Razones para un tumulto

Quienes llamaban asesino a Aznar y se conjuraron con el “nunca mais” porque un barco extranjero había naufragado frente a las costas gallegas, se han vuelto repentinamente modositos y se escandalizan de la pitada a Zapatero. Pero esa pitada ha sido un síntoma de algo, no una rebelión y son muchas las razones que la justifican.
En primer lugar, se pedía la dimisión de ZP, que es lo que, hoy por hoy, desea cerca de un 85% de españoles, incluyendo buena parte de los que ahora se escandalizan.
La democracia es una manera de destituir pacíficamente a un gobierno incompetente, y los descontentos no han hecho otra cosa que recordar que el momento se acerca, que no debiera posponerse.
Un desfile militar es un acontecimiento emocionalmente cargado y no se debe esperar que el público lo contemple con la seriedad y el arrobo de quien escucha una sinfonía.
Zapatero se ha ganado a pulso la pitada porque nadie ha puesto tan en solfa como él lo ha hecho los valores que se celebran en la Fiesta Nacional, y en un desfile de las fuerzas armadas.
La pitada a Zapatero es ya una tradición de años, y el gobierno ha querido evitarla con un desfile casi invisible. Este intento de sustraerse a la pitada ha exacerbado los ánimos, habilidades de doña Carme.
El hecho de que los gritos persistiesen durante el emotivo acto de homenaje a los caídos no indica otra cosa que el fracaso del plan para ocultar el desfile. Habría bastado una advertencia pidiendo silencio, pero eso hubiera supuesto reconocer oficialmente le griterío general y, en consecuencia, no poder echarle las culpas a la extrema derecha, a ver si los nuestros se motivan.
Hay sitios muy selectos en los que nadie protesta nunca, como los politburós o el congreso del partido comunista chino, pero en democracia la indignación es siempre lícita y, a veces, como ahora, muy razonable. Si se inventan nuevos protocolos de disimulo en lugar de rectificar, los silbidos no dejarán oír el paso de los reactores.

Los ejércitos y el pueblo

Ni siquiera la continuada serie de habilidosas artimañas urdidas por los gobiernos de Zapatero han sido capaces de evitar que el desfile militar con motivo de la Fiesta Nacional se convierta en una oportunidad para que el pueblo manifieste su admiración, su gratitud y su entusiasmo por las fuerzas armadas españolas.
En ese ambiente emocional el pueblo nunca se engaña; sabe que el Rey, la bandera, y nuestros soldados son su última protección frente a la barbarie, representan la seguridad, nuestra libertad, la posibilidad de vivir en paz y en igualdad bajo el dominio de la ley. Precisamente por esa certeza más allá de cualquier idea política, los españoles que asistieron ayer al desfile prorrumpieron continuadamente en gritos contra Zapatero, en silbidos, en peticiones de dimisión, una protesta que ni siquiera la sumisa TVE consiguió disimular del todo.
Durante sus años de gobierno Zapatero se ha empeñado sañudamente en poner en sordina los sentimientos que ayer se desbordaron al paso de nuestros soldados. Ha intentado desmilitarizar al ejército convirtiéndolo en un grupo de hermanitas de la caridad, paradójicamente armado. Ha herido profundamente el patriotismo de los españoles escondiendo los símbolos nacionales y azuzando las querellas territoriales y los enfrentamientos; se ha sostenido en el gobierno gracias al amparo de quienes llaman genocidio a la hispanización de América; ha sometido a tensiones insoportables la unidad política de España encarnada en la Constitución; ha promovido un pacifismo tan necio como cobarde que equipara inicuamente a las víctimas con sus verdugos; ha negociado con quienes nos quieren destruir; ha pagado rescates a secuestradores y terroristas que han atentado contra la vida y los intereses de los españoles, y ha impedido cobardemente que nuestras tropas, perfectamente capaces de hacerlo, les suministrasen castigo, la única vía disuasoria conocida.
Por si fueran pocas tales hazañas, el gobierno de Zapatero nos ha conducido habilísimamente a la ruina más absoluta, y nos sigue tratando como a necios mintiendo de manera continua sobre medidas que va a tomar, y que no toma porque no le convienen políticamente. Un Zapatero aparentemente feliz y sonriente junto al Rey, las tropas, y la bandera, es más de lo que puede tolerar la sensibilidad de los ciudadanos que saben que mientras este personaje siga al frente del gobierno no habrá esperanza alguna, tal es su infinita capacidad para la martingala y el engaño.
El griterío de los asistentes ha ensombrecido en ocasiones la solemnidad de los actos, como en el momento de homenaje a los caídos, por ejemplo. Pero el descontento popular no expresa ninguna falta de respeto hacia la memoria de esos españoles heroicos, sino un desagrado profundo de que el presidente menos gallardo de nuestra historia, el personaje más alejado de las virtudes que se celebran, como el patriotismo, el heroísmo, la generosidad, o el sacrificio por los demás, se luzca en esos escenarios de los que no es digno. Sería deseable que esa clase de contrastes entre la solemnidad de los actos y la indignación popular no se produjesen, pero seguirán mientras Zapatero siga comportándose como si ser español le pareciese un baldón difícil de sobrellevar, como si defender nuestra dignidad no fuese su obligación, también frente a sus amigachos, como ese personaje bufonesco que tiraniza a Venezuela, y que ayer no permitió que la bandera de esa república desfilase ante la nuestra y ante el Rey.

