra derechos de nadie;  que su costo se justifica sobradamente en el ahorro futuro, y un sinfín de ventas más, como su leve peso, su facilísimo manejo y su casi infinita capacidad para almacenar  libros, muchos más de los que la mayoría de lectores pueda leer en su vida. 

En el colmo de la filigrana, el señor Collado, reprocho a estos dispositivos el carecer de hipervínculos (lo que es verdad), sin reparar en que había asegurado previamente que la lectura con ellos nos expone a los problemas (“dispersión de la atención”, “lectura transversal” y bobadas similares) que muchos achacan, precisamente a los tales  hipervínculos. No creo que sea noticia que el señor Collado no tenga un portador o lector de libros electrónicos, pero me ha parecido notable que el celo  por acercarse a los editores pueda estar llevando a gentes de Google a sostener esta clase de medias verdades, es decir, de mentiras.

[Publicado en adiosgutenberg]

Sobre el poder de las tonterías

Las tonterías tienen siempre muy buena imagen. Se trata de un fenómeno muy interesante que debería tenerse siempre en cuenta cuando se examinan los índices de opinión. No creo que sea fácil explicar este extraño asunto sin herir la susceptibilidad de nadie, de manera que me abstendré de profundizar en él, y me limitaré a dos cosas. Primero, a constatar que es un prodigio antiguo y bien conocido, basado, simplemente, en la abundancia de los necios, y, segundo, a poner un ejemplo reciente de tontería rutilante. Ruego a mis selectos lectores que consideren que, dado el enorme tamaño del mercado, la elección de un buen ejemplo es asunto difícil y, si el caso fuera convincente, sería bastante meritorio.

Respecto a la antigüedad del  argumento, bastaría con citar al Eclesiastés I, 5 cuyo texto de la Vulgata dice “Quod est curvum, rectum fieri non potest; et, quod deficiens est, numerari non potest”, sentencia que la sabiduría popular, a saber si debida o indebidamente, ha decidido leer como “Stultorum multitudo infinita est”, dando estatuto de verdad revelada a la común, y paradójica, creencia de que la multitud de los tontos es innumerable. Gracián recoge con aprecio la opinión de un capitán portugués, según la cual, “son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”. De manera más cercana a nosotros, el sarcástico Azaña recoge en sus Diarios, y se trata solo de unas muestras, las siguientes perlas: “Todo este país vive en una especie de estupor”, “En los pasillos del Congreso cunde la majadería” “Es demasiada ambición la de que todos sean inteligentes”. No sigo, porque la erudición acerca de la tontería ajena es amplia, pero entristece, aunque ilustre suficientemente las razones de la excelente imagen de lo estúpido.

Vayamos ahora al ejemplo. Me he hartado de leer en los últimos meses un diagnóstico realmente curioso a propósito del mercado del libro en España. Se han repetido las afirmaciones, de unos y otros, a propósito de que el libro no nota la crisis y goza de buena salud. Se ve que estamos tan escasos de buenas noticias que nos enganchamos como locos a la primera que pasa. Siempre me ha parecido paradójico que los libros se vendiesen como churros, si se tiene en cuenta lo extraño que resulta encontrar a alguien que haya leído al menos uno, pero, como se repetía tanto, y tiendo a ser optimista sobre las opiniones mayoritarias, me decidí a investigar. Pues bien, me ha bastado hablar con dos buenos editores, y sin embargo amigos, para escuchar las más amargas quejas acerca de la situación lamentable del negocio y del efecto letal de esa precisa tontada.

Se dirá que mi ejemplo se refiere a una memez de formato ligero, de andar por casa, qué duda cabe. Pero hay que reconocer que tomársela en serio requiere unas auténticas tragaderas. ¿Cómo es posible que vaya bien un mercado como el del libro cuando pasan, como mínimo, las siguientes cosas:

1.  Hay un descenso realmente espectacular del nivel general de consumo. Por lo que se ve, eso no debería afectar a los numerosos lectores que pueblan las Españas, y que prefieren cualquier cosa a dejar de leer libros.

