Cuando escribir es siempre reeescribir


A propósito del 23 F se han escrito estos días muchas cosas, la mayoría, como es natural, bastante oportunistas y prescindibles. Una de las que se salva de la quema, con mucho, es el comentario de El Escorpión, el blog de Alejandro Gándara, lleno de inteligencia y buen olfato. Se plantea Gándara dos cosas, una muy general, si las conmemoraciones son formas de reescritura, y otra más particular y enormemente pertinente, la razón de que se conmemore tanto un hecho desdichado.
Respecto a la primera cuestión, lo que hay que decir es que la historia es siempre reescritura y que es solo una mala imagen la que nos ha hecho leer reescritura como sinónimo de deformación. No hay tal. El pasado no es tan objetivo e indeformable como parece a primera vista, entre otras poderosas razones porque siempre está cambiando, el pasado de ayer no será nunca el pasado de mañana, porque el transcurso del hoy lo altera de manera permanente. Esto no milita contra el obligado empeño de una cierta objetividad a la hora de narrar a historia, pero el pasado no se libra del efecto insobornable del tiempo que también lo cambia, pero en fin esto no es lo que más importa respecto a la fecha conmemorada.
La verdadera cuestión es cómo se ha convertido el recuerdo de un tramo bochornoso de nuestra historia reciente en un motivo de alborozo. Gándara apunta que, aunque se pretenda conmemorar la victoria de la democracia, lo que en realidad se celebra es el éxito de esta situación que nos gusta tan poco a tantos. Yo creo que lo que Alejandro Gándara pone de manifiesto es muy importante, y además se descubre mediante el sesgo freudiano que él, muy acertadamente, denuncia. Lo que se celebra es el monopolio, y eso apenas tiene que ver con la democracia, ni ayer, ni, muchísimo menos, hoy.

Dos formas distintas de leer

Del mismo modo que hay dos formas distintas de viajar hay, fundamentalmente, dos formas distintas de leer. Podemos viajar por puro placer, desde el grato paseo al atardecer hasta dar la vuelta al mundo por el gusto de darla. Pero también podemos viajar porque necesitemos hacerlo, desde salir a tomar un refresco hasta pasar seis meses fuera de casa haciendo gestiones diversas, mundo adelante. Ambas formas de viajar tienen elementos comunes pero son muy distintas. La segunda no excluye el placer ni la primera la utilidad, pero ni nadie las confunde, ni es necesario enfrentarlas de modo maniqueo. Con la lectura pasa algo semejante. Cabe la lectura por puro placer y cabe la lectura por necesidad, porque necesitamos saber algo. La lectura privada y por placer es, históricamente, un producto tardío. Sabemos que la forma ordinaria de lectura fue la lectio, la lectura en voz alta de un texto dirigida a un público interesado y atento y que la lectura privada, eso que hoy consideramos como leer por antonomasia, era una rareza antes de la época moderna. De hecho, podemos ver cómo la locura del Quijote nace de una lectura que Cervantes considera excesiva, del abuso de un placer todavía raro, la lectura privada como munición de la fantasía.

Desde la puesta en marcha de la era digital, desde que es posible manejar textos, por complejos que sean, compuestos estructuralmente a base de unos y ceros, se han movilizado posibilidades de lectura de las obras más diversas que eran sencillamente impensables hace unas décadas. Esta facilidad para disponer de una gran variedad de textos (obras clásicas, artículos de prensa, conferencias, apuntes, etc.) ha ido creciendo sin que ello haya supuesto mayores dificultades de búsqueda gracias a la rapidez y el buen funcionamiento de los llamados buscadores. A muchos efectos puede decirse que todo está en la red, afirmación que, aunque dista mucho de ser cierta, marca una tendencia que es cada vez más evidente y que se colmará casi completamente en el curso de los próximos años. De cualquier manera, decir que todo está en la red es equivalente a haber dicho, hace veinte años, que todo está en una buena Biblioteca, algo que tampoco era cierto en absoluto pero señalaba la excelencia de determinadas instituciones capaces de albergar de una manera organizada y permanentemente al día cuanto era posible leer respecto a una serie de disciplinas o autores.

