La supuesta anomalía española

Entre las muchas cosas que podemos aprender con Ortega, no creo que sea la mejor la tendencia a sustancializar, y, en cierto modo, a dramatizar, tratándolo como si fuese algo cuya existencia no ofrece duda, lo que se ha llamado, más o menos confusamente, el «problema de España», esa conciencia de que existe una larga serie de rasgos, inexcusables y fatales, que nos hacen muy difícil una convivencia política en unidad y libertad, algo que, se supone, hemos heredado a través  de lo que se ha descrito como una larga decadencia, que, salvando diversas discrepancias de fecha, parece haber comenzado nada menos que hacia finales del siglo XVI.  Parafraseando lo que dice el propio Ortega, a otro propósito, cabría observar que, sin duda, resulta un poco abusivo llamar decadencia a algo que va para cinco siglos.

Uno de los efectos de ese oneroso legado, es que se pueda pensar que la realidad histórica de España continúa abierta en canal, como se supone lo demostrarían los paralelismos que se suelen establecer entre los años 30 y lo que nos pasa en el presente, como si ese diagnóstico fuese el de un mal incurable, un tipo de análisis patológico inmune al paso del tiempo. No comparto ese punto de vista, que olvida diferencias tan de bulto, en demografía, en nivel cultural, en bienestar social, en desarrollo económico, en estabilidad política, en situación histórica, que no me parece se puedan tener en desconsideración de ninguna manera. 

En cualquier caso, en los más de cien años que nos separan ya del momento en que Ortega empezó a pensar en público, ha cambiado mucho el clima intelectual en el que se pueden debatir los problemas que angustiaban a los españoles después de la pérdida de Cuba y de Filipinas, y de la derrota militar frente a los Estados Unidos. Nuestros mejores historiadores, con muy escasas excepciones, han abandonado ya el cliché de la «anormalidad», y eso se ha debido en buena medida al trabajo académico de los hispanistas británicos, en especial a Raymond Carr y sus discípulos, que han dado la vuelta a esa imagen de excepcional romanticismo y rareza que sus compatriotas del XIX tanto habían contribuido a crear y que han sido tan bien estudiados por Tom Burns.  Uno de los logros de la democracia reciente, con tantos defectos como cualquier otra, es que ya no circulen con naturalidad los análisis que dan por hecha la dramática excepcionalidad del ser de España.

Los enormes cambios reales  de la sociedad española, en especial en los últimos cuarenta años, el hábito frecuente de viajar al extranjero, nuestra integración en Europa, y hasta nuestros éxitos deportivos y empresariales, han dejado que el conjunto de obsesiones que cristalizaron en los años de crisis del primer tercio del siglo XX sean ahora mismo poco más que una tenue sombra y una curiosidad erudita que interesa muy poco a una enorme mayoría de los españoles, aunque es evidente que existen todavía fuerzas políticas, y no solo ellas, que se siguen empeñando en sacar agua de esa fuente en buena medida imaginaria.

Es interesante insistir en una constatación empírica, a saber, que, si existiese en la realidad algo así como un problema de España, sería razonable pensar en que se pudiera encontrar algún paralelismo, siquiera sea tenue, en cualesquiera otras realidades similares desde el punto de vista político-histórico, vale decir en Francia, en Portugal, en Inglaterra o en los Estados Unidos, pero, parece obvio que no es el caso. Gustavo Bueno ha hecho notar este aspecto, con humorística malicia, afirmando que sería absurdo tratar de encontrar el equivalente del «¿Dios mío que es España?» de Ortega, referido, por ejemplo, al Benelux, y ya son ganas de comparar.  Lo que sí encontramos es que, en especial en momentos duros u oscuros de cualquier nación, asoma la reflexión, también la crítica, pero, en general, con un tono positivo, tratando de salvar los muebles y la honra, y poniendo empeño en ello. El ejemplo más cercano tal vez sea el Francia y De Gaulle, cuando el fundador de la V República habló de “una cierta idea de Francia” en un momento en el que Francia no acababa de pasar por uno de sus instantes más gloriosos para decir que “la France ne peut être la France sans grandeur.»  Este tono afectivo y piadoso no está ausente casi nunca en las obras de los naturales de otras partes del mundo cuando se trata de abordar las críticas, por agudas que se necesiten, a su propio país, y es normal que eso suceda con mayor intensidad en aquellos momentos en que se atraviesan coyunturas difíciles o en aquellas naciones que se ven sometidas a un intenso cuestionamiento por su papel en el tablero internacional.  No se trata de negar nuestra específica singularidad, pero no hay que dar por hecho que esa supuesta cualidad sea tan especial, pues es seguro que los holandeses, los letones y los coreanos, por poner cualquier ejemplo, también se sienten tan singulares como cualquiera.

