Las tribulaciones de un chino en China


Nuestro inefable presidente ha decidido pasar a la historia como autor de disparates absolutamente inverosímiles. El de China de días atrás es antológico. El castigo de los mercados al coste de nuestra deuda ha sido inmediato. Vivimos en una sociedad tan cobarde que nadie que no sea de las filas enemigas le va a decir a este tipo que tiene que callarse el poco tiempo que le queda, y marcharse para siempre en cuanto se conozcan los resultados del 22 M, sean los que fueren. Tal vez sea demasiado mal pensado, y ya se lo hayan dicho, pero este sujeto es de los que no se callan ni debajo del agua. ¡Qué desgracia, Dios mío!
El depósito legal se digitaliza

La España disparatada


Al menos desde el Goya de los sueños de la razón existe una tradición crítica que subraya la condición disparatada de buen número de fenómenos típicos de la vida española. Tengo para mi que la razón es que España, como Italia, y a pesar de todos los pesares, es un viejo país que las ha visto de todos los colores y que está sobradamente curado de espanto como para pretender que nuestros males se arreglen conforme a alguna especie de canon; de este modo, parece que preferimos que las cosas sigan como están, por absurdas que sean, porque, nunca se sabe que ocurriría si tratásemos de conducirlas al redil de lo razonable.  No en vano uno de nuestros héroes literarios es un loco ilustre y risible que siempre acaba peor parado que el prudente Sancho, alguien que jamás se metería dónde no le llamaran  y que, además, cuando lo hace, en la Ínsula Barataria, queda curado para siempre de cualquier ambición, de la menor tentación de inmiscuirse en lo que no le importa. Lo que me parece más sorprendente es que los años de democracia no hayan mejorado apenas este aspecto de nuestra vida colectiva, de manera que seguimos tolerando disparates con tanta resignación y mansedumbre como en los mejores tiempos, como si los costos del disparate lo pagase el Rey o alguien tan exento de responsabilidades como el monarca. Nos limitamos a ser, tras treinta años de democracia formal, disciplinados espectadores de lo que otros decidan y apenas se nos alcanza que tengamos alguna vela en este entierro.
Decía Azaña que, entre españoles, la mejor manera de ocultar cualquier cosa era escribirla en un libro, pero ahora podrían ponerse ejemplos todavía más sabrosos. A propósito del 23F, el Rey, sin ir más lejos, ha declarado públicamente con apenas semanas de intervalo, que él todavía no sabe lo qué pasó, para afirmar luego que ya se sabe todo y que lo que no se sabe se inventa.  Es obvio que Don Juan Carlos no trataba de sentar plaza de historiador, pero no deja de ser estupefaciente que dos afirmaciones como esas puedan hacerse de manera tan seguida, tal vez dependiendo del auditorio. El caso es que los españoles seguimos sin prestarle gran atención a las ideas, a esos asuntos de que se ocupan gentes generalmente ridículas y de aspecto miserable. Nosotros al negocio, que es lo nuestro.
Para que no se crea que hablo a humo de pajas me limitaré a proponer algunos ejemplos recientes, sacados de la prensa de esta semana, cosas que pasan y son absolutamente disparatadas pero a las que nadie parece prestar la menor atención. Según noticia de hoy mismo, los grandes directivos del Ibex se suben un 20% de media el sueldo, lo que es seguro que tendrá unos efectos muy positivos en una sociedad que se encuentra necesitada de noticias optimistas como la que acabo de recordarles, y a la espera de que en breve les ocurra lo propio. Imagino que muchos lectores estarán pensando que a qué me meto en lo que cada cual hace con su dinero, pero me parece que la cosa no es tan simple. El día que vea a Telefónica, a Telecinco, o a Iberdrola competir en un mercado verdaderamente libre, apenas tendré algo que decir, pero mientras sus actividades, sus tarifas, y sus suculentos beneficios, sigan dependiendo de favores y privilegios me parece que esa ostentación está ligeramente de más. Al tiempo, el Gobierno se pone ahorrativo y nos recorta diez kilometritos en la velocidad máxima, algo que a Zapatero le parece nimio, como le parecerá ocioso interesarse por el incremento de las retribuciones a los barandas de nuestras multinacionales.
Hoy también se ha sabido lo que va a pasar con los controladores, esos individuos que según Pepiño y Rubalcaba pusieron en riesgo al país y merecieron la declaración de un estado de alarma, pues bien el laudo les deja con unos 200.000 euros anuales, un salario digno, como se ve, mientras hay cirujanos, ingenieros, profesores o investigadores que apenas llegan a la centésima parte de ese sueldecito, para que no se niegue que estamos en una sociedad en la que, como dice la Constitución, se premia la competencia y el mérito.
Hay partidos que se dedican a proteger a sus corruptos para que no se piense mal del conjunto de los políticos, sindicatos que no reconocen los derechos laborales de sus contratados, subvenciones y premios a películas que nunca verá nadie, dinero a troche y moche para las cosas más absurdas y rescindibles mientras se estruja el bolsillo de los que trabajan por cuenta ajena, que son personas de bien y de natural solidario y que, además, no suelen caer en la cuenta de que esas chirigotas se pagan con sus dineros. Hace poco hemos celebrado un episodio grotesco, el 23F como si se tratase de una gran hazaña, de un motivo de gloria, claro que Bono también quiso ponerse una medalla por lo rápidamente que había salido corriendo de Irak. Esta España del disparate debería desaparecer, pero los que podrían lograrlo prefieren seguir gozando del espectáculo, sin ahorrar gastos.
[Publicado en El Confidencial]

