Por una política más reflexiva y autocrítica

 

Las razones de la crisis profunda en que se encuentra la política española no deben buscarse tanto en el duro ajuste económico del 2008, como en el año 2004. Un atentado salvaje que condicionó fuertemente las elecciones inmediatas no podía dejarlo todo igual, y, en cualquier caso, lo que ha venido después no ha sabido estabilizar la situación de una manera razonable. El PP de Rajoy intentó encontrar un camino original, trató de camuflarse para hacerse aceptable por la izquierda que estuvo a punto de identificar al PP de Aznar como la negación de la democracia, pero equivocó el diagnóstico y el tratamiento, pese a que los disparates previos de Zapatero le habían dado una oportunidad histórica bastante obvia. Al encomendarse a una especie de tecnocracia sin el menor aliento político, Rajoy permitió que el PP se desangrara, lentamente al principio, a borbotones después, por el centro y por la derecha. El PSOE no ha salido mejor parado en estos 15 años, pero recuperó la Moncloa con una fórmula excepcional y acaba de convocar las elecciones más inciertas desde 1977 al no poder mantenerse en el Gobierno.

Ahora,  muchos pronósticos coinciden en que podría pasar con las elecciones del 28 de abril lo que ocurrió con las dos anteriores: que no se obtenga una fórmula parlamentaria estable. Es, en todo caso, llamativo que ante una situación tan comprometida las fuerzas políticas principales, que siguen siendo el PP y el PSOE, sean tan incapaces de autocrítica y se arriesguen a un agravamiento del cainismo que, en esta ocasión, está exacerbado, además, por sus discrepancias en el tratamiento de la amenaza más grave sostenida y difícil al orden constitucional.

Todo parece indicar que la lucha electoral va a ser, una vez más, a cara de perro, solo que los canes contendientes ya no son solo dos y, además, hay fieras deseosas de sacar tajada de esa destructiva bronca política, y perdóneseme la metáfora porque, desgraciadamente para la mayoría de los españoles, es bastante adecuada. En un momento en el que la inmensa mayoría de los ciudadanos querría que los políticos permaneciesen unidos en cuestiones muy básicas, como la unidad nacional y la igualdad esencial de todos los españoles, los partidos van a disputarse la mayoría olvidándose de que, antes que sus intereses, debiera estar el de todos, el destino común. Ni PSOE ni PP debieran ignorar que su agresividad tiene que encontrar un límite en el pacto histórico que los dos grandes bloques políticos pusieron en píe hace cuatro décadas, aunque el PSOE haya sido el primero en ponerlo en riesgo gracias a las intuiciones republicanistas de Zapatero.

Como acaba de demostrar el discurso de Junqueras frente al Tribunal Supremo, los políticos suelen resistirse a aceptar la realidad, y lo hacen porque la realidad no es obediente a sus deseos.  La férrea determinación en imponer sus ideas facilita que sean cínicos con sus errores, y los lleva a apartarse del sentir común que, aunque esté ideologizado y sea diverso, nunca es tan extremado.   Los partidos se convierten en problema en lugar de ser parte de la solución cuando fuerzan sus análisis tratando de primar las emociones sobre la razón, las imágenes sobre las cosas. El PSOE, por ejemplo, se empeña en mostrar las ventajas de un diálogo ahora imposible con los supremacistas catalanes que no saben cómo abandonar un proyecto tan quimérico como peligroso, y Pedro Sánchez ha tratado de ocultar esa sumisión vergonzosa como si fuera precio que habría que pagar para imponer sus políticas sociales, cuando la mayoría de los ciudadanos ya están al cabo de la calle de que, además de su nula eficacia para combatir la desigualdad, sus bolsillos las pagan muy caras, y de ahí la pérdida del predominio sociológico, que no del cultural, de las opciones de izquierda. El PP, por su parte, habla ahora de Cataluña como si Rajoy no hubiera consentido dos referéndums ilegales sin atreverse a hacer nada para interrumpir el amable diálogo de la vicepresidenta con Junqueras, mientras que pregona la vuelta de un PP auténtico que, de momento, no tiene otra cara que una serie de ocurrencias sueltas al ritmo del entusiasmado activismo de Casado.

Los líderes de los grandes partidos son ahora mismo muy jóvenes, y eso podría ser una gran ventaja, pero si en su política del día a día se esfuerzan por ser adanistas, por actuar como si el pasado no existiera, y no tratan de corregir los errores que han llevado a sus partidos a perder gran parte de sus electores, será bastante inútil el esfuerzo que hagan por recuperar las adhesiones perdidas.

Hay quienes piensan que la llamada crisis del bipartidismo podría ser una estupenda solución, aunque nunca se explique con demasiada claridad qué es exactamente lo que resolvería, pero parece más lógico caer en la cuenta de que, puesto que las sociedades están casi universalmente divididas en dos grandes tendencias, cuando un sistema como el español, diseñado específicamente para favorecer a dos grandes partidos, se fragmenta, es muy extraño ver en eso otra cosa que la consecuencia de políticas mal pensadas, equívocas, inadecuadas, en suma, irresponsables.  Cualquiera que no viva de la fidelidad a los aparatos comprenderá que es bastante loco imaginar que la profunda decepción de los electores se arregle a base de consignas, de activismo y de cambios de look,  o de repetir tontadas como la de suponer, es un hallazgo de Sánchez, que los separatistas y las derechas son la misma cosa porque se oponen a sus devaneos de audaz resistente.

España necesita ahora de grandes políticos, y estos no pueden existir sin grandes ideas, sin mucha reflexión y sin autocrítica, por más que los partidos se resistan a ello por temor a perder posiciones, pero negarlo es como oponerse a que anochezca, y ahí están los resultados que se pronostican para PSOE y PP, casi a la mitad de lo que tuvieron en momentos mejores. Convertir la unidad de España, que está garantizada por la Constitución, la ley y las instituciones del Estado, en una disputa política puede ser una forma indecorosa de mostrar que no se tiene otra cosa que ofrecer, al tiempo que seguir amenazando con la llegada de la derecha al poder es de una pereza mental y una desvergüenza insoportable.

Lo vio muy claro Duverger hace ya setenta años, los partidos son la única garantía de la libertad política, pero cuando no hacen bien su trabajo se convierten en un factor de estancamiento, y eso es lo que sucede cuando se dejan revestir de un dogmatismo casi religioso que les impide renovarse y atender con seriedad a las demandas de una sociedad tan compleja y cambiante como, por fortuna, es la española de 2019.

Puede ser excesivamente optimista suponer que las próximas elecciones las ganará con suficiencia el partido que mejor corrija los errores que lo han llevado a perder el apoyo mayoritario. Pero si tanto el PSOE como el PP siguen forzando un enfrentamiento radical, creyendo que eso es lo que los españoles desean, cada vez serán más los que miren para otra parte o se queden en su casa.  En su lucha fratricida, cada uno de ellos ha ayudado sin disimulo a las formaciones que han surgido de explotar las debilidades del otro, olvidando los riesgos que el extremismo siempre trae consigo.

En un momento crucial para el porvenir de España, los líderes debieran dar la talla sin entregarse a las estrategias de distracción mediante un enfrentamiento hiperbólico, tendrían que olvidar el miedo y abrir paso a la esperanza para que los españoles puedan rehacer su aprecio a la libertad y a la democracia, un sentimiento que no da la impresión de pasar por su momento más brillante.

 

Publicado en El Español, 23 de febrero de 2019