La trastienda del debate


Es evidente que la política contemporánea conlleva un importantísimo coeficiente de ficcionalización, de creación de una realidad virtual, casi podíamos decir. Este hecho es el que explica que los partidos se hayan convertido en algo así como empresas teatrales,en instituciones cuya actividad decisiva sea la construcción de un marco simbólico en el que, además de que la empresa se sienta cómoda, se garantice la obtención de unos buenos resultados electorales. En una tesitura como esta, en la que indudablemente estamos, los debates devienen necesariamente en meras liturgias  en las que cada cual va a lo suyo, una especie de diálogo para besugos supuestamente animado por una apariencia de moderador (¿?) que pretende sugerir que, sin su presencia, los rivales recurrirían al navajeo, lo que se compadece mal con la  obviedad de que coadministran un negocio  en el que comparten intereses esenciales sobre los que es mejor hablar poco. No es de extrañar que el debate no hay suscitado demasiado interés, y que el público más ajeno a este negocio, los jóvenes, sobre todo, hayan pasado ampliamente de atenderlo.
Es verdad también que la situación en que realmente nos encontramos parece dejar poco margen para la creatividad política, pero, de cualquier manera, resulta sorprendente que una democracia que aún no tiene ni cuarenta años, haya llegado a tan altísimo grado de  ritualización. Si se admite el análisis, las paradojas se multiplican, porque resulta que la política se reduce a su mínima expresión en el momento en que sería más necesaria una gran política, como de hecho se admite cada vez que se echan en falta liderazgos de altura para poder lidiar con una situación tan endemoniada como la que estamos padeciendo. Ahora bien, cuando las crisis no se afrontan en su raíz, cuando no se hace política en serio, los resultados pueden ser catastróficos en un plazo muy corto, y los gobiernos que surjan en esas circunstancias pueden tener los días contados, como, sin ir más lejos, le ha pasado a Papandreu. 
Si se mira hacia atrás, el PSOE ha estado en el gobierno el 60% del tiempo de democracia y en la oposición sólo un 40%, es decir, que ha sido la fuerza políticamente dominante, cosa que ahora podría dejar de suceder, aunque esta perspectiva  haya  sido completamente irrelevante en el debate. Rubalcaba actúo como quien sabe que va a perder, pero también como quien espera que sea por poco tiempo, como quien está seguro de que va a estar ahí porque las bases de su superioridad van a permanecer inalteradas. Si a esto se añade que la situación económica parece forzar un incremento real de los niveles de desigualdad, no es muy difícil imaginar que el PSOE no tendrá que pensar en una larga travesía del desierto, especialmente si su resultado no fuere desastroso, que podría serlo, y no se ponen más nerviosos de la cuenta tras el 20N.
Lo que quiero decir es que me parece que Rubalcaba tenía más razones para evitar el debate que Rajoy, aunque Rajoy diese todavía menos sensación que Rubalcaba de buscar un enfrentamiento serio. En consecuencia, Rubalcaba hizo como que atacaba, mientras que Rajoy hizo como que se defendía, sin atacar nunca, más allá del ingenio gallego, sin buscar la barbilla del contrario.
Lo que hay detrás de este escenario, según lo veo, es que los estrategas del PP consideran que ya que se les ha brindado una victoria relativamente barata, aunque haya tardado dos legislaturas, por los disparates de Zapatero, es inteligente no dar una batalla política sino apoyarse en un cierto sentido común para obtener los réditos, llegar al poder,.. y ya veremos. Me parece que al actuar así, el PP sacrifica su posible capital a un rendimiento inmediato, mientras que el PSOE parece firmemente asentado en una estrategia inversora de largo plazo, aunque haya padecido la desgracia de tener un líder insolvente en medio de una tormenta más que mediana. No es fácil decir qué lecciones sacará el PSOE de esta peripecia, pero el universo de posibilidades a que se habrá de enfrentar tampoco es infinito.
La pregunta importante es si el PP acertará a rentabilizar sus ideas una vez en el poder, o incurrirá de nuevo, como pasó entre 1996 y 2004, en el error de cifrar todo su capital en ser buenos administradores de las cuentas públicas. Se puede entender que el PP haya considerado imprudente hacer exhibiciones ideológicas con un panorama tan prometedor, pero me atrevo a afirmar que si hace lo mismo en el Gobierno su hegemonía será muy corta, brevísima. Se trata de una vieja tentación de los conservadores, no solo aquí, en todas partes. Cuando se acepta que lo único interesante en la política es llegar al poder, cuando los supuestos liberales y/o conservadores asumen que las ideas están de más, entonces se hace cierto  el aserto de Chesterton: “La totalidad del mundo moderno está dividido entre conservadores y progresistas. Los progresistas se ocupan de cometer errores. Los conservadores se ocupan de que no se corrijan”.

