Treinta años después

No caeré en la tentación de decir que estas cosas sólo pasan en España, pero aquí ocurren con mucha frecuencia. Me refiero a lo que conocemos, o desconocemos, como 23 F, a la intentona de alterar un orden constitucional muy reciente. Pues bien, pasan los años, abundan las interpretaciones, pero la evidencia está bastante ausente. Así ha sido siempre con nuestros magnicidios, más frecuentes que en los EEUU, me parece, de modo que ni sabemos quién mató a Prim, ni si el discurso de Fernández Miranda al abandonar el gobierno tras el atentado a Carrero Blanco era algo más que lírica astúrica, y se podrían multiplicar los ejemplos.  Más reciente es el caso del atentado del 11 de marzo, el día de la historia de Madrid en el que ha habido más muertos mediante la violencia, asunto sobre el que se ciernen interrogantes sobradamente obvios. 
Ya digo que no es sólo cosa nuestra, y no hay más que pensar en el magnicidio de Dallas para caer en la cuenta, pero entre nosotros se consigue con cierta facilidad esto de que pase algo y no haya nadie capaz de explicarlo de manera plenamente satisfactoria. Somos un país viejo, perito en secretos agravios y ocultas venganzas, y a ocultación, la mentira y la hipocresía son deportes nacionales, como corresponde a una sociedad que es más cobarde de lo que debiera, tal vez porque cuando ha sido valiente no ha merecido la pena. 


Sobre un programa de reconocimiento de melodías