Una fiesta en precario

Cualquier observador reconocerá el equívoco que envuelve a las celebraciones del 12 de octubre. Se trata de actos que han quedado reducidos a ritos puramente formales y, paradójicamente, casi clandestinos, porque carecen de la menor emoción popular. Al preguntarnos por el sentido de estas celebraciones no debiéramos limitarnos a constatar alguna especie de decadencia inevitable, porque las causas de la precariedad emocional y popular de esta celebración son perfectamente nítidas, y es obvio que cualquier gobierno español tendría que procurar remediarlas. No es eso lo que viene haciendo el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, y ni siquiera es eso lo que han hecho en las últimas décadas los gobiernos de la democracia.
La raíz última de la desafección política hacia la celebración de esta festividad está, en primer lugar, en la indebida y estúpida identificación que la izquierda ha hecho entre la festividad y el franquismo, cuando se trata, como cualquier persona mínimamente culta debiera saber, de una institución muy anterior; pero, además de esta identificación tan necia, una gran parte de nuestra izquierda, siempre escasa de luces propias, ha jugado irresponsablemente a promover una imagen caricaturesca de nuestro pasado que impedía celebrar con buen ánimo la Fiesta de la raza, como se la llamó desde el principio, la exaltación de una poderosa unidad cultural distinta a la anglosajona, pues no de otro modo ha de entenderse el significado de la palabra raza, aunque esté hoy tan en desuso.
Esa clase de desdichados equívocos y complejos, promovidos por la izquierda y aceptados de forma insensata por buena parte de la derecha, han favorecido también el disparatado proyecto de disgregación nacional y de separación emocional que se ha llevado a cabo en estos años para desespañolizar España.
Afortunadamente, sin embargo, aquí podemos beneficiarnos de la sempiterna tendencia a la separación entre la España oficial y la España real. Mientras la España oficial sigue siendo víctima de pudorosos tiquismiquis acerca de la españolidad, los ciudadanos normales y corrientes salen a la calle al unisono y sin distinciones ni de ideología ni de procedencia geográfica cuando se trata de algo realmente importante para todos nosotros. Pocas veces ha sido más evidente la españolidad de toda España que el día de la protesta contra ETA por el asesinato de Miguel Ángel Blanco, y en otro orden de cosas, que de cualquier modo testimonian un ánimo común y un orgullo nacional intacto, las celebraciones públicas y masivas de los éxitos resonantes de nuestros deportistas ponen de manifiesto que los españoles no estamos hartos de serlo, por más que algunos hayan conseguido vivir admirablemente bien a costa del dinero de todos los españoles, gracias a esa monserga antiespañola.
La monumental crisis económica que padecemos, cuya gravedad ha sido potenciada por la insensatez y el sectarismo de este gobierno, está poniendo de manifiesto un importante conjunto de disparates que, al socaire de la democracia, han logrado disimular durante un tiempo su auténtica condición. Uno de los más notables de todos ellos es la pretensión de mantener un Estado en perpetuo régimen de adelgazamiento y sometido a un proceso continuado de deslegitimación por los intereses de minorías políticas de campanario. Se trata de un gravísimo disparate al que hay que poner inmediato remedio. Ya hemos hecho suficientes ejercicios de masoquismo como para sacar nota, y es hora de que el patriotismo español pueda manifestarse con naturalidad y con orgullo, y de que esas manifestaciones se condensen de manera natural en torno a celebraciones como la de hoy. Es necesario que un nuevo gobierno pueda invitar a los españoles a celebrar esta fiesta sin temor a que un grupo separatista le descabale el presupuesto, sin miedo a que una colla de ignorantes hipócritas y descarados vividores le llamen fascista. Recordando lo que dijo Adolfo Suárez en un magnífico discurso al comienzo de la transición, es hora de hacer normal en los despachos lo que es normal en la calle.
Estamos ahora en el final de un lento proceso de descomposición del zapaterismo, un sistema de gobierno que se ha caracterizado por lograr la mayoría parlamentaria a base de los votos de quienes desearían una España muerta, una España deshecha. Lógicamente, este gobierno no es la institución más adecuada para llamar a la celebración del orgullo nacional, aunque, movido por su astucia política, haya llevado a cabo campañas de imagen con la marca de España que si hubiesen sido desarrolladas por un gobierno distinto habrían sido tildadas de puro fascismo por sus serviciales voceros. Un presidente de gobierno que ha puesto públicamente en duda el carácter nacional de España, para reconocérselo a la quimera promovida por los separatistas catalanes, no es la persona idónea para celebrar lo que nos une y nos emociona.
La mayor preocupación de este gobierno ante la fiesta que hoy se celebra es la disminuir el volumen de los silbidos. A este efecto ha minimizado el espacio destinado al público, lo que no es sino una metáfora de la miniaturización a que ha sometido el papel de nuestras fuerzas armadas, reduciéndolas a bomberos de élite o a una ONG especializada en asuntos extranjeros. Poco cabe esperar de un gobierno como éste, pero hay que recordar que ni el Rey ni el resto de las fuerzas políticas deberían consentir la continua degradación de una Fiesta Nacional que entre todos, y por el bien de todos, habría que recuperar sin prisa, pero sin descanso.

