Ayer y anteayer tuve unas discusiones de sobremesa en torno al bipartidismo, sobre la muy extendida idea de que nuestro problema lo produce la ley electoral. Siempre suelo recordar que la ley acentúa, pero no impone el modelo, entre otras cosas porque son muchos los que siguen pensando que el sistema premia a los nacionalistas, idea errónea y grave equívoco político. Lo que premia a los nacionalistas es el absurdo cainismo de una izquierda, y de una derecha, dispuestas a pactar con quien haga falta, que suelen ser siempre los mismos, para evitar un acuerdo con el adversario al que previamente se demoniza. Lo curioso de este proceder es que luego, en el poder, salvo el breve paréntesis de Aznar y no en todo, la izquierda y la derecha interpretan la misma política, con muy ligeras variantes, sobre una partitura que es fruto del consenso socialdemócrata dominante, en Europa, Inglaterra incluida, y, cada vez más, en EEUU. 
Además hay bipartidismo en lugares con leyes electorales rotundamente distintas, como EEUU, Inglaterra, Alemania, Francia o España, de manera que el problema es un poco más complejo. De todas maneras está feo querer ganar los partidos amañando las reglas. La ley electoral española no está demasiado mal y cumple muy bien el cometido, esencial, de permitir gobiernos estables. Lo que está mal, rematadamente mal, es que los grandes partidos se hayan quedado con la democracia, la estén jibarizando de manera lamentable y nos tomen el pelo de forma tan desvergonzada, pero pueden hacerlo porque muchos españoles se limitan a ver la TV y a preguntarse sobre la vida y milagros de seres perfectamente inanes, mientras se olvidan de que no se puede vivir eternamente de la sopa boba, y, algún día, si no cambiamos, todos lo pagaremos muy caro.
En resumen, nadie obliga a los españoles a votar al PSOE o al PP, podrían darle la mayoría a otros y ojalá lo hagan. 

Tecnología e imaginación

Democracia demediada

Hay una rara unanimidad, por la derecha y por la izquierda, en que la democracia vigente ha llegado a un punto en el que se exigen cambios de fondo. La unanimidad en el diagnóstico no supone, para nuestra desgracia, unanimidad en la terapia recomendable. Aunque el tema es muy amplio, descartaré dos vías de solución que me parece no conducen a nada. La primera es la que se fija en los vicios de origen, como si nada pudiese arreglarse porque el pecado original impide cualquier enmienda. La segunda, que se parece mucho a la primera, es la objeción de totalidad, la suposición de que habría que derribar el edifico político en su totalidad para empezar la obra perfecta.
Frente a esas estrategias, por llamarlas de algún modo, que me parecen estériles, solo cabe la vía, modesta y molesta, del reformismo, que es el camino que ha permitido hacerse grandes a las grandes naciones que no padecen, al menos en la misma medida, los vicios que nosotros soportamos. Naturalmente, esa vía tropieza con una enorme dificultad, a saber, que habría que reformar instituciones y hábitos que muchas personas no demasiado inteligentes se pasan el día proponiendo como modelo. Nuestro problema a día de hoy es muy claro: las reformas que se hacen imprescindibles no gozan del beneplácito de los que mandan, de muchos líderes políticos que se imaginan estar viviendo en el mundo de la democracia ideal, pese a los ERES, las protegidas o los Bárcenas, pese al clientelismo, la corrupción, la ineficiencia y la opacidad con la que funcionan todas las instituciones políticas. No es un problema pequeño, pero no es imposible resolverlo.
Hay ciertos requisitos previos, tampoco nada fáciles, para lograrlo. El primero, la presión social, no va del todo mal, aunque desgraciadamente se mezcla con los impulsos anti sistema que nos llevarían, muy seguramente, a un mundo peor todavía que el que tenemos. El segundo la colaboración de la prensa, que sepa cumplir con su papel de informar, sin sectarismos ni anteojeras. El tercero, que los electores no se sientan necesariamente comprometidos por la estrategia del voto útil, por votar, en último término para que, ya que han de engañarnos, que nos engañen los “nuestros”. El sectarismo partidista es un vicio que ha corrompido muchas instituciones, las universidades, por ejemplo, y mientras una ola de exigencia y decencia no acabe con ello, será muy difícil mejorar la atmósfera política. Por último, y no es lo menos importante, que los españoles empecemos a exigir lo que practicamos, y dejemos de reclamar a otros lo que nosotros no hacemos. Pero no hay que desanimarse, nadie ha dicho que la democracia fuera un camino corto ni fácil, y sería necio renunciar a conseguirlo.