Cuando escribir es siempre reeescribir


A propósito del 23 F se han escrito estos días muchas cosas, la mayoría, como es natural, bastante oportunistas y prescindibles. Una de las que se salva de la quema, con mucho, es el comentario de El Escorpión, el blog de Alejandro Gándara, lleno de inteligencia y buen olfato. Se plantea Gándara dos cosas, una muy general, si las conmemoraciones son formas de reescritura, y otra más particular y enormemente pertinente, la razón de que se conmemore tanto un hecho desdichado.
Respecto a la primera cuestión, lo que hay que decir es que la historia es siempre reescritura y que es solo una mala imagen la que nos ha hecho leer reescritura como sinónimo de deformación. No hay tal. El pasado no es tan objetivo e indeformable como parece a primera vista, entre otras poderosas razones porque siempre está cambiando, el pasado de ayer no será nunca el pasado de mañana, porque el transcurso del hoy lo altera de manera permanente. Esto no milita contra el obligado empeño de una cierta objetividad a la hora de narrar a historia, pero el pasado no se libra del efecto insobornable del tiempo que también lo cambia, pero en fin esto no es lo que más importa respecto a la fecha conmemorada.
La verdadera cuestión es cómo se ha convertido el recuerdo de un tramo bochornoso de nuestra historia reciente en un motivo de alborozo. Gándara apunta que, aunque se pretenda conmemorar la victoria de la democracia, lo que en realidad se celebra es el éxito de esta situación que nos gusta tan poco a tantos. Yo creo que lo que Alejandro Gándara pone de manifiesto es muy importante, y además se descubre mediante el sesgo freudiano que él, muy acertadamente, denuncia. Lo que se celebra es el monopolio, y eso apenas tiene que ver con la democracia, ni ayer, ni, muchísimo menos, hoy.

