Santa Maradona y el infierno

La muerte del astro argentino nos está brindando de manera machacona, como solo saben hacerlo los medios cuando encuentran algo de verdad popular, una serie de imágenes de enorme contraste, desde la repetición de sus goles más inverosímiles, hasta las muchedumbres enloquecidas y dolorosas que lloran por el futbolista pero que, con bastante seguridad, sienten un dolor que nada tiene que ver con el fútbol, el de la desesperación, el fracaso y la histeria. El repaso a una vida vivida frente al espejo de la muchedumbre nos está dejando también escenas y testimonios de gran contraste, desde la foto con Castro o con Maduro hasta los detalles de cariño y ternura que prodigaba un hombre bueno y desorientado, roto.
Empecemos por el fútbol que, como dice Ancelotti es lo más importante de las cosas que no lo son, aunque yo creo que se queda corto: Maradona no era un futbolista, era otra cosa, un mago del balón, un hombre pegado a una pelota, como dice la canción de Calamaro. El segundo gol a Inglaterra en el Mundial 86 es un gol que nadie podría meter, porque para hacer algo parecido, y seguiría siendo un gol de primera, se necesitarían no menos de tres buenos delanteros. En este aspecto me parece que Diego estaba a años luz de cualquier otro, pero tanto Di Stefano, como Pelé, Cruyf o Messi han sido mejores futbolistas que él. Si en el pasto, como decía don Alfredo, coincidiesen varios Maradonas, aquello no sería fútbol, sería otra cosa, y es posible que nos acabase aburriendo, porque en el fútbol se necesita agonismo, no milagros y Maradona, en su plenitud, pertenecía al gremio de lo ultranatural, tal vez por eso se le ha llamado dios, pero no del fútbol sino de algo más metafísico, tal vez de lo imposible.

Ahí, en su extraordinaria distinción, reside, me parece, el fundamento de su lado mítico, su conversión en un modelo, un papel que él no pudo soportar y que le acabó destruyendo. No se trata de un defecto, se trata de una imposibilidad, no cabe que alguien tan dotado de un don sobrenatural y tan inimitable sea modelo de nada. Por eso la gente, en especial en Argentina, claro está, se agarró a Maradona como se agarraría a cualquier milagro, pero el prodigio de Maradona no se podía repetir ni propagar, no podía educar ni enseñar a nadie. Supongo que los especialistas tendrán mil explicaciones, pero no me creo capaz de comprender lo que pasaba por su alma atormentada cuando pensaba que él mismo ya no existía, que ya no era el que fue mientras la gente le seguía idolatrando, cuando se veía en una vida confusa, atropellada y aparatosa que nada tenía que ver con su magia.

Santa Maradona priez pour moi, repetía la canción de Manu Chao que creo refleja el sentimiento de esperanza que proporciona ese fútbol de masas en el que Maradona era desde luego un dios, alguien irreal. El contraste está en que en el fútbol normal, en el que no hay Maradonas, casi siempre se vuelve con alguna decepción a la realidad que sigue fuera de la borrachera forofa. Hay que tener en cuenta que el fútbol no es solo un deporte, hay por lo menos tres mundos en el fútbol, el que se juega, el que se imagina y el que explotan con avaricia y mezquindad los medios, y Maradona fue un ser excepcional en cualquiera de los tres, ha dado mucha vida a muchísimas personas, pero no ha sido capaz de alcanzar una vida plena ni de lejos asimilable a su condición gloriosa, es un santo que ha acabado en los infiernos, y esa condena es la que más debe doler a los muchos que le lloran.

Cuando vemos las imágenes del entierro en Buenos Aires se hace difícil no caer en la cuenta de que la muerte anunciada de Maradona no solo es la muerte de un dios, sino que significa, en este año 2020 tan desdichado, una especie de burla del destino, y que para muchos será la demostración de que no hay esperanza. Han abundado las comparaciones con Evita Perón, otro hito emocional y salvaje de la historia popular de Argentina, y no me parece que esté muy descaminada la analogía, aunque los argentinos son quienes pueden decir lo que fuere al respecto. Los demás podemos decir que Maradona fue un destello glorioso, pero que no se puede convertir en una religión, que no ha sido capaz ni siquiera de salvar su vida, aunque no creo que esta constatación tan de realismo sucio, pueda circular en Argentina, al menos de momento.

Da que pensar que muchos hayan arriesgado su vida, con la que está cayendo con el virus, para llorar y desgarrarse con la muerte de Diego, por eso es razonable pensar que no lloraban por un futbolista sino por un símbolo que, aunque pareciese derrotado, todavía estaba vivo. Las querellas que se anuncian, la herencia, la atención médica, hacen prever un largo desengaño, un destrozo brutal del ángel caído. Sería penoso que la muerte de Maradona significase un atraso argentino, incluso una dimisión de esa pasión nacional que es el fútbol, algo poco probable, porque, librado ya de sus penas, Maradona tratará de que sus hermanos vuelvan al fútbol con la pasión que suelen emplear y que comprendan que ese extraordinario deporte puede sobrevivir sin Maradona, pero ni el fútbol ni Argentina saldrán adelante sin esfuerzo, sin imaginación y sin ganas de vivir y de ganar, aunque sea sin milagros y, por supuesto, sin Diego, que ya vive para siempre en el mito y la gloria.

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