Muere un inventor

Acerca del heroísmo

El funeral de Eduardo Puelles, asesinado de manera especialmente cruel por ETA, nos ha dejado algunas imágenes de enorme fuerza. Las declaraciones de su viuda y de su hermano, la presencia serena de sus hijos adolescentes, la fortaleza y el orgullo de todos ellos, han conmovido extraordinariamente el corazón de muchos, nos han recordado sentimientos olvidados acerca del valor, del heroísmo y del sacrificio. Es fácil que estas manifestaciones hayan podido aflorar ahora con más naturalidad que en los momentos en que el Gobierno vasco tenía una actitud calculadamente fría respecto a las víctimas de ETA.

La cuestión de fondo, sin embargo, me parece que está en que es casi la primera vez en que se manifiesta con enorme claridad, con pasión y con rabia el derecho a ser, a un tiempo, buenos españoles y buenos ciudadanos vascos, la convicción de que no se está combatiendo ninguna supuesta singularidad del pueblo vasco sino la vileza política y profesional de quienes han hecho del crimen su única arma política. El nacionalismo se ha convertido en un modo de vida, en un sindicato de intereses, que costará mucho desmontar, y su versión radical, izquierdista y violenta, ha llegado a ser un buen negocio, una forma de vivir sin pegar golpe, lo que siempre han sido la mafias.

Nadie se había atrevido a decir esto con la contundencia con la que los han dicho los familiares de Eduardo Puelles y, por eso mismo, ellos, la mujer, el hermano, los hijos, se han convertido también en héroes.

A veces entran ganas de pensar si el resto de los españoles, los que nos llamamos a nosotros mismos demócratas, no sin cierta autocomplacencia, saben lo que deben a esta raza de personas anónimas y valientes que han dado su vida sin descanso en atentados aparentemente absurdos. Lo que ahora nos han dicho los familiares de Eduardo es una verdad tan sencilla como esta: no basta con repetir que los asesinos no van a conseguir sus últimos objetivos, es necesario también empeñarse en que no puedan conseguir ninguno, en que se acabe con ese chollo de la clandestinidad, con ese sindicato de facinerosos que les presta cobertura y coartada. Para eso también hace falta ser valientes, pero será la única forma de evitar que sigan muriendo héroes anónimos como Eduardo Puelles. Los políticos tienen la palabra, pero los demás debiéramos tomársela muy en serio.

[Publicado en Gaceta de los negocios]

¿Hay alguien ahí?

La democracia produce siempre la impresión de que todo está ya decidido. Son muchos los que actúan en elecciones dándolo por hecho: la inmensidad de los que se abstienen que, si pudiesen ser homologados positivamente,  constituirían casi siempre el partido más votado.

El ciudadano se siente impotente ante el espectáculo. ¿Qué puedo hacer yo, piensa, frente a los miles de funcionarios y de políticos profesionales y contra los fortísimos intereses que mueven ese tinglado lejano y difícil de comprender que ahora llamamos Europa, por ejemplo?

Se trata, sin duda, de una sensación apropiada al caso. De hecho, cuando alguien se aleja de la vida política experimenta una sensación muy similar, y cae en la cuenta de que las cosas que le movían, le aburren, y que quienes le parecían amigos y dignos de admiración, han pasado a ser personajes completamente ajenos a su existencia.  

Y, sin embargo, por detrás de toda esa turbamulta de las campañas, se mueve algo que, en ningún caso, debiera dejar de interesarnos. Es el curso de un río voluminoso que no sabemos a dónde va, es el futuro que pasa ante nosotros y nos pregunta: ¿y tú, qué harías? Y nuestra respuesta, la que sea, la de votar o la de abstenerse, la de votar a favor o votar en contra, la de elegir, sí que tiene consecuencias. A veces no sabemos medirlas, pero las tiene.

Lo que podemos reprochar a nuestra clase política es que confunda tanto sus asuntos con los nuestros, su acceso al poder con nuestro bienestar, sus pequeñas batallas con eso que los pensadores clásicos llamaron el bien común, un ideal que tantos se empeñan en negar, para que tomemos por tal, únicamente, lo que a ellos interesa.