Una crisis nacional

El atosigante agosto que acabamos de comenzar puede que nos haga olvidar un tanto la crisis política, territorial y económica que padecemos, por no hablar más que de lo obvio. Pero la realidad suele vengarse de los veranos, de manera que bien haríamos con dedicar algún esfuerzo a comprender qué es lo que nos ocurre, de modo que cada cual saque su tanto de responsabilidad
Lo que nos ha pasado es que se ha roto estrepitosamente una doble tendencia sostenida al crecimiento económico y la normalización política. Las legislaturas de Zapatero han mostrado las debilidades de dos modelos básicos implicados, de uno u otro modo, en el pacto de la Constitución, en el programa largo de la transición. No conviene confundir este hecho, que puede ser considerado como una coincidencia, con los errores específicos de Zapatero, que son otra cosa.
Aunque no sea lo primero que se ha roto, empezaremos por constatar que, como era perfectamente previsible, aunque no se supiera exactamente el cuándo, se quebró el espectacular ritmo de crecimiento de la economía que se había consolidado en España tras los años de gobierno de Aznar. El gravísimo error de Zapatero ha sido ignorar la norma de prudencia elemental que dice que se ha de parar el coche antes del precipicio, tratando de convencernos de que precipitarnos por él iba a ser imposible, y, por supuesto, sin atreverse a hacer nada que evitase el castañazo. En consecuencia, nos encontramos en una situación desastrosa, aunque con el alivio relativo de que, al no tener moneda propia, nos obligan a desistir de la carrera de absurdos en que se había convertido la política económica de Zapatero; pero el daño ha sido gravísimo, y la recuperación va a ser, probablemente, muy lenta y problemática.
Este desastre económico se ha dibujado sobre un panorama político no menos catastrófico. Aunque duela hablar de ello, la política española ha dejado de ser mínimamente normal, al menos, desde el atentado terrorista del 11 de marzo de 2004. Ese crimen siniestro y brutal ha tenido consecuencias mucho más hondas de lo que se ve a primera vista. Al igual que los errores de Zapatero sobre la crisis económica, el atentado ha sido un hecho externo que vino a agravar decisivamente la crisis política previamente existente, la escisión radical de la derecha y la izquierda, incapaces de pensar conjuntamente un programa, y de respetar unas reglas del juego que consolidasen una democracia liberal, madura y eficiente. Esta impotencia es fruto, sobre todo, de la consternación de la izquierda ante una doble victoria de la derecha, y su ineptitud para imaginar una fórmula de victoria sobre el PP que no pusiese en riesgo el equilibrio territorial. El giro de Zapatero hacia los nacionalismos fue, pues, una consecuencia indeseada de la mayoría absoluta del PP en el año 2000, uno de sus ingeniosos gambitos electorales, que se ha mostrado desastroso a largo plazo.
El cerrado bipartidismo de que es víctima la política española tiene raíces hondas y complejas, pero se convierte con facilidad, como ahora sucede, en una trampa; en consecuencia, los ciudadanos se sienten cada vez más lejos de los políticos, y las heridas que estos han envenenado, como el Estatuto de Cataluña, amenazan con convertirse en un cáncer mortal, mientras los españoles asisten estupefactos a la torpísima representación de un drama absurdo e innecesariamente exagerado.
Los ciudadanos tienen la sensación, que esperemos pueda ser desmentida, de que en uno de los peores momentos de su historia están en la peores manos posibles. No es sólo que se haya de repetir el manca finessa de Andreotti; falta algo más que finura porque es evidente que crujen las cuadernas del barco en momentos de tormenta perfecta y que, por tanto, habría que pararse a pensar sin limitarse a repetir las viejas consignas. Por poner un par de ejemplos, las tediosas y estériles negociaciones de patronal y sindicatos han sido muestra de un agotamiento irremediable del modelo de concertación que hemos heredado del franquismo, un modelo en que es perfectamente posible que nadie represente a nadie, porque todos están ajenos a lo que realmente ha pasado en la economía de las empresas, sobre todo pequeñas, y de lo que continúa ocurriendo en la calle. Un segundo ejemplo: que este año se hayan incorporado, como sin querer, más de 200.000 personas a la función pública es otra prueba de que los políticos se resisten a hablar de los problemas reales, de que han quedado presos de una retórica vacía y envejecida.
Es evidente que hacen falta políticos que de verdad piensen algo y quieran algo, y que sean capaces de arriesgarse por ello. El modelo de turnismo, que además arroja una ventaja de casi 2 a 1 para las victorias de la izquierda, ya no es suficiente; hace falta que los partidos se transformen en lo que debieran ser, y solo la presión ciudadana podrá lograrlo: puede parecer difícil, pero no es imposible, y resulta necesario.
[Publicado en El Confidencial]

La tapadera

Quevedo, un escritor excepcional y un hombre valiente, dejó escrito aquello de “No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca, o ya la frente, / silencio avises, o amenaces miedo./ ¿No ha de haber un espíritu valiente?/¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?/¿Nunca se ha de decir lo que se siente?” en su Epístola a Olivares, el poderoso de la época. Creo que estos tercetos quevedianos tienen hoy la misma actualidad que en la primera mitad del siglo XVII. La tiranía que hoy nos atenaza es más sutil, pero no menos cruel y, sobre todo, mucho más poderosa que el Conde Duque.

Este bipartidismo imperfecto y sofocante que nos controla, empieza por someternos a una demediación de nuestra personalidad; de modo insensible, la mayoría se ve privada de contemplar el arco visual entero, tiranizada por el imperativo categórico impuesto por un bipartidismo atroz, a saber, conseguir, a cualquier precio, el derribo y la ruina del adversario. Nunca podremos valorar adecuadamente la enorme cantidad de inteligencia y de prosperidad que se nos escapa por los entresijos de este tinglado maniqueo, lo caros que nos salen los rituales y jeribeques de nuestros políticos.