2.  Los puntos de venta de libros casi han desaparecido y los que hay parecen encomendados a miembros selectos de la hermandad de enemigos de la lectura.

3.  Hay una auténtica revolución en marcha como consecuencia de la era digital que afecta de lleno a la obtención de  documentos y a su forma de lectura que afecta de lleno al mercado de la prensa y a todo tipo de publicaciones.

Pues bien, pese a estas gruesas evidencias, que podrían aderezarse con multitud de detalles hirientes, una bandada de tontos especialistas se ha dedicado a proclamar a los cuatro vientos la buena nueva de que el libro sigue impertérrito. Ya sé que a muchos de ustedes, que son gentes proclives a pensar mal de nuestros magníficos gobernantes, pueden estar pensando por lo bajini que la culpa es de quien todos sabemos, que se dedica a contar mentiras sin que parezca que a nadie le importa. Pues siento llevarles la contraria, pero me parece que la cosa es al revés: el mal que consiste en que el público prefiera las palabras a las cosas está a punto de acabar con el sentido común del refranero. Por eso me asusta un poco el panorama, porque, como no creo en los afeites de la cosmética, ni en los milagros mediáticos, sigo pensando que aquí lo de los libros está de pena, y así nos va. Lo del libro tiene arreglo, y lo de la política, también. Pero habrá que ponerse cuanto antes a la tarea,  sin seguir comprando campañas de bobos, y tontísimas ellas mismas. 

[Publicado en El Estado del derecho]

Dos formas distintas de leer

Del mismo modo que hay dos formas distintas de viajar hay, fundamentalmente, dos formas distintas de leer. Podemos viajar por puro placer, desde el grato paseo al atardecer hasta dar la vuelta al mundo por el gusto de darla. Pero también podemos viajar porque necesitemos hacerlo, desde salir a tomar un refresco hasta pasar seis meses fuera de casa haciendo gestiones diversas, mundo adelante. Ambas formas de viajar tienen elementos comunes pero son muy distintas. La segunda no excluye el placer ni la primera la utilidad, pero ni nadie las confunde, ni es necesario enfrentarlas de modo maniqueo. Con la lectura pasa algo semejante. Cabe la lectura por puro placer y cabe la lectura por necesidad, porque necesitamos saber algo. La lectura privada y por placer es, históricamente, un producto tardío. Sabemos que la forma ordinaria de lectura fue la lectio, la lectura en voz alta de un texto dirigida a un público interesado y atento y que la lectura privada, eso que hoy consideramos como leer por antonomasia, era una rareza antes de la época moderna. De hecho, podemos ver cómo la locura del Quijote nace de una lectura que Cervantes considera excesiva, del abuso de un placer todavía raro, la lectura privada como munición de la fantasía.

Desde la puesta en marcha de la era digital, desde que es posible manejar textos, por complejos que sean, compuestos estructuralmente a base de unos y ceros, se han movilizado posibilidades de lectura de las obras más diversas que eran sencillamente impensables hace unas décadas. Esta facilidad para disponer de una gran variedad de textos (obras clásicas, artículos de prensa, conferencias, apuntes, etc.) ha ido creciendo sin que ello haya supuesto mayores dificultades de búsqueda gracias a la rapidez y el buen funcionamiento de los llamados buscadores. A muchos efectos puede decirse que todo está en la red, afirmación que, aunque dista mucho de ser cierta, marca una tendencia que es cada vez más evidente y que se colmará casi completamente en el curso de los próximos años. De cualquier manera, decir que todo está en la red es equivalente a haber dicho, hace veinte años, que todo está en una buena Biblioteca, algo que tampoco era cierto en absoluto pero señalaba la excelencia de determinadas instituciones capaces de albergar de una manera organizada y permanentemente al día cuanto era posible leer respecto a una serie de disciplinas o autores.

