Sin paliativos

Escucho a Juan Manuel Moreno, Secretario de Estado de Servicios Sociales e Igualdad, decir que todas las administraciones están colaborando sin paliativos en, creo recordar, la extinción de un incendio. Esta manía de los políticos de tratar de justificar lo bien que funciona todo es insoportable, y constituye un ejemplo más de la idea que tienen acerca de nuestra estupidez, que consideran, sin duda, mucho mayor que la suya. Que además no sepan hablar, es también corriente, dado lo estupendamente que se seleccionan los altos cargos y los responsables políticos. Es decir, que nos tendremos que arreglar, sin que quepan paliativos,  para acabar con esta plaga de mediocridad y tontería. 
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No saber lo que pasa

Es siempre útil releer a Ortega, pero en España estamos atravesando momentos en que resulta especialmente aconsejable. Ortega señaló la frivolidad y la falta de advertencia sobre la realidad como defectos bastante comunes, fruto, en el fondo, de la rutina y la pereza intelectual de nuestra clase dirigente. Pero también la mala costumbre de todo el mundo al habituarse a lo extraordinario como si fuese común, al convertirnos todos en «señoritos satisfechos». Eso es lo que hay detrás de la negativa del gobierno, y de los políticos en general, a revisar el funcionamiento de un sistema que está absolutamente en quiebra. De aquí al miedo, al pánico y al descontrol, falta realmente muy poco y habría que procurar evitarlo, pero eso exige mucho valor en gentes que parecen andar escasos. De momento, lo que se lleva, en una especie de consenso irresponsable, es pedir que los alemanes nos paguen las cañas, y no van a querer, que es lo que haríamos nosotros, desde luego, en su caso. 

Del eterno retorno en política

La política es un campo sentimentalmente áspero, de manera que es poco probable que haya quienes sientan una cierta compasión ante la situación tan escasamente atractiva que ha debido afrontar Alfredo Pérez Rubalcaba, pero la verdad es que lo que tiene por delante, especialmente  a corto plazo, mueve a la conmiseración: una herencia política y de gobierno envenenada, con deserción muy fuerte de votantes, desánimo general entre los propios, reyertas propias de la desbandada, y un sinfín de problemas de todo orden, no configuran un escenario proclive al lucimiento, precisamente. Rubalcaba es, sin embargo, un profesional de la supervivencia y seguro que encuentra la manera de sacar partido a una corrida tan deslucida. Sus comienzos están siendo, sin embargo, decepcionantes. Ayer mismo nos desayunamos con que el PSOE va a hacer una gran campaña para anunciar el riesgo de que el PP desmonte el estado de bienestar, como si eso, caso de que haya de suceder, nada tuviese que ver con la desastrosa gestión de los caudales públicos tras ocho años de política disparatada.
Sin embargo, Rubalcaba no tiene la culpa en exclusiva, de este recurso continuado al fundamentalismo. La política española ha tendido a configurarse como una yihad, o, si se prefiere, como un ejercicio espiritual ignaciano, como una especie de guerra de banderas en la que los argumentos, o no existen, o no cuentan, ya que lo único importante es el ejército al que se pertenece y al que se debe fidelidad perruna: con mi partido, con razón y sin ella, podríamos decir parafraseando el dicho que los ingleses refieren, con algo más de lógica, a la defensa de su país.
Un aspecto particularmente tonto de esta guerra retórica entre los dogmas es que olvidemos que en la política se trata de discutir sobre procedimientos, más que sobre principios. Con mucha frecuencia, en política, los principios se convierten en el refugio de preferencia para los vagos. Parece como si bastase con encomendarse a los principios, que tienden a ser de naturaleza inmutable, y aquí si que hay tradición al respecto, para conseguir el voto de los respectivos fieles. Esto puede que le convenga a la izquierda, que no lo creo, pero es muy negativo para cualquier planteamiento mínimamente liberal. En realidad, en la sociedad española nadie discute, ni en la teoría ni en la práctica, determinadas cosas, como la posibilidad de una educación general gratuita hasta los 18 años, o el tipo de sanidad que tenemos. Bueno, en realidad aquí no se discute casi nada, salvo la cuota caricaturesca que corresponde a los reality shows, y no hace porque no se considera de interés, porque parece como si razonar fuese de mal tono. En consecuencia, la discusión se sustituye por el exabrupto, por la imputación de toda clase de taras, en ocasiones con fundamento, pero no se habla de lo esencial, de que no se trata de escoger entre bienes absolutos, sino entre políticas más o menos eficaces. ¿Cuál es la razón para que la sanidad o la educación, cuyos fines no están en cuestión, se haya de desarrollar al modo estatal, el que tenemos, y no de otro modo, como se ha hecho, por ejemplo, en Suecia? ¿Es que no significa nada que nuestras universidades, públicas, pero en manos de unos pocos, estén empeorando su ranking internacional, mientras que las escuelas de negocio española, competitivas y privadas, están a la cabeza del mundo? ¿De verdad los españoles prefieren pagar lo que no saben para que haya servicios aparentemente gratuitos, que no lo son de ningún modo, en lugar de pagar algo y poder exigir a cambio, calidad, control y competitividad? Puede que sea así, pero tiendo a creer que es la ignorancia de lo que realmente ocurre en los despachos oficiales, y el apego a ciertos privilegios, menores y aparentes, lo que mantiene la afición de muchos ciudadanos hacia lo público, eso que ha desmantelado con determinación el gobierno de Zapatero sin que haya pasado gran cosa,  pero sin arreglar nada, y que ahora, constituye, al parecer, la gran amenaza que exhibirá Rubalcaba contra la llegada de Rajoy.
Detrás de todo esto hay un tipo muy especial de pereza, la pereza intelectual, la escasa afición que la izquierda tiene a modernizarse, a ser una izquierda a la altura de los tiempos, como esas tiendas viejas que quieren seguir viviendo del privilegio de ser únicas, de la prohibición de cualquier competencia. Tal vez Rubalcaba pueda encabezar luego un proceso serio de renovación de su partido, pero ahora parece entregado a la fatalidad repetitiva del doberman.
El PP, por su parte, corre el riesgo de contribuir a que se perpetúe esta farsa, que le perjudica, en la medida en que predominen en él las raíces tecnocráticas y autoritarias que le impiden convertirse en un partido realmente moderno, en un lugar en el que españoles deseosos de que su país abandone el camino de la insignificancia, puedan debatir sobre las mejores políticas para ganar limpiamente, sin esperar al agotamiento del titular.