La lotería y los toros

Hoy ha sido día de jolgorio en algunos sitios y de decepción en los más. La lotería es una de las pocas cosas que siguen llamándose nacional, junto con los toros. En el fondo, ambas tienen mucho que ver, son formas de tentar a la suerte, formas de crear una ilusión sobre algo que apenas la admite, porque o es un cálculo o es un ritual bastante pautado. Pero, en ambos casos, ha sido la gente quien le ha dado a esas diversiones un aire de fiesta popular, algo que ahora pretenden suprimir con argumentos de lo más variopinto, los nuevos ilustrados.

La lotería ya se ha liberalizado y compite con mil formas de apuesta, aunque esta de la Navidad conserve algo de esa ilusión sobrenatural que desborda de la celebración cristiana de estas fechas. Pese a todo, resiste porque es una tradición amasada por el pueblo llano que la aguanta a píe firme, aunque se entere de que el gordo le ha tocado, una vez más, a quien ya es millonario.

Lo que pasa con los toros es otra cosa. Aunque han dejado de ser exclusivamente españoles, hay quien los persigue precisamente porque todavía son eso. No he ido en mi vida a una plaza ni he visto una corrida por la tele. Oigo los nombres y las polémicas, aprendo del lenguaje taurino y me asombran las cosas hermosas que dicen algunos escritores, pero, en el fondo, soy partidario de las vacas, seres pacíficos que, cuando era un niño de aldea asturiana, eran como de mi familia. Simpatizo, incluso, con los defensores de los derechos animales, de modo que nada haría para continuar con esa fiesta.

Que quieran prohibirla, sin embargo, me produce una irritación honda. Cuando pudiera parecer que habíamos avanzado algo al librarnos de algunos viejos y absurdos inquisidores, resulta que reaparecen con otras vestes queriendo organizarnos, de nuevo, la vida, desde la cuna hasta la tumba; pretenden, encima, hacerlo en nombre del interés general, como preocupándose de nosotros. Una religión sin Dios, bastante estúpida e insoportable.

Se puede pensar que la gente que compra lotería hace algo absurdo, no diré que no (el impuesto de los tontos la llamaba Bernard Shaw, según he leído), pero lo hace porque quiere, con ilusión y con ánimo de compartir, por su real gana. Exactamente lo mismo que los aficionados a las corridas. Esa real gana es lo que parece que está mal visto por los que gustan de dictarnos lo que debemos hacer, lo que tenemos que evitar, y lo que hay que sentir, gente encantadora, como se ve.

