Hay que ser un desalmado para estar en contra de los pactos, aunque sea inevitable sentir estupor, cansancio y un asomo de ira cuando se escucha, por ejemplo, que los partidos urden un pacto contra la corrupción, ¡Dios nos libre! El pacto que la mayoría de los españoles desean es muy otro, un pacto de los partidos con los electores para acabar con el desánimo de todos.
La democracia española se inició con una presunción de inocencia hacia las fuerzas políticas porque, la necesidad de cambiar nos hizo suponer su carácter angelical. Ahora, ya se han pasado los efectos de ese desodorante, y hace falta que la política recupere el prestigio que debiera tener y que aquí se ha desvanecido, en horas veinticuatro, y tanto a babor como a estribor.
Sindicatos y partidos políticos comparten el dudoso privilegio de ejercer su actividad principal en ausencia de una mínima regulación, y así han llegado a convertirse en auténticos engendros, en entidades sañudamente egoístas y extrañamente selectivas cuyos intereses todo lo arrasan. Pero la democracia exige poliarquía, un juego de equilibrios regido por reglas que haga posible la libertad política, y eso se hace muy difícil cuando el monopolio se extiende y nadie puede, aunque lo quisiere, controlar que la libertad y la democracia estén mínimamente vigentes en sindicatos y en partidos.
Hace falta una ley que establezca con claridad las obligaciones que tienen, y en ese pacto está todo por hacer. Ambos han de respetar los principios de transparencia y de rendición de cuentas, de modo que la ley tase exactamente lo que no pueden perdonarse, sus obligaciones, con sus militantes y con todos nosotros, y lo que no pueden hacer, aunque lo hagan a diario. La democracia tiene que acabar con ese agujero negro que nos amenaza a todos.
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