Los males de la vieja España

Siempre he creído que en España es casi imposible corregir nada, aunque la verdad nos muestra a los que ya somos viejos que sí hay cosas que cambian, a veces para bien. Cuando comento con los amigos alguno de los innumerables disparates que atesoramos como si fueran instituciones respetables, siempre acabo diciendo que España funciona únicamente, y mal, desde luego, porque es un viejo país que se fía de su larga experiencia, prefiere no cambiar casi nada, y cree que, más o menos, da un poco lo mismo. Esto, desde luego, exaspera a los reformistas, a los competitivos, a los razonadores, a los liberales, gentes, por lo común mal vistas, Quijotes de esa inmensa muchedumbre de Sanchos que pueblan estas tierras, esos Panza a los que Cervantes dio, al fin y a la postre, la razón, porque, en efecto, el hidalgo atrevido es digno de toda clase de burlas y de afrentas sangrientas, al entender de nuestros desinhibidos Sanchos que, como digo, son multitud, y están sindicados.
Traigo esto a colación porque agosto es el mes en que el sanchismo nacional alcanza sus mayores cotas de eficiencia y obviedad. En agosto, España entera se para, todo lo que es meramente burocrático y/o tradicional (o sea, todo) deja, sencillamente, de existir. Se salvan, únicamente, y por los pelos, aquellas funciones que requieren continuidad inexcusable o que se intensifican a la vista del nohacer de los demás, la aviación o los chiringuitos, por ejemplo, pero no miremos el asunto a fondo no sea que nos llevemos un susto morrocotudo. Lo demás entra en un estado coloidal que es el que realmente nos define, pero que el resto del año se disimula como se puede. Hay que reconocer que los calores son de justicia, pero no bastan para explicar el colapso, como puede comprender cualquiera que haya pasado un verano en California, por ejemplo, pero California es una cosa reciente y que pretende ser razonable, nada que ver con lo nuestro.
Este país es normalmente un Sin Dios, pero en verano da la sensación de recuperarse, de que todo rueda sin agobios ni pausas. Es el momento en el que el sanchopancismo vive en pleno regodeo, sin cansancio ni ansiedad, acopiando fuerzas para que en septiembre todo vuelva a la normalidad, a estar manga por hombro, como le gusta al fondo arriero y montaraz que llevamos siglos cultivando con esmero.