La confusión deliberada entre los actores y el libreto es exasperante. La sociedad del espectáculo ha llevado esa identificación al paroxismo, y a la mera necedad. Que un grupo de creadores culturales (los de la ceja) se haya prestado a hacer mimos para apoyar a ZP, da muestra de un grado de disolución verdaderamente patético. Que algún rival haya hecho el chiste de “menos ceja y más Oreja”, no es menos lamentable: recuerda esa historia, mil veces repetida, de nuestros peliculeros que, a la hora de vender un bodrio, se dirigen a los atónitos espectadores y les cuentan aquello de “¡qué bien lo hemos pasado en el rodaje!”, como si esa diversión suya nos diera algún motivo para reír, o nos hiciera más capaces de soportar el tostón que pretenden endosarnos.

Muchos sienten impotencia y rabia al comprobar cómo los grandes partidos parecen ajenos a sus preocupaciones, o se dedican a simular que no lo son. Algunos se lanzan a la aventura de crear un nuevo partido, o acarician la idea de hacerlo con la esperanza ingenua de evitar esa clase de lacras en sus formaciones. Me encantaría que lo consiguieran, pero temo que equivocan el diagnóstico. La batalla pendiente para quienes sienten que la política democrática debería ser de otra manera, habrá que darla en la sociedad civil y en el interior de los partidos. Allí es difícil, pero es posible. Fuera parecerá fácil, pero seguramente será una ilusión.

En el seno de los partidos está el terreno de conquista, el espacio en el que se podrán modificar algunas de las cosas que no nos gustan. Es cierto que se trata de un terreno parecido al del salvaje oeste, con sus jueces de la horca y todo, pero es allí donde hay que pelear por una política más cercana a los ciudadanos, menos gratuitamente maniquea, más seria en el análisis de las cosas, menos abandonada a los trucos del comunicador de turno, o del gurú sempiterno, que de todo hay en la viña del señor.

La gente que se irrita con la burocratización de los partidos, con su patrimonialización de la democracia,  con su solipsismo y su arrogancia, suele pedir que se cambien las instituciones, que haya listas abiertas, distritos personales, toda clase de buenas ideas. A parte de que se trata de ideas discutibles y que, en cualquier caso, no obtendrían resultados mágicos, nunca podrán salir adelante si en la sociedad y en los partidos no hay vitalidad, participación, análisis, democracia. Y eso no depende sino de los ciudadanos, de los que quieran conseguirlo. Otra cosa es que sea gratis, que no lo es, pero es la batalla que merece la pena dar cuando, como sucede entre nosotros, las reglas del juego están suficientemente claras y son mínimamente razonables.

La democracia es mucho más aburrida y costosa de lo que sería en el país de las maravillas, pero cuando admiramos los frutos que otros obtienen, que haya podido surgir un líder como Obama, por ejemplo, no pensemos en sus instituciones, sino en el temple de su gente, en la disposición a poner tiempo, energía y dinero para que sus ideas salgan adelante, y en su lucha desde abajo, que es constante, y no solo en campaña. Aquí la mayoría de los partidos solo son interesantes si se está arriba, por eso hay que renovarlos y eso solo es posible sin empeñarse en empezar la casa por el tejado.   

[Publicado en El Confidencial]

Elogio del periodismo

Hay veces que películas que, aunque no sean perfectas, nos hacen reflexionar seriamente. Eso me ha sucedido con State of Play (La sombra del poder), dirigida por Kevin Mc Donald. A un español le tiene que llamar poderosamente la atención que haya empresas, y personas que las sirven, cuyo interés primordial sea la buena información, averiguar lo que tantos quieren que no se sepa, tan acostumbrados como estamos a este nuestro mundo, estrecho y maniqueo, en el que todo es a favor, o en contra,  y, además, se sabe desde el principio a favor y en contra de quién, por lo que, en realidad, no hay nada que investigar, sólo lo suficiente para montar un caso aparente. Claro que eso no solo lo hacen aquí una buena mayoría de medios, sino esos jueces, cuya obligación suprema debiera ser la imparcialidad que requiere la Justicia, pero que le han tomado la medida al sistema y se han dado cuenta de que tienen la llave de la cárcel para ayudar a quienes les aúpan. 

El protagonista de la historia es un periodista, Cal McAffrey (Russel Crowe), que se ve metido en un complejo conflicto de intereses cuando se encuentra ante un caso complicado en el que se mezcla la gran política (lo que seguramente quiere reflejar el curioso título español), la crónica de sucesos (que es su oficio) y unas relaciones personales suficientemente complicadas. 