Las ventajas de los textos digitales son muy grandes para la lectura profesional o por necesidad, debido a que disponemos de una facilidad de búsqueda y acceso infinitamente superior a la que tenemos cuando manejamos textos impresos. Existe, además, otra ventaja decisiva de la red que consiste en que, al menos en principio, acceder a un texto significa la posibilidad inmediata de trabajar con él en el mismo computador que estamos utilizando. La desventaja principal de la red frente a una buena biblioteca reside, evidentemente, en el carácter casi caótico de la red frente al reino de orden, de precisión y de pertinencia que caracteriza a cualquier buena biblioteca. Es seguro que en un futuro inmediato asistiremos a la reinvención de las artes bibliotecarias en el nuevo entorno digital.

¿Qué pasará entonces con los libros de siempre? Es evidente que el objeto al que llamamos libro está dejando, o ha dejado ya, de ser el depositario exclusivo de la cultura y del saber como lo era, seguramente, hasta hace unas décadas.

Adivinar el futuro es casi tan imposible como resistirse a su lógica, a veces implacable, a veces misteriosa. Los editores tradicionales y los libreros van a perder, en parte ya lo han hecho, el singular privilegio que tenían en relación con la palabra. Pero eso no debería ser considerado como una desgracia, al menos no como una desgracia universal.

El libro es un invento demasiado bueno como para que podamos deshacernos de él. Parece razonable pensar que la lectura privada y por mero placer va a seguir siendo primordialmente lectura de libros. No creo que nadie, salvo el investigador especializado, prefiera releer Fortunata y Jacinta, por poner un ejemplo cualquiera, en la pantalla de su ordenador, en lugar de hacerlo con su viejo ejemplar o en una nueva y atractiva reedición de bolsillo, aunque resultará igualmente placentero y útil leerlo o reelerlo en la pantalla de tecnología de tinta de un lector de e-books, para lo que existen varias buenas ediciones perfectamente legítimas y libres accesibles en la red. 

Sin embargo, son muchas las cosas que van a cambiar en los libros que se editen de aquí en adelante. Deberíamos caer en la cuenta de que, por ejemplo, el título, algo que nos parece absolutamente esencial a cualquier obra, es sólo la exigencia impuesta por una forma particular de edición, algo que debería ir en la ‘portada’, pero ahora los libros digitales van a poder tener muchas más portadas, no tienen por qué conformarse con una sola. Del mismo modo que un teléfono ya no es solo un teléfono sino que puede ser un sinfín de cosas más (aunque a algunos nos aburra el espesor del manual correspondiente porque solo queremos hablar con los amigos), un nuevo libro podrá llamar la atención de sus lectores digitales de mil maneras distintas, no sólo de una.

Las posibilidades son muchas, pero solo algunas llegan a ser realidades efectivas y no podemos saber cuáles y cómo van a ser las cosas en este terreno a, digamos, cincuenta años vista. Seguramente la lectura por puro placer va a seguir siendo servida por mucho tiempo por el libro de (casi) siempre. Pero ese libro va a tener rivales poderosos y seguramente no va a seguir gozando del privilegio que le otorgaba el monopolio de la lectura. Quienes viven de la fabricación, la distribución y el comercio de los libros (o de los periódicos, que a veces coinciden) harán bien en pensar en lo que puede venir y en no limitarse a defender su posición a base de argucias legales y de pésimos argumentos.

Estamos ante una revolución, pacífica pero bastante radical, ante la que no vale mirar para otra parte. Los lectores no tienen nada que perder y tienen un mundo por ganar. Los autores deberán caer en la cuenta que su primer derecho es el derecho a ser leídos, a que se conozca lo que piensan y dicen y que eso no tiene que subordinarse necesariamente a las estrategias de negocio de los editores tradicionales. En fin, un lío, pero un lío lleno de interés y de promesas al que no hay que tener ningún miedo.

[Publicado en otro blog. Este texto es una leve variante de lo que apareció previamente en El Escorpión, el blog de Alejandro Gándara]