Una de las cosas que está fallando de manera más estrepitosa en la democracia española son los partidos políticos. Ni sirven para lo que se supone debieran servir, la Constitución les asigna misiones que o ignoran o incumplen, ni sirven a España, ni, en realidad, sirven para cosa distinta que para entronizar pequeñas dictaduras, con tendencia a ser hereditarias, en las que nadie pueda pensar ni decidir al margen de lo que diga el líder de turno.
El mejor ejemplo de todo esto es la situación en la que actualmente se encuentra el PSOE, incapaz de decirle a su líder que se retire porque hace falta hacer otra política, una política que Zapatero no puede encarnar de ningún modo. Muchos dirán que el inmovilismo y el aferrarse al líder es la mejor garantía para sobrevivir que el partido tiene como tal, pero esto es falso de toda evidencia. El PSOE va a pagar muy caro los errores de Zapatero, pero podría salvar muy buena parte de los muebles si le señalase inequívocamente el camino de la dimisión, no para convocar elecciones, sino, simplemente, para dejar paso a otro capaz de hacer lo que el mundo entero nos exige, y lo que nuestro bien común demanda.
Sería milagroso que pasase algo como lo que acabo de decir, pero solo lo consideramos milagroso porque nos hemos acostumbrado al fatalismo dictatorial, a soportar con paciencia sobrenatural, los males que nos infligen los que mandan, ignorando que la esencia de la democracia es la destituibilidad pacífica del que lo hace mal, es decir, que carecemos casi completamente de democracia.
Es muy importante que cunda la conciencia de que hay que acabar con el cesarismo, con la dictadura de unos pocos, pero para nuestra desgracia, a veces parece como si los españoles lleváramos en la sangre ese sometimiento humillante, ese servilismo impotente hacia quienes nos desprecian con sus acciones y su idiotez empavonada de absurdas razones.