Cal McAffrey, un periodista bien interpretado por ese camaleón que es Russel Crowe, se encuentra ante un frente múltiple. En primer lugar, tiene que hacer su trabajo y atender a los intereses de su periódico que, lógicamente, está en crisis, y desea vender ejemplares a costa de un caso que, a primera vista, implica sentimentalmente a un miembro del Capitolio. McAffrey se encuentra con que el caso afecta a un viejo amigo de la Universidad y, además, sospecha que hay en él más de lo que aparece a primera vista. Se enfrenta con la editora porque no entra a refocilarse en la explotación sensacionalista del adulterio, y es capaz de aguantar la presión para buscar una verdad que, aunque parezca convenirle, le complicará la vida, porque habrá de poner en juego sus ideas políticas, sus relaciones personales y su seguridad, pero, al final, la opinión pública podrá conocer una verdad más completa, y recompensará con su apoyo al medio que ha invertido en encontrarla, por debajo de las apariencias, los tópicos y los comunicados. 

Aún en crisis, la ética del periodismo parece estar viva para los guionistas de Hollywood (aunque la película tiene su origen en una serie inglesa). Robert Dahl subrayó la importancia de la poliarquía  para sostener la democracia: debería ser preocupante para los españoles la escasez de periodistas independientes (lo que no debería ser un oxímoron)  y que los grandes medios que han aparecido en estos años (La Sexta, Público) no han venido a hacer más plural la oferta sino a auxiliar raudamente al vencedor: en eso ha venido a dar nuestro quijotismo. 

No hay democracia sin respeto a la ley

La democracia liberal se funda en dos principios que, en cierto modo, tienen un sentido contrario. Como explicó brillantemente Ortega, la democracia establece quién debe mandar, mientras que el liberalismo impone unos límites precisos al poder legítimo. La ley es, precisamente, el conjunto de esos límites, porque establece con nitidez qué puede hacer el Gobierno y qué no puede hacer de ninguna manera. 

Entre nosotros, el respeto a la ley no es una costumbre sólida. La ley está ahí, pero eso no suele ser equivalente a que la ley se cumpla. España está inundada de leyes que no se aplican, tal vez porque, en parte, se hayan hecho precisamente para eso. Me parece que esa idea de que puedan existir y existan leyes que no se aplican resultará intraducible, por lo menos, al alemán y al inglés. Si eso se complementa con el abundante conjunto de leyes cuya aplicación resulta imposible o, incluso, absurda, tendremos una primera aproximación a lo que los españoles entienden por ley y al respeto que le profesan. 

Hay que aclarar urgentemente, sin embargo, un equívoco muy común. No es que no cumplamos la ley debido a nuestro supuesto carácter anarquista, a la peculiar manera en que entendemos lo de la soberanía popular. No. La razón de la general falta de respeto que los españoles suelen sentir por la ley se funda en una de las más recias y sólidas tradiciones políticas de nuestra historia, a saber, en que el primero que la incumple es el Gobierno.   Siendo el Gobierno el principal insumiso, no tiene nada de particular que los españoles apliquen habitualmente esa sabiduría popular que establece dar la vida por el amigo, negársela al enemigo, y aplicar la legislación vigente al indiferente, lo que suele tenerse por castigo nada pequeño. 

Estos días que hemos estado con especulaciones sobre el cambio de Gobierno, se ha podido comprobar la ligereza con la que el Presidente se toma la propia estructura del Consejo de Ministros. No es que esa estructura sea inviolable, pero todos sabemos que su cambio no ha producido nunca otra cosa que gasto inútil y confusión añadida. Aquí se añaden Ministerios de Igualdad o de Diferencia por razones tan fútiles que resultan ridículas y lo sorprendente es que el respetable pierde el tiempo indagando el sentido profundo de unas alteraciones que no significan nada. ¿Alguien recuerda algún cambio en la estructura de gobierno de los Estados Unidos? Tal vez se deba a que los americanos no saben hacer política como es debido. Este asunto sirve para mostrar que lo que los gobiernos españoles suelen querer es poder hacer su real gana, sin limitación alguna. En esto siguen siendo franquistas y considerando que el poder y la legitimidad residen en una misma persona, antes en El Pardo, ahora en la Moncloa. 