Entre el descontento y la descortesía

Según muy diversos testimonios, la presencia del Presidente del Gobierno en el desfile de la Fiesta Nacional se ha recibido con muestras de descontento por un público que mostró su repulsa con silbidos, abucheos y gritos de «fuera, fuera» o «Zapatero dimisión«. Al parecer, el alcalde de Madrid se apresuró a consolar a Zapatero, con el argumento de que era cosa de gente poco educada y falta de respeto; se ve que Gallardón está acostumbrado a que nadie le pite, pero que espere y verá cómo el entusiasmo de los madrileños por las subidas de impuestos y las módicas cantidades gastadas en olímpicas necedades le acaban haciendo pasar algún mal rato. Tal vez tenga la suerte de que Rajoy, siempre tan acertado, se lo lleve a la lista de Madrid para acompañarle en su segura victoria.

Pero bueno, volvamos a la pitada del día, al entusiasmo que provocó Zapatero nada más aparecer, algo mayor que el que ya había cosechado la siempre peripuesta Vicepresidente primera, que suele llegar antes para poder abroncar al Presidenta del Tribunal Constitucional o a quien toque, que hay mucho tibio par ahí suelto. Muchos comentaristas han subrayado el hecho curioso de que la Ministra de Defensa, señora doña Carmen Chacón, haya reducido al mínimo las tribunas del público, seguramente para evitar que se desborde el entusiasmo, pero, pese a esa talentosa medida, no ha podido evitar la clara presencia de signos de rechazo hacia la política del ejecutivo, y hacia la persona que la encarna.

¿Qué motivos pueden haber tenido los presentes para protestar ante la presencia del Presidente? Es razonable pensar que la circunstancia no haya sido indiferente al desagrado que se ha puesto de manifiesto, de modo que no basta con pensar en motivos de carácter general, tales como la crisis económica o la inefectividad del Gobierno, por no mencionar su sectarismo. Es razonable suponer que quienes asisten a los desfiles sean personas cercanas al personal militar que gozan de una facilidad para expresar sus emociones y opiniones de la que se ven privados los militares en activo. Si así fuera, nos encontraríamos con que la política militar de este Gobierno irrita a quienes han de ejecutarla. No faltan motivos para pensar así. Este Gobierno muestra una evidente incomodidad cuando ha de enfrentarse a temas militares y ha tratado, por todos los medios a su alcance, de convertir al ejército en una especie de ONG absurdamente armada. Y muchos militares tal vez pudieran desear servir a la Patria de un modo más gallardo que dando continuamente la espalda al enemigo para no incrementar ni los riesgos ni el duelo. Yo creo que estaría avergonzado, si fuese militar, porque ya lo estoy siendo un civil, de que, por ejemplo, los compañeros del cabo recientemente muerto en combate no hayan podido ni participar en la expedición para castigar al responsable del ataque al vehículo de nuestro ejército. ¡Vaya papelón el que se encomienda a nuestros militares! Admiro extraordinariamente la dignidad y la disciplina con la que cumplen órdenes tan escasamente atractivas como las que reciben de nuestro Gobierno.

Los ejércitos del mundo entero, también en las democracias, sirven para mantener la paz, pero, sobre todo, para defender con las armas a la Nación y para protegerla de sus enemigos, y de los enemigos de la democracia, que no son pocos a día de hoy. Pues bien, en este orden de cosas, el Gobierno se ha comportado siempre de manera reticente, adoptando medidas que, aunque se inspiren en otras razones, en la práctica han seguido siempre la máxima pusilánime de que hay que evitar, a todo trance, el enfrentamiento, una conducta que tendrá las virtudes y ventajas que tuviere, pero que difícilmente podrá gozar de admiración entre militares que han de formarse, y hay que esperar que esto no se cambie, en principios de inteligencia y democracia, pero también de sacrificio, de gallardía, de valor y de honor, además de, por supuesto, en virtudes patrióticas. Estos temas le enervan al Gobierno y, como los militares no pueden hacerlo, sus allegados le silban. Y yo también, aunque Gallardón piense que estoy mal educado, entre otras cosas porque, antes que ser cobarde, prefiero ser grosero.