[Publicado en Ambos mundos]
Sociedad, 2 de abril 2012

Hace pocas fechas se celebró un cincuentenario poco conocido, pero lleno de interés. Al parecer, en esa fecha de 1962 un presidente Kennedy, católico, guapo y en la plenitud de su gloria, pensaba decretar un embargo a la Cuba de Castro y, de manera previsora, se encargó la compra de 1.000 habanos de su marca favorita, no fuera a ser que se quedase sin munición de boca. De haberse sabido en su momento, imagino que la destrucción de su imagen habría sido un poco más rápida de lo que fue, pero no creo que en este asunto haya mucho de excepcional en JFK: ¡es la condición humana, estúpido!
Los políticos aman la oscuridad, mejor dicho, una mezcla de luz y de sombras que les favorezca. Los demás, debiéramos amar una fórmula contraria, aunque solo sea para que los desengaños no sean demasiado tardíos. Tal vez la mejor manera de definir el alcance de un poder sea su capacidad para asegurar su ocultación, o eso parecen decir las películas de agentes, como la reciente, y razonablemente buena, El invitado (Safe House), de Daniel Espinosa.
Decía un muy corrido Lord Russell que los electores nunca podemos ser peores que quienes elegimos, porque si estos fueran muy malos, nosotros seríamos aún peores… por haberlos elegido. Recordarlo es consolador, pero no deja de ser preocupante. Además, hay muchas cosas que no elegimos, sino que meramente soportamos. En realidad nadie podría nunca elegir el engaño habitual que en la política se oculta detrás de miles de tecnicismos, de los millones de páginas de los boletines oficiales.
Hans Magnus Enzersberger acaba de publicar un alegato corrosivo contra el gentil monstruo de Bruselas, Europa bajo tutela, un alarde de ingenio contra las boberías, excepciones y abusos que nos imponen los burócratas. De ellos no se puede decir otra cosa que tal vez convenga hacer lo que recomiendan, jamás lo que hacen, porque, en muchos aspectos, su conducta no podría someterse ni mínimamente a la prueba de la universalización: desde muchos puntos de vista viven, y muy bien, de que no nos enteremos de lo que hacen en el día a día, de que raramente surja una Thatcher que sepa hacer la cuenta de la vieja. Se ocultan como Kennedy pidió sus habanos, se parapetan tras una muralla de buenos sentimientos que nos hace responsables, como mínimo, de tontería. Es curioso que estas formas de ocultación sean tanto más probables en una sociedad que gusta de presumir de transparencia, que se autotitula tantas veces como sociedad de la información, incluso del conocimiento. Que la hipocresía sea protegida no es nuevo, difícilmente podríamos pasar sin una dosis razonable, pero que existan los tipos que se pretenden más allá del bien y del mal en función de sus ideas, y porque ocupan un sitial intocable debe tenerse por un síntoma de tontuna colectivo.
Gafas de mando
Gafas de mando