Ya he dicho que la falta de respeto a la ley por parte del Gobierno se remonta en España, al menos, hasta Fernando VII, pero, por razones de eficacia, me concentraré en ejemplos del presente. ZP ha dado muestras de que la legalidad le importa casi tan poco como la economía, y que ambas realidades le parecen un campo apropiado al ejercicio de la más desenfrenada y creativa imaginación. Al llegar al Gobierno,  dio la orden de retirada de Irak sin reunir al Consejo de Ministros, esto es, actúo como si fuese el Presidente de los Estados Unidos y no el de un órgano colegiado en una monarquía parlamentaria. Minucias, pensaría él, si es que alguien se atrevió a insinuarle que no era claro que pudiera hacerlo de ese modo. Ya puestos, anuló una ley orgánica, la de educación, con un simple decreto y anunció que la ley del Plan Hidrológico nacional era papel mojado, aunque la metáfora no haga justicia a la sequía. 

Así las cosas, no tiene nada de extraño que la Vicepresidenta haya podido votar sin derecho a hacerlo en Valencia, o que el simpático Bermejo se dedicase al furtiveo de modo profuso y aparatoso. Naturalmente, si el Gobierno no cumple las leyes, ¿para qué han de hacerlo los jueces? Aquí, los jueces no entienden que su papel pueda limitarse a aplicar unas leyes que nadie respeta, de manera que los más aguerridos se dedican a la interpretación de la ley, seguros de que nadie les va a meter mano, porque eso no se hace entre compañeros,  y porque el respetable gusta de esta clase de espectáculos de justicia inmediata, y sabe que lo de las garantías y los procedimientos no se aplica nunca al que roba una pera, de manera que al trullo con todos. 

No es extraño que, en esta atmósfera alegal, muchos españoles se sientan muy libres. Ahí es nada poder hacer lo que a uno le da la gana. Es lo que hacen muchos profesores al poner nota, muchos guardias al poner multas, muchos funcionarios al tramitar expedientes. Actúan como soberanos porque nadie les va a discutir a ellos sus atribuciones. España está llena de Ínsulas Baratarias en las que, desgraciadamente, suele faltar el buen sentido y la humildad de Sancho, que algo había aprendido junto a su integro y enloquecido maestro. 

[publicado en El Confidencial]

¿Pasan más cosas en Cataluña?

Puede que sea cosa del madrileñismo agudo que padecemos todos los que nos tenemos por madrileños habiendo nacido en otra parte, como debe ser, pero el caso es que tengo la sensación de que, desde hace algún tiempo, las malas noticias abundan en la Ciudad Condal y en sus alrededores, que, para un tío de Madrid, son esencialmente indiscernibles de la ciudad en la que ahora se juega el mejor fútbol.

Madrid anda algo rezagada en sucesos y solo la providencial intervención de Magdalena Álvarez en los asuntos de Barajas nos coloca en la crónica de sucesos con condiciones mínimamente comparables a las de los catalanes.

Creo que es un asunto al que hay que dedicar una pensada. En cambio el planeta político catalán está como una balsa si se piensa en la expectación sobre el final de la película de espías que nos tiene a los madrileños pendientes de revelaciones tan minúsculas como trascendentales que lleva a cabo sin desmayo el periodismo madrileño de investigación.  También habría que echarle una pensada a esta cuestión.

A mí se me ocurre que pudiera haber algún factor común en ambas desviaciones de la normalidad más razonable. Tal vez ocurra que los políticos están empezando a pensar que la democracia es cosa que solo depende de las elecciones y que las elecciones se ganan con buena propaganda y con medios de prensa adictos, es decir, que no hay que preocuparse ni del estado de los pabellones municipales, ni de las cuentas públicas, porque si pasa algo con eso siempre se puede cargar en la cuenta del acaso o a la crisis financiera, que siempre es culpa de otros.

Nuestros políticos se sienten muy seguros de nosotros, nos saben leales, nos tienen trincados, y por eso se olvidan de las cosas de la calle y se dedican intensamente a sus asuntos que, en el fondo, nos importan un bledo. Es decir que en vez de la democracia, los políticos creen haber descubierto el Paraíso y se dedican intensamente a solazarse. 