Me parece que la existencia de esta atmósfera inquisitorial, de la izquierda hacia la derecha, pero también a la inversa, no es nada casual, sino un producto de diseño, aunque burdo en última instancia. No quiero perderme en consideraciones acerca de quién es el responsable último de este estado de cosas, lo que sería casi imposible sin reproducir el esquematismo que trato de denunciar. Me bastará con aludir a un par de escenas de la actualidad política para que se pueda valorar el disparate. El PSOE bombardea con Gürtel, y el PP pretende responder con el caso Faisán; ambos partidos gastan munición sobrada en armar el mayor de los ruidos en un par de asuntos que, en una sociedad normal, debieran resolverse sin apenas escándalo, con discreción y sin exageraciones, para no dificultar la resolución de los problemas perfectamente reales que nos acongojan, y no sin motivo; aquí sin embargo nos atenemos al atavismo, porque nos han dicho que en eso consiste la democracia.

El encono y la saña con los que transcurre la vida política española, impide un análisis medianamente objetivo de las cosas, la comprensión de las estrategias de los partidos, la respuesta a dificultades comunes. Pondré otro par de ejemplos de lo que trato de señalar. Primero, sobre las estrategias de los partidos. No hace falta ser un gurú para ver que el PSOE necesita ganar posiciones en Madrid y en Valencia, porque los 25 escaños obtenidos en Cataluña son virtualmente irrepetibles; pues bien, como de casualidad, el caso Gürtel afecta al PP en esas dos plazas. El PP, por su parte, se modera hasta la exasperación de muchos de los suyos y responde con medidas chapuceras a ese ataque, confiando en que el tiempo todo lo difumine, porque tiene miedo de perder adhesiones por sus flancos. ¿Interesa algo de esto a los españoles de juicio independiente? Ni lo más mínimo, pero se ven inmersos en una refriega enloquecida que medios de opinión, absolutamente en quiebra, tratan de mantener viva, tanto para merecer las caricias de quien controla el presupuesto, como porque hacer información sale más caro que hacer demagogia y partidismo, y estamos en pérdidas.

Veamos ahora lo que ocurre con el interés común: la imposibilidad de lograr una mayoría que apruebe los presupuestos, independientemente de lo delirantes que nos puedan parecer, lleva al PSOE a comprar votos que se pagan con el dinero de todos: privilegios por aquí, cacicadas por allá, etc. Mientras tanto, el PP, lejos de contribuir de alguna manera, o de ingeniar un sistema que pueda evitarnos el gasto, se consuela pensando que ahora no es él quien está pasando por el mal trago. Pero nuestros dos grandes partidos son capaces de llevarnos al desastre, o de consentir que nos esquilme cualquier grupo pequeño de la Cámara, con tal de no dar su brazo a torcer.

¿Corrupción? Sin duda, pero aquí parece que ya nos hemos acostumbrado al “¡y tú más!”, al creer que eso basta para mantener a la grey con las filas prietas y en posición de prevención, que es lo que parece que se lleva. Pero, de esta manera, no caemos en que hay una corrupción más grave que la de unas bandas de chorizos o, incluso, la financiación ilegal de un partido, como en el caso Filesa y un sinfín de falsas empresas dedicadas al trinque. Lo penoso es que quienes debieran estar al servicio de los españoles y de sus intereses, se las arreglan para que la mayoría esté a lo que a ellos importa, a su mantenimiento en el poder, a su reparto obsceno de prebendas, no entre los mejores, sino entre los más allegados, madres y padres, como en Benidorm, hermanos y cuñados en las listas y en los gabinetes, lo que sucede por doquier. La corrupción de que nos hablan, sirve de tapadera de algo peor, y hay que atreverse a destaparlo, y dejar de bailarles el agua.

¿Pacto de estado o elecciones anticipadas?

La gravedad de la crisis, económica e institucional, por la que atraviesa España hace que casi todo el mundo piense en alguna solución excepcional. Ello muestra la incapacidad del sistema para adaptarse a un entorno tan inhabitual como  crítico y que constituye una amenaza de consecuencias catastróficas. Parece como si la España democrática hubiese perdido el rumbo. No hay síntomas de que dispongamos de las energías políticas que permitieron una transición  excepcional, cuyos réditos han empezado a agotarse.  