Las ventajas de los textos digitales son muy grandes para la lectura profesional o por necesidad, debido a que disponemos de una facilidad de búsqueda y acceso infinitamente superior a la que tenemos cuando manejamos textos impresos. Existe, además, otra ventaja decisiva de la red que consiste en que, al menos en principio, acceder a un texto significa la posibilidad inmediata de trabajar con él en el mismo computador que estamos utilizando. La desventaja principal de la red frente a una buena biblioteca reside, evidentemente, en el carácter casi caótico de la red frente al reino de orden, de precisión y de pertinencia que caracteriza a cualquier buena biblioteca. Es seguro que en un futuro inmediato asistiremos a la reinvención de las artes bibliotecarias en el nuevo entorno digital.

¿Qué pasará entonces con los libros de siempre? Es evidente que el objeto al que llamamos libro está dejando, o ha dejado ya, de ser el depositario exclusivo de la cultura y del saber como lo era, seguramente, hasta hace unas décadas.

Adivinar el futuro es casi tan imposible como resistirse a su lógica, a veces implacable, a veces misteriosa. Los editores tradicionales y los libreros van a perder, en parte ya lo han hecho, el singular privilegio que tenían en relación con la palabra. Pero eso no debería ser considerado como una desgracia, al menos no como una desgracia universal.

El libro es un invento demasiado bueno como para que podamos deshacernos de él. Parece razonable pensar que la lectura privada y por mero placer va a seguir siendo primordialmente lectura de libros. No creo que nadie, salvo el investigador especializado, prefiera releer Fortunata y Jacinta, por poner un ejemplo cualquiera, en la pantalla de su ordenador, en lugar de hacerlo con su viejo ejemplar o en una nueva y atractiva reedición de bolsillo, aunque resultará igualmente placentero y útil leerlo o reelerlo en la pantalla de tecnología de tinta de un lector de e-books, para lo que existen varias buenas ediciones perfectamente legítimas y libres accesibles en la red. 

Sin embargo, son muchas las cosas que van a cambiar en los libros que se editen de aquí en adelante. Deberíamos caer en la cuenta de que, por ejemplo, el título, algo que nos parece absolutamente esencial a cualquier obra, es sólo la exigencia impuesta por una forma particular de edición, algo que debería ir en la ‘portada’, pero ahora los libros digitales van a poder tener muchas más portadas, no tienen por qué conformarse con una sola. Del mismo modo que un teléfono ya no es solo un teléfono sino que puede ser un sinfín de cosas más (aunque a algunos nos aburra el espesor del manual correspondiente porque solo queremos hablar con los amigos), un nuevo libro podrá llamar la atención de sus lectores digitales de mil maneras distintas, no sólo de una.

Las posibilidades son muchas, pero solo algunas llegan a ser realidades efectivas y no podemos saber cuáles y cómo van a ser las cosas en este terreno a, digamos, cincuenta años vista. Seguramente la lectura por puro placer va a seguir siendo servida por mucho tiempo por el libro de (casi) siempre. Pero ese libro va a tener rivales poderosos y seguramente no va a seguir gozando del privilegio que le otorgaba el monopolio de la lectura. Quienes viven de la fabricación, la distribución y el comercio de los libros (o de los periódicos, que a veces coinciden) harán bien en pensar en lo que puede venir y en no limitarse a defender su posición a base de argucias legales y de pésimos argumentos.

Estamos ante una revolución, pacífica pero bastante radical, ante la que no vale mirar para otra parte. Los lectores no tienen nada que perder y tienen un mundo por ganar. Los autores deberán caer en la cuenta que su primer derecho es el derecho a ser leídos, a que se conozca lo que piensan y dicen y que eso no tiene que subordinarse necesariamente a las estrategias de negocio de los editores tradicionales. En fin, un lío, pero un lío lleno de interés y de promesas al que no hay que tener ningún miedo.

[Publicado en otro blog. Este texto es una leve variante de lo que apareció previamente en El Escorpión, el blog de Alejandro Gándara]