Esperanzas españolas

Ayer sufrí de lo lindo viendo el partido frente a Paraguay, supongo que les pasó a muchos de ustedes. Pero, al final, se impuso la ley del buen fútbol y ese genio que es Iniesta preparó una que no podía fallar y no falló, pese al empeño de los postes, porque Villa estaba allí una vez más. Ahora nos toca una Alemania dolida y crecida, dolida por la Eurocopa, y crecida por el 4 a 0 que le endosó a Maradona, y de paso a Messi, a Higuaín y a De María.
Nos espera un partido memorable, y hay que confiar en el fútbol de los nuestros, que es el mejor del mundo, hoy por hoy. Al fútbol juegan siempre dos equipos, y a nosotros todos han intentado impedirnos jugar, sin conseguirlo. Ha sido extraordinario ver a unos finos artistas trabajar como estibadores o como mineros, que también saben hacerlo, pero en cuanto han conseguido un poco de espacio para desplegar sus artes se han comido a la serie de monstruos que nos han tratado de maniatar.
Lo de Alemania será probablemente distinto y seguramente mejor, ya lo verán. Esta España nuestra se merece una alegría, una demostración de que si se hicieran las cosas bien no tendríamos nada que temer ni nada que envidiar. Alguno tratará de apuntar el tanto al ministro de deportes, un tal ZP, pero el tanto es el de nuestra paciencia, el de una vieja nación que se resiste a morir, pese al estúpido empeño de ponernos palos en las ruedas, de volver al siglo XIX con los sindicatos, o al XII con los reinos de taifas y la morería. De momento, hacemos el mejor fútbol del siglo XXI con chicos de Asturias, de algún lugar de Albacete, de Hospitalet o de Fuenlabrada. Quisiera compartir con todos los buenos españoles esta alegría genuina y apartidista ahora que, como ha recordado inteligentemente Aznar, “Por fortuna, el Tribunal Constitucional ha rechazado la idea de que la Constitución expresa (debería decir exprese, pero estas son menudencias de la edad) el deseo de la nación española de poner fin a su propia existencia”.

Hay una España que espera

[Benito Pérez Galdós y su perro en Las Palmas ca. 1908]

La política española atraviesa uno de esos abundantes momentos grises de nuestra historia en los que parece que carecemos tanto de  futuro como de pasado. No sabemos hacia dónde vamos ni hacia dónde deberíamos ir, y hemos abandonado nuestro pasado a la ciencia ficción.

Nos hemos quedado sin proyecto alguno entre las manos y nos dirige un personaje cuya capacidad de entender la situación está seriamente en entredicho. La alternativa política tampoco está clara y los gritos ensordecedores y torpes de quienes sacan ventaja continua de este desconcierto no cesan de oírse por todas partes; hasta en Asturias y en Murcia, por citar dos regiones en los que el fenómeno habría sido enteramente inconcebible hace solo una década, han surgido ya grupos nacionalistas.  

Nuestra situación económica es desastrosa, pero el gobierno juega al disimulo haciendo ver que la cosa es grave en el mundo entero y nadie parece prestar mayor atención al estado de extrema debilidad económica e institucional en el que se está hundiendo la sociedad española. El divorcio entre la España real y el mundo oficial es cada vez más grave, y los políticos andan como locos, es su estado natural, preocupándose del mañana inmediato sin caer en la cuenta de que, como decía aquel antiguo experto, estamos tan mal que parece que ya estamos en el año que viene.

A nuestro favor está que, como los italianos, tenemos una amplia experiencia de esta clase de crisis y nuestra vieja historia nos enseña a sobrevivir pese a los horizontes extremadamente oscuros. En España trágica, una novela centrada en la agónica crisis de régimen que se vivía en 1870, Galdós hace dos afirmaciones que muestran qué poco hemos cambiado: uno de sus personajes dice “¡Oh España mía, único país del mundo que sabe ser al tiempo desgraciado y alegre!”, y, algo más adelante, apostilla el autor: “En España tenemos un singular rocío de olvido, que desciende benéficamente del cielo sobre las inconsecuencias políticas”. Por esta doble inconsciencia de tapar las penas públicas con alegrías privadas y de perdonar al político que habitualmente nos engaña porque, en realidad, no creemos a ninguno, la sociedad española ha soportado mucho sufrimiento innecesario y mucho retraso evitable. 

