Si en lugar de ser un partido político, Unión Mallorquina fuese cualquier otro tipo de entidad, nadie dudaría, hoy por hoy, de la conveniencia de disolverla, dado el volumen de los delitos y escándalos de corrupción en que se ha visto envuelta. Pero es un partido, y eso tiene, entre nosotros, la etiqueta de intocable. Apreciamos la democracia por sus ideales, pero padecemos sus defectos. El abismo entre unos y otros se debe a los partidos, unas organizaciones opacas, y ajenas a cualquier clase de control.
Las carencias de los partidos no tienen arreglo legal, se trata de algo más grave y más profundo, de una serie de lacras de la cultura política dominante, que se nutre de una tradición autoritaria.
Más allá de las definiciones constitucionales, los partidos españoles son organizaciones dedicadas al reparto de poder e influencias que parecen funcionar, únicamente, cuando todos los miembros de un cierto nivel consolidan sus posiciones e intereses procurando que nada se mueva sin su control. En su vida interna no hay nada específico de las democracias. Son formaciones que priman la mansedumbre, la disciplina, el dogmatismo, la fidelidad, la rutina… podríamos seguir hasta cansarnos, de modo que llegan a subvertir, casi por completo, su función legítima. Los partidos están anulando las instituciones.
La democracia española, como si se sintiese maldecida por la voluntad de Franco, quiso evitar a todo trance lo que se llamó la “sopa de letras”, la infinidad incontrolable de organizaciones, y la ingobernabilidad… y apostó por el orden y la estabilidad. Al hacerlo no tuvo presente que existen otra clase de defectos, no menos graves, frente a los que nuestro sistema parece impotente.
Los partidos se sienten por encima del bien y del mal y, en consecuencia, han acrecentado su poder más allá de cualquier lógica. Las instituciones son un mero escenario en el que se representa el argumento que han decidido las respectivas cúpulas partidarias, de manera que, salvo para dar cargos, están de sobra. No habrá en ellas, por tanto, control del Gobierno sino, si acaso, confrontación entre dos líderes, cuando existan.
El poder judicial, las universidades, las cajas de ahorro, los medios de comunicación, y un sinfín de cosas más, están controladas por los partidos, sin que su presencia tenga el menor fundamento legal. Lo que ocurre es que los partidos se han convertido en complejísimas empresas de fingimiento, en organizaciones dedicadas a la simulación y a la mentira.
En lugar de servir a una sociedad democrática, los partidos se han apropiado de ella y, en consecuencia, la democracia no funciona ni siquiera medianamente bien. ¿Es normal, por ejemplo, que con la situación económica que padecemos, el Parlamento sea una balsa de aceite en la que los diputados proceden a adjudicarse privilegios sin el menor pudor? ¿Es normal que tengamos un gobierno tan insustancial y pusilánime? ¿Es admisible que la oposición no tenga otra preocupación que su ritual de aspavientos a la espera de las previsiones sucesorias?
Como subrayó Robert Dahl, la democracia consiste en poliarquía, y nuestros partidos son monárquicos, algunos, incluso, monarquías hereditarias en las que el líder saliente invista al entrante con su gracia para que nadie se inmute, y todo siga como es debido.
No hay nada en el ordenamiento jurídico que impida que los partidos sean lo que debieran ser, pero ni la participación ni las opiniones ajenas les suelen interesar nada a los que en ellos mandan; les basta con sus sondeadores, y con el ritual y la carnaza con electores cuya fidelidad perruna se fomenta con un maniqueísmo vomitivo.
No hablamos de teorías, es la realidad inmediata y dolorosa. Que ZP no tenga alternativa creciente en el seno de su partido puede llegar a ser un auténtico drama nacional, visto lo que está haciendo en el gobierno, y nuestra aceleración hacia el despeñadero. Que el PP siga siendo un partido sin sustancia ni atributos, oportunista y ausente ante la profundidad y el alcance de la crisis es, además de intolerable, realmente insólito. En Génova se afanan en urdir disculpas para posponer el Congreso del partido, porque temen que, dado el atronador descontento, ahora no se podría celebrar con papeletas en la boca, una decisión tan aberrante como justificar que un gobierno aplazase las elecciones previstas por temor a perderlas. Mal, pues, en el Gobierno sometido a una especie de autócrata, y en la oposición controlada por un quietista.