En este contexto, se suscitan frecuentemente debates en torno a si, para remediar la cosa, sería preferible un pacto de estado o unas elecciones anticipadas. Se trata de una disyuntiva estéril, falsa  y viciada desde la raíz. No es evidente que unas elecciones anticipadas, que en ningún caso van a celebrarse, puesto que podrían perjudicar al único que puede convocarlas, fuesen a otorgarnos un panorama político sustancialmente distinto al que tenemos. Es obvio, por otra parte, que el Gobierno está cerrado en banda a cualquier cosa que no sea aguantar el chaparrón y confiar en la lealtad de los supuestamente suyos, abundantemente regada con dádivas insensatas. 

¿Qué está pasando entonces? Básicamente, que el sistema democrático precisa de algo más que unas instituciones jurídicas, y carecemos decisivamente de ese algo más. Si se me permite una metáfora orgánica, que siempre son peligrosas, el fallo de un subsistema se suele corregir potenciando un mecanismo sustitutorio, lo que siempre da lugar a una malformación que produce gran variedad de deficiencias funcionales. En nuestro caso, la malformación esta en el sistema de partidos cuya conformación  ha invertido completamente su función constitucional: en lugar de servir de cauces de representación, se han convertido en fortines feudales a cuyo alrededor se agrupan, alternativamente o a un tiempo y de forma transversal,  densos  conglomerados de intereses que los hacen todavía más inaccesibles y casi absolutamente insensibles a cualquier cosa que provenga del exterior. 

Ahora bien, lo decisivo es comprender que esa deformación no se debe, a mi entender,  a ninguna norma jurídica deficiente, sino a graves carencias en la cultura política de los españoles, al hecho de que en la mayoría de los casos, en la Universidad, en la empresa, en los clubes de fútbol, en la prensa, y, por supuesto, en el interior de los partidos, nuestro comportamiento es exactamente ese, una especie de caudillismo atemperado por la oligarquía. Creo, sinceramente, que es pedir peras al olmo esperar que los partidos se comporten de manera distinta a como nos comportamos la mayoría de los españoles; mientras no modifiquemos sustancialmente nuestra cultura política, nuestras instituciones, en las que ahora apenas tiene cabida una conducta competitiva, liberal y respetuosa de los derechos de los demás, que es lo que permite la fecundidad de la una democracia, no podrán gozar de los beneficios de la poliarquía, y la libre competencia será siempre una auténtica rareza. 

La consecuencia más importante de todo esto es que, en España,  el poder político  no está distribuido verticalmente (aunque horizontalmente sí, en esos monstruosos mini-estados en que han venido a dar las CCAA por las mismas razones), de manera que, ante cualquier situación realmente grave, como la presente,  la democracia no pasará de ser una piadosa ilusión enmascarada por un bipartidismo autocrático. Ante las crisis, los partidos no reaccionan como las personas normales suponen que reaccionarían ellas, sino defendiendo, en primer lugar el interés máximo de su subsistencia. Es, exactamente, lo que hace Zapatero: resistir, y que cada palo aguante su vela. Actuar en función de intereses generales puede convertirse en un atentado a ese patriotismo de partido que, hasta ahora, ha gozado de gran crédito entre los socialistas de todas las procedencias. 

Precisamente para poder actuar con más soltura a la defensa de los intereses creados, los partidos prefieren carecer, por completo, de oposición interna y, en consecuencia, no pueden ser democráticos que es lo que, ingenuamente, manda la Constitución.  No creo que haya que cansar a nadie enumerando las razones para un diagnóstico tan negativo; me conformaré con mencionar la pasión de las oligarquías partidarias por imponer a toda costa un candidato único  en cualquier clase de asamblea, o los poderosos reflejos corporativos para defender a gente realmente impresentable cuando ha alcanzado un estatus suficientemente alto en la organización, pese al clamor popular, ese último destello de decencia que le queda a mucha gente. 

¿Entonces, qué cabe hacer? Cada cual tendrá su responsabilidad, pero es evidente que una cultura democrática se forja ejercitándola. Hay que romper, a base de libertad, las ataduras que mutilan y esterilizan nuestra democracia. Luego, se podrán hacer reformas, pero lo decisivo es no quedarse quieto mientras nos golean.

[Publicado en El confidencial]