¿Será posible que el impulso que nos trajo la libertad y la democracia esté ya enteramente agotado? ¿Es que no va a haber ninguna voz política que sepa ofrecer a los españoles una salida atractiva a esta crisis política y económica? Son muchas las cosas que hay que cambiar y hay que hacerlo con esperanza y sin miedo. Los ciudadanos deben exigir a los políticos que sepan estar a la altura de nuestras necesidades y que dejen de actuar, únicamente, en función de la miope perspectiva de sus pugnas internas y de sus votos cautivos. Nos sobran políticos de quita y pon, y nos faltan auténticos líderes, gente valiente que crea en las posibilidades de los españoles y que nos invite a riesgos y aventuras que merezcan la pena.    La derecha, muy en especial, debería reflexionar sobre si está ofreciendo a los españoles lo que España necesita o si se limita a celebrar una especie de burocrático ritual que recuerda a la democracia pero que carece de cualquier grandeza.

La izquierda española, al menos, parece saber lo que quiere: seguir en el poder, aumentar el número de los dependientes del Estado en cualquiera de sus formas, hostigar los sentimientos de los  conservadores y el jolgorio de progresistas a la violeta sacando a relucir espantajos legislativos, además de disimular cuanto pueda su deseo vehemente de lograr un acuerdo de fondo con los elementos cercanos a ETA para que se incorporen al festín del presupuesto. La derecha no se atreve a ser original, se limita a reaccionar, a mostrar sus heridas de guerra, a oponerse sin ton ni son, sin que pueda comprenderse ni dónde va ni qué prefiere. Tiene miedo a argumentar porque se sabe frágil y plural y se deja acomplejar con toda facilidad mientras la izquierda carga en su cuenta el conjunto de todas las desgracias concebibles, desde el 11-M hasta la crisis económica universal.

La democracia consiste, esencialmente, en la alternancia pacífica en el poder. Hace poco hemos podido ver cómo Mc Cain, en una intervención  memorable, pedía, acallando con autoridad los gritos y protestas de sus incondicionales, el apoyo al nuevo presidente reconociendo en esa elección un paso adelante del pueblo americano. Aquí estamos muy lejos de eso. Quien más,  quien menos, piensa que sus rivales son tontos del culo y los más groseros lo gritan en público, entre aplausos de quienes viven a su costa.

El PP tiene que ser capaz de romper la camisa de fuerza del sistema electoral a base de coraje, de talento, de audacia y de imaginación y tiene que pedir a los españoles que le ayuden a ello. No sería la primera vez. Hay una España que lo espera, pero nadie debería abusar de su paciencia. 

[publicado en elconfidencial]

Investigar en España

Esta mañana, a muy primera hora,  he tenido lo que se llamaba antes una videoconferencia a través del PC con un amigo que está en Harvard y que es algo noctivago. Aunque son varias las razones por las que no está del todo encantado en los EEUU no tiene más remedio que reconocer que las universidades son una maravilla (aunque seguro que también allí las hay peores). Luego me desayuno leyendo, en este mismo periódico, un análisis de los sueldos de los investigadores en todo el mundo en el que, como es de esperar, se muestra que España ocupa el penúltimo lugar en este asunto.

Con mi amigo había hablado de porqué las cosas son como son y me ha dicho una frase lapidaria: en lo que se refiere a este tipo de asuntos, casi todo lo que se dice y se hace en España es mentira, mientras que en Estados Unidos casi todo es verdad. Esto genera entre nosotros una paradójica e inagotable desconfianza que da origen a una burocracia absurda y agotadora que acaba por paralizar completamente la  mayoría de las iniciativas. Eso y la manera de repartir el dinero que responde al principio de café para todos, es decir, para ninguno, un principio que desactiva radicalmente cualquier atisbo de competitividad. Hay algunos proyectos de investigación, sobre todo en las áreas de humanidades, que implican a decenas de  investigadores cuyo presupuesto no llega a los 50.000 euros. Ya me dirán para que puede servir ese dinero, que parece poco pero que es una sustanciosa cantidad si se multiplica por el número de cientos de proyectos similares que obtienen unas gotitas de financiación en diversas instancias. El resultado es una investigación rutinaria que para lo único que sirve es para multiplicar el número de burócratas. El panorama internacional no es más halagüeño porque apenas somos capaces de recuperar para proyectos españoles lo que invertimos en financiación comunitaria, es decir, que nuestro dinero acaba financiando proyectos de otros.