[publicado en Gaceta de los negocios]

Lo mejor del año

En estas fechas que suelen andar escasas de noticias, los periodistas recurren a preguntar a toda clase de personajes sobre lo mejor y lo peor del año pasado. Hace poco, veía en la TV una de esas ruedas de opiniones que circulaba de manera bastante previsible cuando, de repente, escuche cómo una señorita diputada afirmaba, sin pestañear, que lo mejor de 2008 había sido la labor de su líder.  La verdad es que no sé la razón por la que me sorprendí, porque pocas cosas hay tan previsibles como la devoción de un diputado español a su jefe, pero como estaban recién publicadas varias encuestas diametralmente contrarias a la opinión de tal lumbrera, me pareció que el cuajo que exhibía para adular sin pudor, y sin sentido alguno, a la persona a la que se cree deber era notoriamente excesivo. No cabe imaginar que la insigne diputada hablase con sinceridad,  porque eso supondría un caso tan agudo de deficiencia mental que resulta muy improbable incluso en un sistema tan poco brillante como el español. La diputada mentía con desparpajo, convencida de que eso es parte importante de su trabajo: repetir consignas, dar por hecho que su partido es el mejor y su líder el no va más, aunque eso suponga despreciar el criterio y los sentimientos de la mayoría de los electores, de sus partidarios incluso, porque con demasiada frecuencia los dirigentes de los partidos actúan como si los españoles fuésemos tontos, lo que da bastante que pensar. Si se le hubiese preguntado cómo decía tamaña mentira, se refugiaría tras la afirmación arrogante de que las vacilaciones y las debilidades en la defensa de lo propio favorecen exclusivamente a los contrarios.

 ¿Cómo es posible que los partidos políticos consigan controlar el país a base de clonar a personas de características similares? La selección de los dirigentes es uno de los puntos más débiles de todo nuestro sistema. La dinámica interna de los partidos favorece la consolidación de un auténtico sindicato de mediocres  que compiten en imitar hasta los gestos externos de los líderes y contribuye a rodearlos de auténticas falanges de aduladores que, tarde o temprano, acaban por hundir al rodeado. Los efectos de este sistema se perciben mal desde fuera porque, al tratarse de un vicio fatalmente compartido, sus efectos no desequilibran la balanza electoral, únicamente desencantan cada vez más a quienes tienen derecho a espera que la democracia sea un sistema capaz de mejorarnos y no de avergonzarnos. 

El desprecio a la evidencia se ha convertido en una especie de habilidad en el mercado político español. La mentira acaba por ser insignificante cuando se supone que todos mienten, lo que hace que efectivamente pueda obtener éxito el más audaz de los cínicos,  aunque sea un auténtico embustero, un incompetente de tronío  y un verdadero necio.  La democracia española está gravemente amenazada por un anquilosamiento político fruto de la partitocracia y por vicios que, de no corregirse de inmediato,  pueden suponer su conversión, a un plazo no demasiado largo, en una auténtica caricatura. En nuestra democracia son demasiadas las cosas que empiezan a ser mentira, empezando por la inexistencia de un auténtico parlamento representativo de los ciudadanos, de sus opiniones, de sus intereses y de sus deseos. Aquí las elecciones se hacen de arriba abajo, nunca al revés: los electores se ven limitados a refrendar una lista que confecciona el líder del partido que, a su vez, elige normalmente, y por procedimientos aún más discutibles, a quienes le reelegirán internamente hasta que fallezca, se canse o sufra una derrota electoral cuando el personal piense que la cosa pasa ya de castaño oscuro (lo que en el caso de la izquierda suele requerir unos quince años).

El artículo 66 de la CE atribuye a las Cortes el control del gobierno: ¿alguien piensa que lo hacen? ¿Es imaginable en España que una comisión parlamentaria presidida por un miembro del partido en el gobierno elabore un dictamen que ponga en un grave aprieto al presidente? Eso es lo que acaba de hacer el senador Mc Cain, reciente candidato republicano, al elaborar un informe que coloca al presidente Bush ante una situación muy comprometida. Aquí, por el contrario, hemos acabado por no hacer comisiones de investigación porque siempre  se sabe de antemano lo que van a acabar concluyendo.

Buena parte de la responsabilidad de estas lacras vergonzosas pueden atribuirse al maniqueísmo de la política española, a la falta de confianza en un régimen de limpia y auténtica competencia.  Produce verdadera vergüenza que siga siendo verdad aquello que critica un personaje galdosiano: “No había en España voluntades más que para discutir, para levantar barreras de palabras entre los entendimientos, y recelos y celeras entre los corazones”. Necesitamos con urgencia que entre aire fresco en el sistema, que la democracia sirva apara algo más que para alabar al que triunfa y elogiar la belleza de su traje, aunque el rey esté desnudo.

[publicado en El Confidencial]