La revolución digital está teniendo efectos paradójicos. Tal vez el primero de ellos sea el que se refiere al incómodo papel que están jugando muchos de los grandes mandarines de la cultura y de la información: estaban cómodamente instalados en sus poltronas largando a hora y a deshora contra los conservadores, abogando de modo insistente en pro de las virtudes del cambio, y, de repente… se les hunde el suelo bajo sus píes, les cambia el modo de producción y se descubren sus vergüenzas. Los más honestos de entre ellos, no es que abunden, caen en la cuenta de que defendían el cambio bien entendido, es decir, el que no pudiese afectarles a ellos, y, claro, eso resulta, como mínimo, poco elegante.
Algunos pretenden, todavía, que cualquier forma de producción cultural o informativa deberá subordinarse a sus instrucciones, a su forma de construir el mundo, esto es, a sus intereses y los de sus negocios. Magnates y expertos directores de conciencias ajenas descubren con sorpresa que empieza a configurarse un mundo en el que su papel no está claro, y sus beneficios están francamente oscuros. Llevan años tratando de que sus tradicionales aliados, los gobiernos y los legisladores, inventen algo que les mantenga en ese pasado que nunca imaginaron que fueran a defender, pero las infinitas y arteras maniobras que se emprenden en ese sentido no acaban de cuajar. Les falta imaginación y les sobra codicia.
¿Qué será de nosotros? Se preguntan como si se preocupasen de otra cosa que no fuese su negocio y su poder. No se sabe en qué parará todo esto, pero sí se sabe que los simples mortales, y, entre ellos, los autores, deberíamos propugnar soluciones que favorezcan los intereses en que seguimos creyendo: las libertades de pensamiento y expresión, la circulación de información y opiniones, la creación de lugares de encuentro, la existencia de lugares estables de publicación, la fundación de entidades que garanticen un cierto nivel de calidad y de honestidad, la invención de un futuro a la altura de las posibilidades de las tecnologías digitales. Todo esto nada tiene que ver, absolutamente nada, con los intereses de las viejas industrias del papel, las ondas o las imágenes. Ellas habrán de buscar su lugar al nuevo sol y tal vez lo encuentren, aunque, parafraseando a Philip K. Dick, muchas de ellas se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia, porque es hora de morir.
[Publicado en adiosgutenberg.com]