Este Gobierno se ha propuesto mejorar las cosas y ha nombrado a un equipo que conoce el problema y que podría hacer algo, pero, para empezar, ha debido desgajar del plan nacional todo lo que afecta al país Vasco con lo que eso implica de ganancia para todos (vascos incluidos).

Detrás de todo esto hay un problema de moralidad pública, de falta de costumbre de rendir cuentas, de opacidad, de corporativismo mediocre y de ineficacia en la gestión. Puede parecer que es cosa que importa poco a la mayoría, pero ahora que se nos ha gripado uno de los motores de la economía, todo el mundo se acuerda de lo importante que sería investigar y hacerlo bien. Pues que se sepa que hace falta mover mucha burocracia e introducir trasparencia y competitividad aunque sea a cañonazos. Como estamos no vamos a ninguna parte.

[publicado en Gaceta de los negocios]

La reforma de los partidos

Los españoles tenemos un problema que nos cuesta reconocer por temor a que se pueda poner en duda el valor de la libertad: los partidos están secuestrando la democracia y su ejemplo cunde.

Nuestros partidos se han hecho, sin excepción, cesaristas, algo que nunca hubieran aprobado los constituyentes, pero nuestra tradición de despotismo ha resultado ser demasiado fuerte. Somos una Monarquía y los líderes quieren ser inviolables, como el de la Zarzuela, y controlar la llave de la sucesión para que todo siga tan “atado y bien atado”.

Convertir los partidos en máquinas de poder y de adulación, nada tiene que ver con la democracia, más bien la reduce a una oligarquía disimulada por las elecciones y tutelada por unos poderes, los magnates financieros y de prensa, que consideran que este sistema es el mejor para la defensa de sus intereses. Así se entiende, por ejemplo, que el señor Botín, pese a que quiere ser el banquero de todos los españoles, le haya dicho recientemente al Rey que Zapatero siempre acierta y que es una bendición de Dios.

Tiene gracia que algunos se rasguen las vestiduras por la llegada de Putin a Repsol, como si aquí estuviésemos tan lejos de su modelo.

La historia de la destrucción de UCD se invoca en ocasiones para justificar el repliegue de los partidos hacia la falange,  con exclusión de cualquier debate, de cualquier discrepancia, pisoteando la función encomendada por la Constitución, que no es otra que expresar el pluralismo político y concretar la participación política y la voluntad popular. La Constitución establece que el funcionamiento de los partidos deberá ser democrático, algo que ha conseguido subvertirse de modo que los elegidos designan a sus electores con los efectos que son de imaginar. En el interior de los partidos se aplican prácticas chavistas, castristas y putinianas, nada que tenga que ver con una democracia liberal mínimamente seria. Entre nosotros, Obama no habría llegado ni a concejal.

Hace unos días la prensa se ha lanzado a criticar a los diputados por estar ausentes en las votaciones, pero la verdad es que los diputados tampoco pintan nada en nuestro sistema y que, de vez en cuando, se dan cuenta, se deprimen y se quedan en casa. Vivimos en una democracia muy restringida en la que la mayoría de las instituciones carecen de valor y de vida autónoma y en la que cuatro o cinco personas toman todas las decisiones, dejándonos a los demás una cierta libertad de comentario a la que pondrán un coto más estrecho en cuanto les parezca oportuno, como ya se hace en Cataluña.

El bipartidismo que aquí tratamos de divinizar es una deformación grotesca y disfuncional  de la democracia liberal, una maquinaria infernal que nos conduce, inexorablemente, a lo peor de nosotros mismos, a esa imagen tenebrista de las dos Españas, eso sí, multiplicada ahora por los 17 califatos que padecemos, con infinita paciencia y con no poco dolor, y que son hijos de la misma obsesión antiliberal  y ordenancista a la que debemos tantas glorias en el pasado. Por ejemplo, el malestar existente en torno a Rajoy se trata de convertir en una conspiración del clan de los diez, al parecer un grupo de diputados que “se reúne, comenta cosas y habla con los periodistas”, es decir, unos traidores.

