Miedo al miedo

El añorado Adolfo Suárez hizo famosa la consigna, tomada de Roosevelt, de que no había que tener “miedo al miedo”; me parece, que, aunque la consigna, con su fondo de esperanza cristiana, sirva para siempre, es muy valiosa ahora. Entre nosotros se extienden muy variados temores y hay que saber que tras la tempestad viene la calma. Tememos al paro, a la crisis, a un gobierno incapaz y desnortado, a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña, al agonismo de nuestra política, a la nueva gripe, y a un centón de cosas más. Hay que desechar el miedo porque, de tejas abajo, hoy es siempre todavía, y tenemos la obligación de afrontar las consecuencias de nuestros errores con experiencia, esperanza y valor.

Hemos perdido la ilusión en el proyecto político de la transición, sobre todo porque una parte, actualmente dominante, de la izquierda, y la práctica totalidad de los nacionalismos, han soportado muy mal la comprobación de que se pueda gobernar sin ellos. Tendrán que volver sobre sus pasos.

El régimen democrático, más de treinta años después de su consagración constitucional, sigue padeciendo atentados terroristas y deslealtades sin cuento; algunos no han aprendido la lección de que no es posible tenerlo todo y se empeñan puerilmente en imponernos sus caprichos y jeribeques. Son muchos los que no han aprendido a aceptar que sus derechos, y, más aún, sus deseos o sus caprichos, sí tienen límites. También pudimos pensar que ese nuevo programa traería bienestar y riqueza, por unos años lo creímos a fondo, y ahora nos encontramos con que no es oro todo lo que reluce, con que hemos de rehacer con esfuerzo, renuncias a privilegios, imaginación y generosidad una economía que no es que se haya desajustado sino que ya ha dado de sí todo cuanto podía dar.

Nuestro desengaño puede conducir a la madurez si no nos dejamos llevar por el derrotismo y la melancolía. La responsabilidad de cada cual es distinta en esta tesitura, pero es muy grande la de todos. Los españoles debemos aprender a defender lo que queremos, sin miedo alguno a oponernos, de acuerdo con las reglas pactadas, a quienes quieren lo contrario. Estos días se han oído cosas realmente tremendas a propósito de la sentencia del Tribunal Constitucional. Uno de los chistes del gran Ramón lo recordaba recientemente de modo magistral: parece como si el problema no fuese la constitucionalidad del Estatuto sino la estatuidad de la Constitución. Ahora, los que se ven en lo peor, hablan de renegociar un pacto de Cataluña con España, lo que, hoy por hoy, constituye un imposible lógico y constitucional. Es muy probable que la Constitución deba ser reformada, pero por todos, no solo por Carod y Zapatero. Ello exigirá un nuevo gobierno y hay formas de lograrlo.

[Publicado en Gaceta de los negocios]