Ninguna identidad se construye sin contraste con lo otro, salvo que se sea capaz de construir una identidad muy reflexiva, culta, autocontrolada, moral, una identidad basada en la exigencia, pero también en el respeto, y la admiración, de lo otro, cuando lo merezcan, cosa muy frecuente. Ese objetivo exigente y difícil debería ser, según creo, el objetivo moral del patriotismo, la emulación más que el rechazo, el deseo de gloria y de grandeza antes que la mera contraposición, lo que fue capaz de hacer, sentir y pensar Santiago Ramón y Cajal, por ejemplo, que decía de sí mismo, no ser un sabio (como entonces, a la francesa, se llamaba a los científicos) sino un patriota.
Creo que es patriotismo español tiene un amplio campo, y ha de esforzarse por superar el reflujo, la ola de rechazo y cabreo que se producen en el español de a píe y normal a consecuencia de los insultos, el desprecio y el rechazo de los secesionistas catalanes, ahora; pasa con eso lo que también pasó con la ETA que, muy a su pesar, ha proporcionado sentimientos comunes a unos españoles bastante escasos de esa munición, por el largo predominio de gobiernos funcionariales, en el peor sentido de la expresión que lo tiene y es grave, despóticos y supuestamente técnicos. Los peores gobiernos son los que solo saben llegar al poder y no saben luego para qué. Hemos padecido unos cuantos, y no solo en el pasado.
Ahora hay que resistir el embate desintegrador de los secesionistas y hay que hacerlo con una voluntad firme y con una estrategia de largo alcance. No será fácil porque vamos perdiendo, pero la batalla es de las que merecen la pena, de las que se ganan con gloria y provecho, aunque también se pueden perder con deshonra y desastre. Nos hace falta grandeza de ánimo, ambición, más que codicia, como solía contrastar Unamuno, y librarnos de los efectos perniciosos del reflujo para saber aprovechar inteligentemente la energía bruta que con su suficiencia y estupidez nos presta el enemigo necio.
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