De esta manera, nuestra democracia se está quedando sin posibilidad alguna de interesar a nadie, se está convirtiendo en su caricatura, en una fantasmagoría, en esa España oficial de la que dijo Ortega, en su día, que era como un “inmenso esqueleto de un organismo evaporado, desvanecido, que queda en pie por el equilibrio material de su mole, como dicen que después de muertos continúan en pie  los elefantes”.

No soy de los que creen que esto no tiene remedio, pero creo también que, en palabras de Pericles, el precio de la libertad es el valor, que hay que ser valientes para superar el pasado, para liberarnos de la supuesta condena de un destino estéril e inalterable. Me parece que cada momento tiene sus oportunidades y sus riesgos y este de ahora es un instante especialmente grave. Nos jugamos mucho. Podemos empezar a parecernos más a lo que nos gustaría o dejarnos arrastrar por la implacable tendencia a decaer que siempre acecha a las instituciones humanas.

Como diría el almirante inglés, España tiene derecho a esperar que cada cual cumpla con su deber. No es una obligación que afecte únicamente a la oposición, pero en ella es más acuciante. El PSOE ha dado muestras suficientes de querer convertirse en un aparato al que ni le importan las ideas ni le afectan intereses distintos a los de su sustento; además, es una máquina más eficaz y está en el poder. No sé si los que en el PP juegan a esta misma dinámica saben bien lo que están haciendo, pero sí sé que a muchos de sus electores  no les interesa nada esa clase de acomodos, que preferirán permanecer libres ganándose cada día la libertad con sus acciones. 

Los trenes de Fort Collins

Siempre he creído que los españoles tenemos un problema con los trenes. No nos gustan, nos parecen antiguos, peligrosos y molestos. En cuanto podemos los quitamos de en medio y, si no se nos ocurre nada mejor, los enterramos para que nadie pueda verlos. ¡Lástima que no seamos norteamericanos en esto! Anteayer estaba pasando por Fort Collins, una hermosa ciudad de Colorado, cuando, en medio de la carretera estatal que une a Denver con Cheyenne, la capital de Wyoming, un paso a nivel estuvo un buen rato detenido mientras atravesaba la carretera un majestuoso mercante con seis locomotoras y cientodoce vagones. Luego se abrió el paso y los coches pudimos seguir hacia el Sur, pero el tren nos acompañó durante un buen rato en paralelo por medio de una ciudad hermosa y llena de lagos y bosquecillos. Nadie se molesta por los trenes que son infinitamente menos agresivos que las autopistas y mucho más útiles y hermosos que sus equivalentes de ruedas de caucho. Un espectáculo así sería inaudíto en España. Los españoles pondríamos el grito en el cielo y pediríamos a voz en cuello que se eliminase el trazado, que se hiciesen túneles, puentes, lo que sea, con tal de quitar al tren de en medio. Los americanos no se molestan porque los trenes se crucen con las calles de las ciudades o con determinadas carreteras. Saben muy bien que están cumpliendo un servicio y que lo hacen con eficacia y escasos costos. Pero es que, además, los trenes son privados. No quiero ni imaginar lo que diría el españolito medio, progre, como se sabe, si viera la vía pública invadida por un ferrocarril privado. Los americanos respetan el trabajo de los demás porque saben que, aunque sea privadamente, están contribuyendo al bienestar público y son muy conscientes, además, de que le deben al tren todo lo que son. América se hizo con los trenes, mientras que España ya estaba allí. La carretera llegó después que el tren y tendría que respetarlo. En España no se ven así las cosas: somos partidarios del progreso a todo trance, sin pensar bien si el dinero que nos gastamos en costosas infraestructuras de disimulo del ferrocarril no estaría mejor empleado en otras cosas. Aquí reina el coche, el individualismo y, sin embargo, en EEUU, un país mucho menos colectivista que el nuestro, se respeta perfectamente el transporte colectivo de mercancias más antiguo y eficaz, el ferrocarril