Quienes insistan en el uso y abuso de expresiones como «idea de España» o «problema de España» están haciendo un uso performativodel lenguaje, esto es, sus afirmaciones acaban creando, o fortaleciendo, en cualquier caso, el sujeto al que pretenden referirse, sin que se alcance a ver qué es lo que resuelven, o qué es lo que no podríamos explicar sin recurrir a ellas. Parece oportuno hacer notar que el colmo del desatinado equívoco se alcanza cuando se considera que la existencia de hispanistas a lo largo y ancho del mundo constituye una prueba irrefutable de la notabilísima singularidad de nuestra historia, sin reparar que la endeblez, cuando no la práctica inexistencia, de la contrapartida española de especialistas en la historia de Francia, de Suecia o de Italia no prueba nuestra excepcionalidad, sino que muestra de manera muy palpable las debilidades y carencias de nuestras instituciones universitarias, y, de paso, el escaso papel que ahora mismo representamos en el mundo.

De todas maneras, la tendencia a dramatizar las cuestiones relativas a nuestra condición nacional ha tenido bastante éxito y así se explica, por ejemplo, que muchos recurran a una expresión muy orteguiana para explicar lo que consideran nuestros desconciertos y aporías, pero ignoran que cuando Ortega escribió eso de que “lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa”, no estaba hablando de España, ni de lejos. La frase aparece en su «En torno a Galileo» y Ortega se estaba refiriendo a un problema mucho más general, hablando de lo que llama «el tránsito del cristianismo al racionalismo», no a ningún «problema de España» ni a ninguna singularidad nuestra. Son algunos lectores los que se han aprovechado de la frase y la han aplicado a nuestras cansinas cuitas nacionales.

El uso político de esta categoría histórica tan poco sutil está, por desgracia, demasiado claro. Son los separatistas catalanes, ahora mismo, quienes más se refocilan en ideas de ese género, pues los más aventados han llegado a sugerir, contra cualquier evidencia, que los españoles (y no los catalanes) tenemos alguna clase de deformación genética o morfológica, lo que explicaría nuestra anormalidad política y sustentaría su proclamado derecho a decidir, como si eso fuese algo tan lógico como permitir que un médico cuerdo tomase decisiones sin atender a las peticiones de una asamblea de anormales.

Lo grave de esta clase de errores categoriales es que pueden conducir a que se comentan otro tipo de disparates más concretos y dolorosos. Tal ocurre, por ejemplo, con la actitud de las actuales autoridades catalanas respecto a la enseñanza del español a los niños, algo que quieren tratar como un problema de política educativa cuando lo que está en cuestión es si se presta o no el debido respeto a derechos cívicos elementales como el de hablar su lengua materna y poder ser educado en ella. No tiene la menor justificación impedir que un niño de cinco años, y, como mínimo, decenas de casos más muy similares, se vea privado por los poderes públicos de ser escolarizado en su lengua materna, al menos en la forma en que lo establecen las leyes. A lo que se ve, la Generalidad considera que el español es una lengua que puede contaminar la inmarcesible pureza y dignidad de la cultura catalana, pero no parece dispuesto a que sean los únicos catalanes existentes los que decidan esto por sí mismos, y es ahí donde una medida que se supone educativa se convierte en algo mucho más grave, en una falta de respeto a la libertad más básica que quepa concebir, la posibilidad de hablar y educarse en la lengua materna, al menos en la forma en el que lo regulen las leyes vigentes en una sociedad bilingüe digan lo que digan estos maestros Ciruela, aquellos que sin saber leer pusieron escuela.

Cuando los “lazis” catalanes se manifiestan al grito de “Lluitem per la nostra llengua” (copio de una pancarta) están siendo víctimas de una ilusión histórica, aquella que ha servido para convencerlos de una supuesta anomalía española, al tiempo que los induce a soñar con algunas inexistentes y cómicas hazañas catalanas, y los hace ignorar que están protagonizando un episodio de indignidad cívica y de totalitarismo del que tardarán décadas en librarse en medio de una implacable decadencia de su libertad política y su prosperidad económica.

Publicado en Disidentia

En este texto se utilizan párrafos e ideas presentes en mi capítulo sobre Ortega y Gasset del libro colectivo editado por José Luis Caballero Bono y titulado “Visión de España en los pensadores españoles de los años treinta”, Ed. Universidad de Salamanca, 2017.